– Sabía que habías sido tú -dijo mientras estudiaba con expresión dolorida mis heridas de guerra en el rostro y la mano-. Lo sabía. Lo supe en cuanto dieron la noticia el viernes, pero no quise llamarte para respetar tu… tu trabajo.
– Hiciste bien. Te lo agradezco.
– ¿Cómo estás? -Hablaba en susurros, como si los ruidos pudieran romperme.
– Bien, de veras. Salió bien. -Me miré el vendaje de la mano y sonreí-. Supongo que pudo salir mejor, pero también peor.
– ¿Quieres hablar de ello?
– No hay mucho que contar. Lo hice, y eso es lo que importa.
Valle tomó aire mientras asentía, y de repente me ruboricé, como si le hubiese hablado de una aventura sexual.
– Perdona -dijo tras un silencio-, estoy aquí, sentado como un idiota… -Se levantó y movió la mano en el aire. El televisor se apagó y una música suave de jazz llenó el espacio-. ¿Quieres tomar algo? Si no es muy tarde para ti, puedo hacer café.
– Un refresco estará bien.
Miré alrededor mientras Valle iba a por las bebidas. Había cierto desorden en la pulcritud que me rodeaba: papeles de impresora subrayados, un libro abierto y colocado bocabajo, cuadernos y un notebook en una mesa central, junto a un diván cuya mullida superficie presentaba huellas de uso reciente. Todo indicaba que Valle había estado dedicado a leer y escribir antes de mi llegada. El libro era una traducción al castellano del Timón de Atenas de Shakespeare. En las paredes había máscaras tribales y una serie de holografías, algunas dotadas de movimiento. Me acerqué a contemplarlas. Eran un bonito recorrido por la vida de Mario Valle: junto a los amigos, junto al rey de España, junto a gente barbuda y sabihonda. Otras mostraban a un Valle juvenil, delgado, sudoroso, bajo un sombrero de paja, rodeado de un grupo de nativos del Amazonas.
– Conviví varios meses con algunas tribus antes de marcharme de mi país -me dijo al ofrecerme el vaso-. Me enseñaron el valor de la dignidad por encima de cualquier ventaja material. La sociedad moderna los ha invadido por los cuatro costados, pero no renuncian a seguir solos, orgullosos de sí mismos y de su sabiduría ancestral. Creo que tú y yo tenemos algo en común con ellos… Por ti -agregó alzando su vaso.
– No me siento muy orgullosa de mí misma -dije tras el brindis-. Hago mi trabajo, nada más.
– Tu humildad es loable -declaró Valle-, pero se debe a que te han enseñado a ser herramienta, no a manejarlas. Deberíais ser noticia, tú y tus compañeros… -Señaló el televisor-. Han estado horas hablando de la muerte de ese loco… Todo el mérito para la policía, ninguno para ti.
– Yo soy también la policía.
– Por supuesto. Ya sé que estoy diciendo una idiotez. Sois «materia clasificada», claro. Pero, bueno, me jodió que no se reconociera tu… labor.
Pensé decirle que, puestos a elegir, prefería la celebridad de las víctimas antes que la de los cebos, pero quise cambiar de tema, en parte para interrumpir aquella atmósfera sentimental que el tono suave y las miradas fijas de Valle dejaban en el aire.
– Gracias por recibirme, Mario.
– No digas tonterías. Me alegra mucho que hayas venido. No sabes cuánto.
Hice un gesto hacia la mesa y sonreí.
– ¿Has estado haciendo los deberes?
– Bueno, ya me habían presentado al gran William, pero ahora lo leo con más cuidado. -Valle imitó mi sonrisa y cogió el libro-. ¿Conocías esta obra?
– Las conozco todas, es parte de mi trabajo. Timón es el hombre rico, generoso e ingenuo que, al quedarse sin dinero y perder a todos sus amigos, decide irse… -Hice una pausa y puse cara de mala-. ¿… al Amazonas?
La carcajada de Valle, por primera vez desde que lo conocía, fue estentórea.
– Te recuerdo que el psicólogo soy yo. -Me apuntó con el libro-. Pero en parte tienes razón, me siento identificado con él. No soy misántropo, pero tampoco precisamente filántropo. La humanidad no da para mucho. Lo curioso es la interpretación que ofrecía Víctor Gens sobre la obra… Saqué un texto suyo de internet… -Cogió los papeles subrayados-. No menciona las máscaras, desde luego, pero dice que Timón, en la segunda parte, cuando aparenta despreciar a todos, es más generoso que nunca. Tanto, que se da por completo, en cuerpo y alma, para que beban su sangre y coman su carne… Como Cristo… y los cebos. -Me miró.
– En realidad se refiere a la filia de Crueldad -comenté-. Para enganchar al fílico de Crueldad, tienes que fingir que, por mucho daño que quiera hacerte, jamás llegará a dañarte de verdad, porque tú deseas sufrir más. Eso lo bloquea… La clave, según Gens, está en la actitud de aparente desprecio de Timón.
Valle me escuchaba meneando la cabeza. Cuando acabé dijo:
– Querida Diana, permíteme que te diga que tu profesión es…
– Una putada, ya lo sé.
– Sí, del todo.
Soltó el libro y los papeles sobre la mesa. Aproveché para agregar:
– He venido a contarte algo, Mario.
– Oh, esa es la putada de mi profesión: todos quieren contarme algo…
Hubo un silencioso embarazoso que ninguno de los dos supimos romper. Mario Valle se mostró torpe al ofrecerme de nuevo el asiento mientras él regresaba al puf y apagaba la música. Luego apoyó los codos en los muslos y la barbilla en ambos índices, adoptando una actitud profesional. El rubor teñía sus mejillas de color cereza.
– Lo siento -dijo-. Cuando me pongo idiota, soy muy idiota.
– No, por favor. Yo soy la que ha venido sin avisar.
– No sé quién dijo que los hombres dejamos de usar la cabeza cuando nos la besan -murmuró, y sonreímos torpemente-. Quizá fue Erich Fromm -añadió en tono de broma.
– Cuando os besan… ¿qué cabeza? -insinué, y soltó otra vez aquella carcajada, insólita para sus calmadas maneras.
– ¡Eso ya no es de Erich Fromm! -Reímos. De pronto noté que me sentía relajada, capaz de hablar. Valle me animó con un gesto, y la seriedad de mi cara lo contagió.
– Supongamos -comencé- que te digo que me han engañado. En mi trabajo.
Se irguió bruscamente, como si lo hubiese acusado a él.
– ¿A qué te refieres?
Se lo expliqué. Le hablé de Claudia Cabildo y de Renard. En un momento dado me interrumpí para quitarme la cazadora con cierto esfuerzo, porque me dolía el brazo izquierdo. Debajo llevaba una simple camiseta púrpura, de un tono similar al de algunos de mis hematomas. Valle se levantó y me ayudó cortésmente.
– No recuerdo esa noticia -dijo tras regresar al asiento.
– No se hizo pública. En teoría, Renard era un pez mediano que necesitaban para capturar al grande, un simple jefe de una banda mafiosa de Marsella a quien querían hacer confesar y no sabían cómo, pero también un psico de los buenos…
– ¿Un qué?
– Un psicópata. Torturaba personalmente a sus víctimas y tenía la costumbre de dejar muñecas rotas y ahorcadas junto a los cadáveres. Era fílico de Crueldad, precisamente. -Señalé el Timón-. El problema más gordo era que conocía la existencia de los cebos y resultaba peligroso. Encargaron el caso al doctor Gens, y él eligió a mi compañera Claudia para infiltrarse en sus filas… El montaje era el clásico: Renard sospecharía tarde o temprano de ella y querría interrogarla. Entonces ella lo poseería, lo interrogaría a él y luego lo eliminaría. Pero algo falló. Renard la encerró en un zulo al sur de Francia y la trabajó durante un mes, y Claudia no logró engancharlo. Lo intentó de diversas maneras, sin éxito. En cambio… Renard sí tuvo éxito con ella.
Mientras hablaba me contemplaba la mano vendada que descansaba sobre mis vaqueros. Al levantar la vista descubrí que Valle estaba pálido.
– Una de las primeras cosas que nos enseñan es a refugiarnos en nosotros mismos cuando llega el dolor. Pero Renard se encargó de destruir todos los refugios de Claudia, uno tras otro, hasta que ella ya no pudo retroceder más. La policía francesa encontró el zulo antes de que Renard la matara, pero Claudia ya había caído al foso… Es la expresión que usamos para indicar que uno de nosotros ha perdido la chaveta. Sigue con vida, pero no ha vuelto a recuperarse.