– Fue por la máscara Yorick, ¿verdad? Su delirio personal, su asqueroso afán de descubrirla… Construyó en secreto ese túnel, inventó a un psico, o lo tomó prestado de los archivos, y encerró a Claudia haciéndole creer que trabajaba en una misión real. Ella intentó una y otra vez la máscara de la filia de Renard, pero no surtió efecto, y ahora sé por qué. Claudia misma me lo dijo, sin comprenderlo: Renard siempre tenía el rostro cubierto. Eran distintos hombres, ¿me equivoco? Cada día la torturaba un tipo con un psinoma diferente, y ella se esforzaba por engancharlos a todos con una sola máscara. Ese fue su método para hallar el Yorick, ¿verdad, doctor? Muy hábil.
Yo estaba segura de tener razón, pero Gens no iba a decírmelo. En aquel momento ni siquiera parecía escucharme: alzaba la cara con gesto orgulloso hacia el cielo de tormenta, o hacia lo alto de las columnas que nos rodeaban.
– El psinoma -dijo, como si aquella palabra explicara todo lo ocurrido-. El paso más importante que ha dado la Humanidad desde que adquirió conciencia de sí misma. No fuimos los primeros en sospechar su existencia, claro. Los antiguos cabalistas hablaban de algo intermedio entre el cuerpo y el espíritu, lo llamaban el zelem, que algunos identifican con el golem, una imagen hecha a semejanza nuestra, paradisíaca, portadora de placer. No de felicidad -recalcó-. De placer. Lo cual puede ocasionarnos felicidad o desdicha supremas. John Dee era cabalista, y aprovechó esos conocimientos para fundar su Círculo Gnóstico. Quizá Shakespeare fue educado por el Círculo desde niño y concibió obras que no eran sino rituales basados en lo que había aprendido. El psinoma… El hecho de que los gestos de un cuerpo o una voz nos lleven a la locura o el éxtasis. La razón de las creencias y las pasiones. La posibilidad de controlar a las masas con una sola persona… ¿Y vamos a entorpecer la exploración de este universo de carne y espíritu con obstáculos falsamente morales? -Volvió a dirigir hacia mí los huecos negros de sus gafas de sol, innecesarias en la gris soledad del día-. ¡Claro que Padilla y Álvarez lo aprobaron! ¡Y lo habrías aprobado tú, en su lugar! No podía hacerse de otra manera: vuestros ensayos eran muy duros, pero sabíais que eran ensayos. Con el Yorick resultaba imprescindible que el cebo creyera que la situación era real. Hubo sangre, sí, pero, como dice Coriolano, «curativa»… Claro que lo aprobaron… Y luego lo enterraron todo, hasta que al gilipollas de Álvarez se le ocurrió revelarlo…
– Al menos él tuvo la decencia de matarse.
No pareció oírme: su semblante se deformaba de rabia.
– ¿Sabes por qué intentaron enterrarlo todo luego? Yo te lo diré: porque fracasé. Si hubiese obtenido el Yorick, ahora estaría dirigiendo cebos en toda Europa. Pero, en cambio, ¿qué conseguí? Que Álvarez y Padilla decidieran mi «muerte» oficial, que el gobierno español casi desinfectara los lugares por los que pasé y, ahora… he conseguido tu odio. Porque fracasé. O mejor dicho, porque Claudia fracasó.
Esa vez sí. Esa vez lo hice.
Un segundo después me miré la mano, como si me costara creer que había abofeteado a un viejo. Las gafas de Gens habían caído al suelo sin hacer ruido, y este apoyó el bastón en la columna y se dedicó a buscarlas en silencio, quizá exagerando su temblor para acrecentar mi culpa. Pero no era culpa lo que yo sentía, y ya ni siquiera repulsión: solo una inmensa, inagotable tristeza.
– Siempre me he preguntado por qué acepté convertirme en cebo -dije viéndole tantear como un ciego en el césped-. Ahora lo sé: quería serlo para librar al mundo de seres como usted.
No volvimos a hablar hasta que Gens no tuvo las gafas en su sitio, el sombrero ajustado como deseaba y el bastón de nuevo en la mano enguantada. Luego se frotó la mejilla que la huella de mis dedos empezaba a tornar rojiza, y me di cuenta de que aquel era el único rubor que alguien como Gens podía permitirse. Para entonces, las primeras gotas de lluvia habían comenzado a caer junto con mis lágrimas.
– ¿Por qué Claudia? -sollocé-. Ella lo amaba a usted, lo adoraba… ¿Por qué tuvo que ser ella? Dios mío, Gens… ¿por qué ella?
– Por esa misma razón. Porque me amaba, y sabía que no se rendiría. Claudia era como parte de mí. Estaba completamente entregada. Ella me daría el Yorick…
– Y a cambio, usted la traicionó… y la destruyó.
– No fue conmigo con quien se roció un bidón de gasolina -susurró, devolviéndome la bofetada a su manera. Me gustó aquella crueldad: detuvo mi llanto. Y quizá fue percatarse de su desventaja lo que le hizo cambiar de tono y aparentar compasión-. Pero no me he llevado a Vera, si eso es lo que crees… Los experimentos clandestinos finalizaron tras el montaje fracasado de Renard. Yo estoy fuera de juego desde hace años…
– Una mierda: tiene guardaespaldas que conocen técnicas de cebos. ¿Por qué? No me parece que eso sea estar fuera de juego…
– Piensa lo que quieras. En lo que a mí respecta, te repito, no he vuelto a hacer ensayos, ni prohibidos ni oficiales. -Las gotas de lluvia, cada vez más numerosas, rebotaban en su sombrero-. Y ahora, si has terminado de pegarme, debo regresar a casa; esta lluvia es perjudicial para mi psinoma… -Inició la marcha con paso vacilante, pero aún dijo algo más, como tenía por costumbre, sin volverse-: Es a Padilla a quien debes preguntar… Si hay algo oculto, solo lo sabe él.
Sin embargo, mientras lo veía alejarse, tuve la sensación de que mentía.
29
Julio Padilla se hallaba inquieto.
No era un temor racional ante una amenaza concreta, sino la vaga ansiedad de quien espera un acontecimiento aún indefinido pero desagradable.
Ignoraba la causa de aquella sensación, aunque admitía que habían surgido problemas. No necesitaba tener el título de psicólogo criminalista colgado de la pared de su despacho para comprender que los suicidios de Álvarez y Claudia habían devuelto a la superficie la basura hundida, y, para colmo, Diana Blanco estaba escarbando en ella.
Sin embargo, no atribuía su malestar a eso. Aquellos problemas eran conocidos, y susceptibles de ser controlados. No llegas a convertirte en jefe de un departamento como Psicología Criminal permitiendo que los obstáculos te abrumen.
Quizá era aquel clima de tormenta, o el deprimente funeral al que acababa de asistir, todo ello mezclado con un fuerte dolor de cabeza y varias noches de sueño intranquilo. Nada que no pudiese arreglar un buen descanso, decidió.
Mientras lo pensaba, sintió la mano de Olga Campos en su rodilla, e inconscientemente miró hacia el chófer que los trasladaba desde el tanatorio al teatro de Los Guardeses, pero los ojos del conductor seguían fijos en el tráfico. Se volvió hacia Olga y contempló sus labios gruesos y sensuales.
Le encantaba Olga, había sido un cebo muy notable y era una estupenda colaboradora y, a ratos, una amante excepcional. Por un tiempo la relación entre ambos se había deteriorado, ya que Padilla estaba casado y no albergaba la más mínima intención de abandonar a su mujer, pero, tras varias rupturas y reconciliaciones, mantenían ahora una distancia cordial y trataban de respetarse mutuamente. Olga era muy lista, además de mucho más joven y ambiciosa, y Padilla sabía que ella lo utilizaba para medrar, de igual forma que él la utilizaba a ella cuando la visitaba en su apartamento. Estaban empatados, suponía, y mientras todo siguiera así, a él no le importaría.
– ¿Cómo estás? -preguntó Olga.
– Bien -mintió-. Sobreviviendo.
– Siento lo ocurrido. -Ella continuaba acariciando su rodilla-. Pero no debiste invitar a Diana al funeral.
– No fui yo quien lo hizo, fue Seseña.
– En todo caso, no ha contado nada que Seseña no supiera ya.
Padilla asintió.
– Diana está pirada desde que capturó -añadió Olga a modo de explicación-. Y la desaparición de su hermana no ayuda a calmarla. Quizá incluso haya caído al foso. Habría que vigilarla de cerca. ¿Quieres que lo hagamos?