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La llegada de Nely con la silla nos interrumpió. Me senté, rechacé su ofrecimiento de beber algo y esperé a que se alejara de nuevo. Mientras tanto, Claudia seguía aparentando que dormía. Parecía tan inocente que sentí renovados deseos de abandonar el cruel plan. Pero aquella misma imagen arruinada en comparación con el recuerdo de la Claudia de antaño me hizo persistir.

«Es preciso -pensé-. También por ella.»

– Renard -insistí con suavidad-. Lo capturaste tú.

– Él fue quien me capturó a mí -dijo con sorprendente exactitud.

– No. Él solo te secuestró y te hizo daño, Cecé, pero tú lo envenenaste, le quemaste el alma… ¿Recuerdas cuando hablábamos de quemarle el alma a los psicos

– Renard -murmuró mirando hacia un punto del jardín, como si hubiese visto a Renard allí de repente, alzándose sobre los setos.

– Tú lo lograste, Cecé, le quemaste el alma a ese monstruo. A Renard. A pesar de que te tuvo encerrada un mes entero en esa especie de… de cueva subterránea al sur de Francia, cerca de Toulouse, creo… -Me había inclinado hacia delante y hablaba despacio, mirándola con la fijeza con que miramos la débil capa de hielo que nos disponemos a pisar-. Ese antro que me contaste, de paredes de piedra…

– Mi vida, Jirafa. -Abrió los ojos-. Mi vida se pierde como una meada al sol.

Insistí con suavidad.

– Esa cueva, Cecé… ¿Recuerdas? Donde te encerró…

– Eran de madera… Paredes de madera…

Me callé y la escruté sin distinguir nada en ella muy diferente de la soleada calma de las hojas que tenía detrás. Pero al menos ahora sabía que su memoria era accesible. Aunque yo recordaba bien lo que me había dicho tiempo atrás sobre el lugar donde había estado encerrada, pretendía que fuese ella misma quien lo repitiera.

– Sí, de madera, eso es… -Asentí-. Me decías que a veces pasabas mucho rato acostada y solo veías el techo… Debes de recordar muy bien ese techo… Era liso, creo.

– Me alegro de verte, Jirafa… -dijo-. Eres una super-woman.

– Yo también a ti, Cecé.

– Hemos vivido tantas cosas juntas…

– Desde luego, pero lo de Renard lo hiciste tú sólita.

– Sí, yo -concedió.

– Te tuvo un mes, un mes allí dentro… -De repente necesité una pausa: hablarle así me quemaba la garganta. Respiré hondo y proseguí-. Un mes en aquel sitio horrible, de paredes de madera, con tantos pasillos oscuros… y aquel techo…

– Solo uno.

Me detuve.

– ¿Cómo?

– Creí que eran varios, pero solo era un pasillo, recto… -Alzaba un índice huesudo y en su muñeca advertí la cicatriz de los grilletes con los que Renard la había encadenado. Sentí que el corazón me latía tan fuerte que pensé que Claudia podía oírlo, pero de repente comprendí que ni siquiera me veía: era como si dentro de sus ojos hubiese entrado alguien y proyectara su sombra en las pupilas-. Al principio no lo supe… Me vendaba los ojos al llevarme de una celda a otra… Luego me quitó la venda. Es difícil hacer máscaras sin ver… -Asentí, animándola-. Pero yo las hice incluso antes… No paré de hacerlas, Jirafa… Lo intenté todo… «No te rindas, no te rindas», me decía…

– ¿Quién? -la interrumpí.

– ¿Qué?

– ¿Quién te decía «no te rindas, no te rindas»?

Sonrió acariciando la manta que la cubría. El jardín estaba en silencio. De vez en cuando un coche lo perturbaba tras la valla oculta por los setos.

– El doctor Gens siempre nos decía eso, Jirafa.

– Sí, pero hablábamos de Renard.

– ¿De Renard? -Parpadeó varias veces y su semblante pareció alterarse como una vela al calor de la llama. Decidí escoger otro camino.

– No importa. ¿Recuerdas las habitaciones?

– Las celdas.

– Eso es, las celdas.

– Sin barrotes… Puertas de madera… A veces me dejaba dormir en el suelo… Siempre creyó en mí, me enseñó tanto…

Mi boca se secó. Algo así como el roce con un reptil erizaba mi espalda.

– Ahora hablas de Gens, Cecé.

– No, de Renard… Me tuvo un mes allí dentro…

– Pero te referías al doctor Gens. Dijiste «creyó en mí, me enseñó tanto»…

– Sí, Gens. Confiaba en mí. Me tuvo un mes allí dentro, pero yo quemé su alma…

– ¿Hablas de Gens o de Renard, Cecé?

La dulce voz de Nely, desde la casa, no sonó tan dulce como de costumbre.

– Oye, perdona, creo que será mejor que pares… La estás poniendo fatal…

Ignoré a Nely, que se aproximaba, y acaricié el hombro de Claudia.

– Cecé, por favor, haz memoria… ¿Viste a Gens en aquel lugar? ¿Viste al doctor Gens mientras estabas en esas celdas? -Sus ojos no cambiaron, siguieron mirándome con vacua ferocidad. Pero sus labios temblaban-. Claudia, ¿me oyes…?

Un cuerpo se interpuso entre ambas.

– ¡Ya está bien! -proclamó Nely, imperiosa, abrazando a su pequeña-. ¡Mira cómo la has puesto! Ya, ya… No pasa nada, aquí estoy… -Solo se interrumpió para lanzarme dardos de fuego con la mirada-. Será mejor que te vayas de una vez, Diana…

Me disculpé, me despedí de ambas y comencé a recorrer el camino hacia la cancela. Mientras me alejaba escuché de nuevo la voz de Claudia, soñadora:

– Había números y letras en las vigas… Yo los contaba… Dos a, tres be, cuatro…

27

«Por favor, contesta, Miguel.»

Lo llamé a casa y al móvil varias veces, sin obtener más respuesta que el buzón de voz. Recordé entonces que, cuando me visitó en el Taller, me había dicho que pasaría el fin de semana en Los Guardeses preparando cebos para la operación contra la banda de trata de blancas del sur. Sabía que acostumbraba a desconectar el teléfono cuando trabajaba. Al fin decidí dejarle un mensaje, pidiéndole que me llamara. Hablé de forma natural, para no levantar sospechas en caso de que alguien estuviese escuchando.

En aquel momento cualquier cosa me parecía posible.

Pasaban de las ocho cuando entré en la ciudad. Anochecía, pero no soportaba la idea de regresar a mi solitario apartamento. No después de lo que sabía, o creía saber, tras visitar a Claudia. Necesitaba hablar con alguien. De repente supe con quién.

Ni siquiera lo llamé para avisarle. Era domingo y la consulta estaría cerrada, pero él me había dicho dónde vivía, agregando que podía ir a verlo cuando quisiera.

El edificio era lujoso, aunque poseía aires de isla solitaria o fortaleza amurallada. Un conocido club nocturno en los bajos empezaba a recibir clientela. Pulsé el número de su piso pensando que si no lo encontraba, o no deseaba recibirme, intentaría ir a Los Guardeses. Pero, tras el escrutinio de dos cámaras de seguridad, el portal se abrió.

Me aguardaba diez plantas más arriba, en el umbral del domicilio.

– Dios mío -dijo al verme.

El doctor Arístides Mario Valle se hallaba como siempre, atildado y perfumado, con una elegante camisa verde claro con los faldones por fuera y un pantalón haciendo juego en color tapete de billar. El níveo cabello estaba bien peinado y sus gafas sin montura mostraban los cristales relucientes.

– Estoy bien -le dije, porque sabía que mi aspecto indicaba lo contrario-. Sé que me he presentado de sopetón, pero si interrumpo algo, me marcho. En serio.

– No, no interrumpes nada. Pasa.

El piso, amplio y confortable, se adornaba con luces indirectas y objetos de arte indígena, como la consulta, y revelaba dinero y buen gusto. Una enorme pantalla en la pared del salón ofrecía noticias sin sonido. Valle se sentó, o más bien se dejó caer, en un puf y me ofreció un cómodo sillón anatómico.