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Aquel tono de voz no le pasó desapercibido a Padilla. Sabía que la ex cebo lo complacía sutilmente con preguntas retóricas, que agradaban tanto a su filia de Petición. Apretó la mano de la joven, pero lo que hizo fue apartarla con delicadeza de su rodilla.

– Muy bien. Oye, Olga, reina…

– Dime.

– Estoy cansado. Creo que tengo gripe. ¿Te ocuparías tú del resto de cosas por hoy y me dejarías cerrar la tienda e irme a casa?

– Claro. Por supuesto.

– Gracias, guapa. Nos vemos mañana.

– Mañana yo también cierro la tienda, Julio, es fiesta. -Olga no rió, pero se preparó para hacerlo: boca abierta, dentadura mostrada, semblante alegre-. ¿Lo olvidaste?

– Ay, coño. Primero de noviembre, sí. Tiene gracia.

– ¿Qué es lo que tiene gracia?

Decidió no responder, porque en realidad no creía que nada de lo que pensaba tuviera demasiada gracia. Al llegar a Los Guardeses recogió sus documentos y su notebook, los guardó en el maletín y se marchó a casa en su propio coche. Durante el trayecto distinguió calabazas maléficas y gnomos bajo setas anunciando festejos de Halloween. Claro está: era esa noche. La fiesta de las máscaras. Treinta y uno de octubre, por supuesto. «En un día como este, hace tres años, comenzó el experimento Renard -pensó-. Casualidades de la jodida vida.»

Poco antes de llegar a su domicilio en Arturo Soria, la lluvia se intensificó. Los limpiaparabrisas batían como desesperados y el coche pasó a formar parte del denso embotellamiento de víspera de festivo en Madrid. En circunstancias normales, Padilla habría blasfemado y hecho sonar el claxon, pero en aquel momento los pensamientos -y la maldita ansiedad- lo distraían.

«Tendríamos que haber demolido esa granja hasta los cimientos… Pero todos creíamos que podía ser utilizada de nuevo… ¡Qué absurdo, joder!»

Le parecía inconcebible que el idiota de Álvarez hubiese querido destapar la caja de Pandora con su suicidio. ¿Por qué ahorcarse en el túnel? Por remordimientos, había dicho en su nota de despedida. ¿Y por qué sentir remordimientos tres años después? Gens había sido el único responsable de aquella prueba, y lo que era peor: no había tenido éxito al final. En cuanto a Claudia Cabildo, era un cebo, ¿no? Los cebos estaban para ser probados y usados. ¿Remordimientos? «¡Siéntelos por las víctimas, joder, por todos los inocentes que sufren!» Los ojos se le humedecieron y comprendió que, debido a alguna extraña asociación de ideas, estaba pensando en su hija Carolina. «Por todos los inocentes cuyas vidas han sido truncadas para siempre, qué coño, siéntelos por…»

En ese instante se dio cuenta de que ya había llegado a Arturo Soria y pasado de largo por su casa.

Esta vez sí soltó una maldición en voz alta. Al girar el volante en una rotonda para cambiar de sentido notó las manos sudorosas. Era muy posible que, después de todo, realmente estuviera incubando una maldita gripe.

Su chalet era de los últimos construidos tras la renovación de la antigua avenida y poseía los más avanzados sistemas de seguridad y un inconfundible aire a típica casa de barrio residencial, con una parcela de jardín, garaje y hasta un perro. Padilla pulsó los códigos del mando a distancia, abrió la puerta del garaje e introdujo el coche, dejando atrás el cuantioso ruido de la lluvia. Se alegró al ver que la Honda de su hijo Alvaro estaba aparcada dentro, lo cual significaba que había llegado temprano. Entonces cayó en la cuenta de que Alvaro tenía una fiesta esa noche, y lo más probable era que se hubiese marchado antes de la facultad. Recordar la fiesta le deprimió: ello significaba que su hijo saldría de nuevo con la moto y regresaría de madrugada tras haber ingerido alcohol. Por mucho que supiera que Alvaro era precavido no le agradaba demasiado el plan. Además, había cierto espinoso tema en relación con esa fiesta, por lo que se preparó para la batalla nada más entrar en casa.

Alvaro, un chaval de dieciocho años alto y apuesto, estaba en el salón rastreando vídeos musicales en el ordenador de la televisión para descargarlos en su portátil, sin duda con el fin de llevarlos esa noche. Se hallaba de rodillas y de espaldas a la entrada, y sus largas piernas sobresalían de las bermudas. El sonido de los vídeos atronaba.

– Baja eso, Alvaro -gritó Padilla.

– Has llegado pronto, papá. -Su hijo apenas volvió la cabeza mientras obedecía.

– Me he tomado el día libre. ¿Y mamá?

– No ha llegado. -Esta vez Alvaro sí lo miró, sonriendo-. Es pronto.

– Ya.

Rebeca, su mujer, era abogada y trabajaba en un bufete. Padilla la había conocido en la Facultad de Derecho, donde él mismo había estado varios cursos. A veces Alvaro se burlaba de él diciendo que había estudiado «todo lo que después no había hecho»: leyes y dirección de empresas, entre otras cosas. En parte la ironía era cierta, porque su puesto al frente del departamento de Psicología Criminal no implicaba la posesión de ninguno de esos conocimientos, y en realidad había realizado estudios de psicología después de ser nombrado para el cargo. Pero el demonio entendía qué se necesitaba para dirigir un departamento así, y al final, suponía, le había tocado a él.

Se quitó el abrigo, lo colgó en el armario del recibidor y aprovechó para asegurarse de que todos los sistemas de vigilancia, que incluían visores de conducta, estuvieran encendidos. Lo hacía por costumbre, pero en esa ocasión los revisó con especial esmero. Seguía inquieto. Desde el vestíbulo le llegaba el sonido de la lluvia derramada sobre el porche como el de una ducha en el interior de un baño.

– ¿Vas a salir esta noche, Alvaro?

Su hijo se volvió de nuevo y lo miró como si estuviera loco.

– Hoy es Halloween, papá. Tengo la fiesta. ¿Te pasa algo?

– No, nada. ¿Qué has decidido por fin con lo de tu hermana?

Alvaro resopló, pero al menos Padilla consiguió que dejara de preguntarle si le ocurría algo.

– Papá, he quedado con Michelle en Plaza de Castilla a las diez, ¿vale? Voy a ir en moto. Ya te lo dije, no puedo llevar a Carola.

– Puedes -cortó Padilla con peor humor del que habría deseado-. Cogerás el coche de tu madre, la llevarás a las nueve y regresarás a tiempo para tu maldita moto y tu Michelle… Luego la recogeré yo. Tu hermana tiene derecho a divertirse.

– ¡Perfecto, pues llevadla vosotros!

– No quiero discutir, Alvaro. -Y en verdad no quería, pero oyó a su hijo replicar:

– ¡La semana pasada dijiste que intentarías llevarla tú!

Lo había olvidado. Ese golpe bajo a su memoria le hizo enrojecer, y se vio reflejado en el espejo del recibidor, toda la cabeza ovoide y rapada en color rosado. Él no era así. ¿Qué le ocurría? Era la inquietud, sin duda. Pero ¿por qué?

Decidió postergar la discusión y se encaminó a su dormitorio para acabar de desnudarse, pero entonces vio a la criada salir del cuarto de Carolina y cayó en la cuenta de que su hija también habría vuelto del colegio y estaría en casa.

Padilla dejó pasar a la chica y entró en la habitación de su hija como en busca de oxígeno. El cuarto era luminoso y radiante, con paredes pintadas de azul turquesa y verde claro. Carolina estaba sentada en su silla de ruedas eléctrica frente al caballete, deslizando un fino pincel que olía a acuarela, como el resto del aire. A Padilla se le alegró el corazón mientras la contemplaba con el orgullo de siempre: el pelo largo y lacio del color rubio de Rebeca, los ojos azules y el rostro redondo heredados de él, vestida con aquella camiseta naranja y la malla negra de gimnasia de rehabilitación. Un observador imparcial juzgaría que no era la adolescente de catorce años más bella del mundo, pero Padilla pensaba que la belleza era también cuestión de conocer el alma. Y Carolina, por dentro y por fuera, era lo más bello que él había visto jamás.