Por la noche hallé fuerzas para revisar los mensajes, y había uno de Migueclass="underline" al día siguiente se celebraría una ceremonia en honor de la que había sido «una de las grandes». En privado, por supuesto, en el tanatorio de Las Columnas, carretera Norte. Estábamos invitados. Decidí acudir, en parte, para poder hablar a solas con Miguel si se presentaba la ocasión. Pero las cosas no salieron como esperaba.
El martes, último día de octubre, no llovía cuando llegué a Las Columnas, aunque las nubes se congregaban, grises, en la gran explanada del cielo. Decir que fue un funeral íntimo sería un eufemismo. Más bien fue clandestino. Cinco años de aberraciones y combates y otros cinco de locura se resumían en dos coches oficiales y una decena de personas: Padilla, Gonzalo Seseña, la subdirectora Olga Campos, los perfiladores Nacho Puentes y Ricardo Montemayor, algunos ex cebos, Miguel y yo. Cosa extraña, también la madre de Claudia, alta, enlutada, de pelo muy corto y gris, a quien yo nunca había visto. Me sorprendió que a Claudia le quedaran seres queridos, y quizá no le quedaban, porque el semblante de aquella mujer no se inmutó en los momentos en que lo volvía hacia mí desde la primera fila de la capilla. Pensé que había venido porque la etiqueta lo exigía, como Padilla y Seseña: cónsules mezclados con la plebe durante el último adiós al soldado.
La capilla era estúpidamente artística, y dentro se oían el estúpido Claro de luna y un estúpido coro infantil. Un cura joven, calvo, bajito como un niño, titubeó al ir a pronunciar el apellido de Claudia e hizo una pausa para leer el guión. El féretro había sido colocado sobre dos soportes que parecían sillas, y antes de la misa Nacho Puentes me había susurrado, para restar gravedad con una broma: «Falta de presupuesto». Pero no me reí. Fue como si de improviso me percatara de lo teatral que era todo.
O casi. Miguel me abrazó y me dedicó un sincero «te amo» en un par de ocasiones. Y hubo un momento de llanto estremecedor procedente de la pobre Nely, que llegó cuando la ceremonia ya había comenzado. Se había recogido el cabello y parecía haber envejecido veinte años. «Ahora también ella necesita que la cuiden», se me ocurrió al verla. El dolor de Nely, sin duda la única verdadera amiga que Claudia había tenido en toda su vida, me impresionó más de lo que esperaba. Tal vez porque la envidiaba. Yo deseaba, como ella, poder expresar lo que sentía ante aquellos políticos, cebos y perfiladores que fingían una pena circunspecta. Paradójicamente, solo Nely, única espectadora entre tanto actor, le daba voz a las emociones.
Nadie salió a hablar como en los funerales americanos. En España no teníamos esa costumbre. Además, no era fácil decir nada sobre Claudia. Su biografía carecía de grandes tragedias familiares, a diferencia de la mayoría de nosotros: padres oriundos de Valencia, separados, algún problema infantil de carácter, poco más. Gens la había elegido para formarla personalmente, eso era lo que importaba.
Y también, por lo que yo creía saber, la había destruido personalmente.
Pero mi furia no solo iba dirigida contra Gens, o contra unas autoridades encubridoras. Sobre todo, me odiaba a mí misma.
Aunque me costase admitirlo, había sido yo quien había resucitado la pesadilla de Claudia tras tres años de olvido. Y no me consolaba pensar que era preferible la verdad, porque la verdad apenas consistía en un miserable ataúd que albergaba los restos retorcidos, y pronto incinerados, de una muchacha traicionada por sus propios mentores («Oh, querida -hubiese dicho Nacho Puentes-: a ti sí que te ha quemado el trabajo»). La conciencia de culpa me resultaba insufrible.
Quizá a ello se debiera lo que después sucedió.
– Amén.
La breve ceremonia concluyó, el cura hizo mutis por un lateral y la primera fila empezó a vaciarse. Padilla, con abrigo y jersey de cuello vuelto negros, flanqueado por Olga Campos y un preparador cuyo nombre no recordaba, pasó junto a mí, me dedicó una mirada fugaz y suspiró.
– En fin, todo ha acabado ya -comentó con aire pesaroso.
Fue oírle decir eso, mientras el resto de asistentes, incluyendo a la señora que hacía el papel de madre, daban la espalda al féretro casi antes de que lo trasladaran fuera del recinto, lo que me hizo reaccionar.
Todo ha acabado ya.
Aparté el brazo de Miguel y me volví hacia Padilla, los ojos llorosos bajo los cristales negros de las gafas de sol que me había puesto.
– No, no todo ha acabado ya -dije, y la voz me temblaba-. No ha hecho más que empezar. -Padilla se paró en seco, aunque manifestó menos sorpresa de la que cabría esperar si hubiese sido inocente. Su rostro ovoide de cabeza rapada estaba pálido y parecía avejentado. Supuse que los remordimientos lo consumían como a Álvarez, y eso me dio energía para proseguir-. Voy a llegar hasta el fondo, Julio. Será lo último que haga antes de dejar este puto trabajo, pero te juro que a partir de ahora no vas a poder sentarte en tu puto despacho sin pensar en mí… Seré un grano en tu puto culo…
– No entiendo nada, perdón -repuso Padilla, parpadeando.
Por desgracia, nunca he sabido hacer las cosas bien cuando doy rienda suelta a mis verdaderas emociones. Casi siempre pierdo el control, como Coriolano, el orgulloso militar de la obra de Shakespeare. Tras aquel par de disparos certeros, comencé una absurda ráfaga:
– Aún no sé si lo de mi hermana tiene que ver con lo de Claudia… Creo que sí… Vamos, estoy segura… Conseguiré pruebas, te lo advierto…
– Diana, cielo… -decía Miguel a mi espalda.
Yo no alzaba la voz, y pese a todo empezábamos a tener público; tras asegurarse de que la madre de Claudia había salido ya, Seseña se había vuelto a mirarnos, y lo mismo hacían Olga, Nacho y Montemayor.
– Mejor vete a casa y descansa, Blanco -cortó Padilla-. Estás agotada.
– ¿Quieres que lo cuente yo? -Me había acercado tanto a él que mi jersey azul bajo la cazadora rozaba su abrigo-. ¿Les cuento a Seseña y Olga cómo cayó al foso Claudia, o ya lo saben? -Padilla movió la cabeza, como dando a entender que yo no era digna de una réplica, y se alejó perseguido por mi voz-. ¡Claudia ha muerto, pero yo no! ¿Me oyes? ¡Y aún no he caído al foso! Suéltame, por favor… -Rechacé la mano de Miguel, y de repente, al observar su expresión, me avergoncé-. Lo siento.
– Diana, quiero hablar contigo -dijo Miguel-, pero no aquí.
– Yo también quiero hablar contigo -repliqué con dureza-. Vámonos.
La capilla, ya vacía, me agobiaba con su denso olor a flores de coronas de muertos, pero afuera, el gris y frío día de otoño me despejó. Los coches oficiales se estaban marchando y el escaso público no tan oficial se dirigía, parsimonioso, hacia el aparcamiento. Ya no quedaba nadie en el interior del largo porche acristalado del tanatorio.
O apenas.
Lo reconocí de inmediato: una silueta oscura avanzando con paso renqueante hacia el fondo del porche. Pese a su lentitud, se hallaba lejos, por lo que deduje que había asistido a la ceremonia desde la entrada, como quien adquiere una butaca de última fila para poder abandonar antes que nadie la función.
«Y discretamente, ¿verdad? Oh sí, sobre todo discretamente.»
Tomé una decisión rápida: hablar con Miguel podía esperar, pero no sabía cuándo se me iba a presentar una oportunidad semejante. Lo besé, le aseguré que ese mismo día lo llamaría, ignoré sus aturdidas preguntas y corrí en pos de aquella sombra huidiza.
– ¡Señor Peoples! ¿Ya se va? Se perderá la fiesta. Padilla nos invita a todos a una copa para celebrar el éxito de la operación Renard…