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De nuevo, el cañón contra mi sien. Y su voz pegada a mi oído. Al tiempo que hablaba, me aferró la cara sobre la toalla, sin tocarme directamente.

– Sé lo que eres capaz de hacer, Diana. Y tú sabes que lo sé. Ambos somos profesionales. Puedes engancharme con máscaras rápidas, pero te advierto que tendrás que ser muy rápida. Si lo intentas y no lo logras del todo, no podrás evitar que dispare. Créeme, esta toalla es más para protegerte a ti que a mí. ¿Entendido? Contesta sí o no.

Murmuré un «sí» rápido y neutro. Claro que entendía: la filia de Miguel era de Negociación, y su punto débil la relación entre cebo y presa. La máscara exigía que mi cuerpo, y sobre todo mi rostro, fuesen visibles, de modo que la toalla era una medida preventiva por si pretendía engancharlo. Eso me hizo pensar que todo aquello iba muy en serio. Estaba asustada.

Sus dedos me soltaron, pero la pistola no se apartó de mi cabeza. Me quedé quieta respirando mi propio aliento. No podía ver nada frente a mí, solo el resplandor de la luz de la mesilla filtrándose a través del tejido. Si miraba hacia abajo veía mis senos jadeantes y el inicio de los muslos separados. Mantenía los brazos a cierta altura, como me había ordenado. La mano vendada me dolía.

De repente volví a oírle.

– Ahora dime: ¿qué hiciste hoy después del funeral?

– Vi a Víctor Gens en el tanatorio y estuve hablando con él… Ya sabes… Luego vine a casa. Te llamé varias veces, pero no respondías. Luego me llamaste tú…

– ¿Te quedaste aquí todo el tiempo?

– Sí.

– ¿Puedes probarlo?

– ¿Probarlo? -jadeé-. No… No lo sé… Estuve sola… ¿Qué sucede, Miguel…?

Hubo un silencio. Fue tan largo que pensé que Miguel se había marchado. Entonces escuché de nuevo su voz, átona, como si estuviera rezando:

– Padilla ha muerto. Este mediodía, después de regresar del funeral, en su casa. Cogió un cuchillo de cocina, degolló a la criada y a su hijo mayor, y violó a su hija paralítica de catorce años antes de matarla también. Luego se extirpó los ojos y acabó cortándose el cuello. Su mujer no estaba en casa, eso la salvó de participar en la juerga.

Imaginar la atroz escena me erizó la piel.

– ¿Se… se volvió loco…? -murmuré.

– Lo volvieron.

– ¿Qué?

– Estoy seguro de que sabes lo que quiero decir -repuso.

Todo el calor de la ducha reciente se había evaporado de mi cuerpo. Sentía como si alguien hubiese abierto la puerta de un congelador a mi espalda.

– Por supuesto, el análisis informático tardará días -agregó Miguel-, pero los estudios in situ no dejan lugar a dudas: fue poseído. Y ya habíamos recibido el resultado del análisis cuántico del supuesto «suicidio» de Álvarez, el propio Padilla nos lo envió hoy. Adivínalo: los microespacios de la expresión facial, de la forma de dejar los objetos y la ropa en el suelo, del nudo de la cuerda…

Sabía lo que implicaba todo aquello. Intenté hablar con calma.

– Miguel, yo no les hice nada.

– Tú encontraste el cadáver de Álvarez en la granja, Diana. -Me cortó-. Y no tengo que recordarte las amenazas que dirigiste a Padilla esta mañana en el tanatorio. Si hay entre nosotros un cebo capaz de poseer con esa fuerza, eres tú…

– Pero ¿por qué yo? ¡Es absurdo!

– Desde luego, no fue una máscara común -prosiguió-, y ni siquiera poco común… Aún no sabemos cómo lo has hecho, pero también empleaste una técnica revolucionaria con el Espectador, ¿no?

– ¡Nada de lo que estás diciendo prueba nada!

– Quítate la toalla de la cabeza -dijo de repente-. Solo de la cabeza, despacio.

Me asusté ante la orden inesperada. ¿Qué pretendía? Levanté los bordes de la toalla con temblorosa lentitud y la dejé colgando del cuello. La luz de la mesilla me daba en la cara, haciéndome parpadear, pero ello no impidió que me fijara en lo que había sobre la cama, y que Miguel me señalaba. Sentí náuseas de terror puro.

– Estaba en tu armario -dijo.

Era una vieja muñeca, sucia, sin ropa, pelo ni ojos. Le faltaban también los brazos. Alrededor de su cuello estaba atada una pequeña cuerda. Desperdigados por el suelo, parte de mi ropa, bisutería y zapatos. Miguel se hallaba de pie junto a la silla de enea de mis padres, apuntándome. Su rostro era una confusa mezcla de temor y tensión.

– No me mires -ordenó entre dientes.

– ¿Qué es todo esto? -dije desviando la vista.

– Junto al cadáver de Álvarez había tres muñecas colgadas, ¿recuerdas? Y después de masacrar a su familia, Padilla colgó otra muñeca semejante del techo de su casa. -Pronunciaba cada palabra con una dureza inaudita mientras dirigía hacia mí el cañón de la pistola-. Esta la acabo de encontrar en el fondo de tu armario, Diana… ¿Para quién la tenías reservada? ¿Quién iba a ser tu tercera víctima?

De repente percibí que algunos fragmentos de aquella pesadilla encajaban entre sí. Aún me faltaban las piezas importantes, pero podía vislumbrar el principio.

Comprendí que no habíamos cenado juntos, ni dicho frases de amor, ni gozado en la cama: solo habíamos representado su teatro. Como el personaje de Iachimo en esa escena de Cimbelino en que, tras salir de un baúl en el cuarto donde Imogen yace dormida, intenta obtener falsas pruebas de que se ha acostado con ella, así Miguel había estado engatusándome durante el restaurante y el sexo con gestos de mi propia filia, la de Labor, cuidadosamente elaborados, con el fin de poder acceder a mi casa y registrarla. Decía Gens que aquella escena de uno de los últimos romances de Shakespeare era un símbolo de la Negociación, como lo son la decapitación de un personaje vestido con las ropas de otro o el travestismo de Imogen. Pero, para mí, la escena del baúl podía servir como metáfora de la confianza traicionada.

En este caso, sin embargo, la traición era doble. Intenté explicárselo.

– Me han tendido una trampa -dije con toda la calma que pude, sin mirarlo y sin moverme, para demostrarle que no pretendía atacar.

– Una trampa… -repitió.

– Esa muñeca no es mía, alguien la ha puesto ahí para culparme.

Oí cómo chasqueaba la lengua. Al hablar, parecía apesadumbrado.

– Diana, cuando encontré la muñeca revisé los códigos de acceso de tu apartamento: solo tú has entrado aquí desde hace meses… Por favor, escúchame. No hagas esto más difícil de lo que ya es. Me he pasado toda la tarde, desde que la policía halló el cadáver de Padilla, intentando convencer a Olga de que no te arrestara, de que me dejara buscar una prueba concreta… Ni siquiera podemos fiarnos de lo que tú misma crees, ¿no comprendes? -Su voz expresaba ahora un dolor tan intenso que me estremecí-. Si has caído al foso, no eres responsable de lo que haces…

Eso pensaban, por tanto: que la desaparición de Vera, mi esfuerzo con el Espectador o el hecho de conocer lo ocurrido en el caso Renard me habían enloquecido, lo que llamábamos en la jerga «caer al foso». Desde luego, las muertes de Álvarez y Padilla, con el horrendo y sarcástico detalle de las muñecas ahorcadas al estilo del inexistente Renard, parecían la obra de una mente enferma. Pero ¿quién podía estar detrás de todo eso? Por un instante, al ver la muñeca sobre mi cama y oír las palabras de Miguel, me acometió el vértigo: ¿acaso sería cierto que había sido yo misma, sin saberlo?

– Ahora voy a hacer una llamada. Vuelve a cubrirte la cabeza con la toalla, por favor. -De reojo observé que se disponía a utilizar un móvil de pulsera inserto en un adorno púrpura en su muñeca izquierda. Yo ya lo había visto durante la cena.

Supe algo con absoluta claridad: si Miguel hacía esa llamada, si avisaba a Olga o a la policía, ya no habría ninguna posibilidad para mí. Los cebos acusados de crímenes desaparecían del mapa. Éramos demasiado peligrosos para ser enviados a una cárcel común. Se celebraría un juicio, sin duda, pero no antes de que se tomasen todas las medidas precisas para dejarme inútil e indefensa. El hábeas corpus no es aplicable si la acusada es una bomba con el temporizador estropeado.