– Hola, papi, has venido temprano.
– Hola, corazón. -Quizá era su estado de nervios, pero instantes después se percató de que había exagerado el saludo: la había envuelto entre sus grandes brazos y la había besado en la cabeza, impidiéndole seguir pintando.
– ¿Qué pasa? -dijo Carolina de inmediato, sin perder la sonrisa pero con semblante de duda-. ¿Te ha pasado algo en el trabajo?
– No, nada. Es que me alegro mucho de verte.
Nunca hablaba de su trabajo. Ni siquiera Rebeca lo sabía todo, tan solo que dirigía una unidad especializada en trazar perfiles psicológicos de los criminales. El mundo de los cebos era un compartimiento estanco que guardaba siempre fuera de su hogar.
«No, nada, no me pasa nada -pensó mientras abrazaba a su hija-. Hoy hemos enterrado a un cebo, y eso te pone nervioso. Pero ya no tiene remedio.» Aceptar que Víctor Gens hiciera lo que hizo con Claudia Cabildo había sido un error, sí, pero ¿y qué? Álvarez también lo había permitido, aunque fingió lavarse las manos. Y si el muy gilipollas hubiese escogido otro sitio para ahorcarse, el tema no estaría ahora de nuevo sobre la mesa de Seseña. Sin embargo, tampoco había ningún problema con eso. Olga tenía razón, el gobierno actual conocía, y admitía, lo ocurrido con Claudia. Lo único que deseaban era echar tierra sobre el asunto. En cuanto a Diana, se ocuparían de ella, le taparían la boca con dinero, como siempre, o la presionarían a través de Miguel Laredo. A nadie le interesaba resucitar cosas muertas, nunca mejor dicho en aquel caso.
«Cálmate. Todo está bien. Hay asuntos por resolver, tan solo…»
– A mí también me alegra verte, papá -dijo Carolina, siempre animosa-. ¿Qué te parece? -Señaló el lienzo y Padilla la liberó del abrazo, pero siguió inclinado sobre su hombro para besarle la fresca mejilla al tiempo que miraba la pintura.
– Es genial -admitió-. Pero el ángel está muy serio.
– Es que es un ángel. No sonríe ni llora. Lo voy a titular «Resurrección».
– Te ha quedado precioso, reina.
Padilla observaba pensativo la figura de camisón blanco, con alas y brazos extendidos, flotando sobre el mar. Le dolía comprobar que Carolina siempre dibujaba recintos con agua en sus pinturas: un mar, un lago… Era como si intentara asumir el recuerdo de su accidente, cuando, con seis años de edad, una estúpida caída sobre el borde de la piscina de su anterior colegio le había seccionado la médula espinal. Fue por entonces que Padilla asumió el cargo de director del departamento de Psicología Criminal y se sintió con la energía y frialdad suficientes para enviar a una chica, a veces de la edad de su hija, a ser inmolada para cazar a un monstruo. Los cebos eran cebos, y trabajaban precisamente para que otras chicas y chicos pudiesen vivir tranquilos, qué carajo. Tal era su convicción, y él creía que así había pensado siempre, y que el accidente de su hija no había influido en eso.
Siguió mirando el cuadro. «Resurrección», pensó.
Carolina le estaba diciendo algo.
– … en poner a Thaisa, pero al final he decidido dejarlo así…
– ¿A quién?
Ella resopló, medio en broma.
– Papá, te odio cuando no me escuchas.
– Lo siento.
– Te decía que quería poner a Thaisa en brazos del ángel, pero al final no la he puesto. ¿Sabes quién es? Thaisa, la mujer del príncipe ese del libro que me diste…
Lo recordó por fin. Le había regalado a Carolina una versión en cuento de varias obras de Shakespeare, entre ellas Perieles. Era una de sus últimas piezas, y en ella había aventuras, magia y amor. Gens hallaba en aquella obra las claves de la propia filia de Padilla, la de Petición, en la impresionante escena del reencuentro entre el protagonista y su hija. Pero Padilla jamás le habría contado a Carolina esto último.
– Te ha quedado muy bien así -dijo intentando disimular el malestar que le había producido recordar a aquel viejo tramposo-. No es preciso que añadas nada más…
– Papá, sé lo que te pasa.
La seriedad de su hija le hizo volver a mirarla. En el jardín, Pirata, el golden retriever de la familia, ladraba a los transeúntes en medio de la lluvia.
– Es por mi fiesta de esta tarde, ¿verdad? Os he oído discutir a Alvaro y a ti, y de verdad, no quiero que me lleve, no quiero que se enfade por mí…
Padilla iba a decir algo cuando sonó el teléfono fuera de la habitación. Oyó la voz de Alvaro: «¡El teléfono, papá!». Besó de nuevo a su hija y se dirigió a la puerta.
– Ya hablaremos -dijo mientras se alejaba-, pero vas a ir a esa fiesta de tus compañeros de clase, Carola, te lleve quien te lleve. Sé que te lo pasarás bien.
Su hija lo aceptó. A diferencia de Alvaro, ella nunca discutía. Quizá porque, como decía su hermano, «siempre conseguía sus propósitos». Con ese alegre pensamiento en la cabeza, y sintiéndose mejor, Padilla se dirigió al dormitorio, donde estaba el teléfono más cercano. «Número desconocido», leyó en el visor.
– Sí -dijo al auricular.
Tras un instante de perplejidad, volvió a colgar. No había oído nada. Sin duda, se había tratado de una llamada a un número equivocado.
Se levantó y, desde el dormitorio, accedió a su despacho.
«No pasa nada. Es que quedan cosas por hacer…» Encendió el ordenador del escritorio y abrió el correo electrónico. Envió un archivo a una dirección concreta y lo cerró. Regresó al dormitorio silbando una cancioncilla y recordó que había olvidado el maletín del trabajo dentro del coche. Pero disponía de tiempo para ir a por él. Mucho tiempo. Antes debía disfrutar. Se inclinó hacia el visor del teléfono.
– Teléfonos -dijo-. Desconectar.
Observó divertido cómo las luces de todos los canales del teléfono se apagaban una a una. Luego pasó al salón, donde Alvaro seguía grabando vídeos que sonaban en toda la casa, y desconectó los sensores de vigilancia. Titubeó mirando a su hijo, pero pensó: «No: todavía no. Lo primero es lo primero…».
Entró en la cocina. Amelia, la chica de servicio, entornaba los ojos manipulando la pantalla táctil del microondas. Padilla se agachó tras ella, tiró de un cajón, lo abrió y sacó un objeto alargado. Se giró hacia la chica.
«Lo primero antes que lo segundo…»
Dejó a Amelia en el suelo sobre un charco rojizo que empapó sus zapatos y las perneras de su pantalón y regresó al salón por la otra puerta. Su hijo seguía de espaldas, concentrado en el aparato de música. Padilla se acercó a él con pasos suaves pero decididos, sosteniendo el cuchillo de carne goteante.
Carolina Padilla retocaba el cuadro cuando un ruido, como de algo que se hiciera pedazos en algún lugar de la casa, la sobresaltó.
– ¿Qué ha pasado? -exclamó.
Nadie respondió. Quizá no la habían oído, porque la puerta de su cuarto estaba cerrada y los vídeos que grababa su hermano seguían sonando en el salón. Afuera, Pirata ladraba más que nunca y la lluvia no había cesado.
Dedujo que la tragedia no había sido grave. «Amelia habrá hecho de las suyas: otro adorno a la basura», pensó sonriendo, y retornó al cuadro. Pero decidió que estaba cansada de pintar, dejó el pincel en el pequeño recipiente de agua donde tenía los otros y se secó las manos. Era muy cuidadosa y limpia, le gustaba recoger sus cosas y tenía su habitación inmaculada. Años atrás, criticado por sus padres debido a su propio desorden, su hermano se había burlado: «Carola no desordena porque no se mueve». Hubo un enfado mayúsculo, gritos, y hasta llanto de mamá. Pero a ella no le afectó aquella frase cruel. Quería mucho a Alvaro y sabía que el sentimiento era recíproco. «Es solo que es un chico -pensaba-. Los chicos son así de tontos.» Desde luego, no iba a ser ella quien le aguara la fiesta esa noche a él.
Echó un vistazo a la hora y supo que Amelia iba a llamar a su puerta de un momento a otro para decirle que la comida ya estaba servida. A ella siempre la avisaban, a su hermano nunca. Carolina no soportaba que sus padres la trataran de forma «especial». A veces pensaba que cuidaban más a su invalidez que a ella: dedicaban tiempo y dinero a procurarle cuantiosos ejercicios de rehabilitación o molestas e inútiles terapias con las llamadas «células madre». ¿Por qué no la aceptaban tal como era? Eso la incordiaba, pero también el no saber cómo expresar aquel sentimiento sin ofenderlos.