– Diana, sé que amas a otro… A un compañero, me dijiste… Escúchame… Solo te pido… una decisión. Tu trabajo, la entrega constante a ese mundo que te está utilizando, o mi mundo y yo tal como eres, sin máscaras. Ambos lucharemos por que se conozca la verdad, encontraremos a tu hermana y llevaremos a los tribunales a toda esa basura… Piénsalo y decide. Si vienes conmigo, será para ser tú misma. No puedo aceptar que sigas sufriendo. No acepto el sufrimiento. Pídeme cualquier cosa, menos eso. Pero si deseas seguir como hasta ahora, entonces… -Enarqué una ceja, y de repente Valle giró hacia mí y me besó-. Entonces, un carajo. No te librarás de mí… -Reí con suavidad-. No, en serio: tú decides. Seguiré ayudándote, sea cual sea tu decisión, pero si optas por seguir tu camino, yo… te juro que no te molestaré nunca…
– Gracias -dije.
– ¿Me prometes que lo pensarás?
– Te lo prometo.
El teléfono fue creado para destrozar momentos así. Sonó el mío entre mi ropa dispersa por el suelo. Imaginé quién podía ser, y cogí el aparato con sensación de vergüenza.
Pero la voz aterrorizada que saltó a mi oído pidiendo ayuda no era la de Miguel.
– ¡No sé qué le pasa! -gimió Nely angustiada, esperándome en la puerta-. ¡Te lo juro! ¡Debería saberlo, pero no lo sé! ¡Lo siento!
– Tranquila, Nely, cariño. -Entré en la casa y fue como hacerlo en una tumba: toda oscuridad y silencio-. ¿Por qué no hay luces?
– ¡No quiere que las encienda! ¡Se pone hecha una fiera! ¡Desde que te fuiste está muy nerviosa, Diana…! -Me guió como una sombra por los pasillos oscuros-. ¡No sé de qué hablasteis, pero no ha vuelto a ser la misma…! No ha querido comer nada, y cuando iba a bañarla esta tarde, se negó… ¡Estoy tan asustada!
– ¿Has llamado a alguien?
– ¡No me deja! -sollozó Nely-. ¡Ni médicos ni a Padilla! ¡Solo repite: «Que venga Diana, llámala, quiero ver a Diana»…! ¡Al principio pensé que podía arreglármelas sola, pero son casi las once de la noche y sigue igual! Siento haberte molestado…
– Has hecho bien, bonita. -Pensé que Mario Valle no opinaría así: me había marchado apresuradamente de su casa y lo había dejado tenso, preocupado.
Nely abrió las puertas dobles que había al fondo del salón. Claudia se hallaba de pie al otro extremo del cuarto, tenuemente iluminada por el resplandor de las farolas que penetraba por la ventana abierta. Llevaba el mismo sencillo vestido turquesa y parecía tan pequeña y delgada que apenas destacaba entre los muebles. Cuando giró el rostro para mirarme percibí su palidez de cadáver.
– He estado… recordando, Jirafa… -dijo nada más verme-. Cosas.
– Cálmate, Cecé, ya estoy aquí… -Hice un gesto a Nely, que retrocedió-. ¿Puedo encender las luces, Cecé?
Ignoró mi pregunta.
– He visto al doctor Gens… Lo he visto, en mi celda. Yo miraba hacia arriba. No era fácil mirar hacia arriba: me dolían hasta los ojos… ¿Te han dolido alguna vez los ojos? No podía hablar, ni moverme, pero miraba y lo veía. A Renard nunca le vi la cara: llevaba una máscara…
– Cecé, escucha…
– Yo no podía hablar ni moverme. No le gustaba que me moviera. No necesitaba atarme: Renard era muy convincente. -Rió con voz ronca-. ¿Sabes lo que hizo una vez? Me empapó de gasolina y me obligó a sostener un fósforo ardiendo con los dientes, mientras él… Bueno, no «me golpeaba», tampoco «me hurgaba»… Todo eso, quizá. Y lo más interesante, como diría Gens, lo más de lo más, era que yo estaba deseando soltar esa cerilla. Deseaba arder como mierda en el campo. -Hizo una mueca, tembló. Ahora que me hallaba más cerca, advertí su locura, que era como un sudor que la empapara, la extrañeza de todo su ser, la lejanía desde la que hablaba como desde el fondo de un pozo-. Morirme mil veces… No, muchas más. ¿Cuántas veces has deseado morirte tú?
– Ya pasó todo, Cecé… -Me acerqué a ella despacio, tendiéndole los brazos.
– Pero no soltaba la cerilla. Prefería vivir como una mierda. El doctor Gens me hizo un gran regalo… Le costó mucho, pero lo consiguió. Al final vomité todo lo que era. Al fin lo supe. Qué era, quiero decir. Por qué quise ser cebo. Lo vomité. Tú no lo sabes, Jirafa: necesitas a Renard para que te haga vomitar… Pero yo sé lo que somos. Arcadas. Ni siquiera bilis. Náusea. Eso es lo que somos, los cebos.
– Sí, Cecé, somos eso… Ahora vas a dejar que te cuidemos, ¿vale? -Miré hacia la sombra encogida de Nely, junto a la puerta-. Nely, llama al departamento y…
– ¡He caído al foso! -cortó Claudia, chillando. Luego nos miró como asustada de su propio grito-. ¿Y sabes qué es, Diana…? Un espejo enorme. Pero lo más espantoso es que te miras en él y no ves nada…
– Nely -insistí con cuidado-, llama al departamento o deja que lo haga yo…
Al fin Nely se movió. Pero lo que hizo fue sujetarme el brazo.
– Ha sido una mala idea avisarte, ¡se está poniendo peor! -Empezó a tirar de mí-. ¡Vete, Diana! ¡Vete! ¡Me ocuparé de todo! -Yo no deseaba abandonar la habitación, pero me dejé llevar. El estado de Nely, de repente, me parecía casi peor que el de Claudia. Pasamos al salón y la cogí de los hombros.
– ¡Nely, cálmate! ¡Claudia está enferma y nos necesita! ¡Debemos ayudarla!
– ¡No puedo más! -Nely movía la cabeza de un lado a otro. Su manera violenta de sollozar la afeaba horriblemente-. ¡He pasado demasiado tiempo cuidándola, y ya no puedo…! ¡La quiero mucho, pero te juro que ya no puedo…!
La abracé y la dejé llorar en mi hombro. Entonces ambas lo oímos: repiqueteos en la otra habitación, cajones que se abren. Cruzamos las dobles puertas a tiempo de ver cómo Claudia arrojaba al suelo el bote de plástico cuyo contenido había volcado sobre su cabeza. Un olor fuerte y familiar se extendió como un espectro. Durante una fracción de segundo quedé desconcertada, pero de repente supe de dónde procedía aquel líquido. «La cortadora de césped con motor de…»
Al ver la pequeña luz en las manos de Claudia reviví, en un atroz déjà vu, la escena con el hijo del Espectador, dos días atrás. No recuerdo cuántas veces grité su nombre, o escuché a Nely gritarlo, mientras corríamos hacia ella.
Hasta que el estallido cegador en que se convirtió Claudia Cabildo nos detuvo.
28
A veces me ha parecido como si yo no tuviera nada por dentro. Como si fuese solo capas y capas de barro moldeadas como una mujer. Acostumbrada a fingir tantas emociones, a menudo me ha costado averiguar lo que de verdad sentía.
No me ocurrió así en el funeral de Claudia.
Claudia Cabildo no había sido mi amiga. Jamás hubiese ido con ella al cine o a una fiesta, nunca me acordaba de felicitarla en su cumpleaños. Pero era como un símbolo para mí: de nuestra lucha, nuestro sufrimiento, nuestra derrota. Y ahora, también, del engaño en que vivíamos, la terrible farsa en la que nos hacían actuar.
No estaba vacía, en este caso. Tenía cosas dentro: un dolor profundo, aunque no abrumador, que dejaba suficiente espacio para una furia contenida a duras penas. Todo mi cuerpo se hallaba tenso, las lágrimas me quemaban como surgidas de un volcán. Era como si me dispusiera a pelear de nuevo contra el Espectador.
Y mi ánimo solo empeoró ante el ritual que presencié.
El día previo había sido agotador. Después de que los bomberos y el personal sanitario salvaran lo que quedaba de la casa de la calle Teseo en Las Rozas -un cuerpo carbonizado y cuatro paredes ennegrecidas-, vino el extenuante interrogatorio de la policía. No sé cuántas veces conté cómo Claudia se inmolo a lo bonzo, quizá con escalofriante premeditación, tras hurtar el combustible sobrante de una vieja cortadora de césped. O cómo Nely y yo corrimos de un lado a otro intentando vanamente encontrar algo, lo que fuese, para apagar la bola de llamas que se tambaleaba entre aullidos quemándolo todo a su paso y, derrotadas ante lo inevitable, yo decidía sacar a la fuerza a Nely de la casa. Por suerte, Padilla llegó a la comisaría justo a tiempo de tomar el relevo, liberándome de mis responsabilidades como testigo. De regreso a mi apartamento desconecté el teléfono y me eché vestida sobre la cama. A partir de ese punto ya no recuerdo mucho más. Fue como si el lunes hubiera desaparecido de mi calendario.