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– Miguel, por favor, espera…

– Haz lo que te digo.

Intenté pensar deprisa, y de repente di con una posibilidad.

– Víctor Gens -dije.

– Diana, cúbrete la cabeza -insistió, aunque vi que mis palabras lo detenían.

– Miguel, escucha, puede ser Gens… -De repente la idea me parecía muy obvia-. ¡Sigue usando cebos, hoy lo he comprobado! ¡Es posible que todo esto sea un montaje suyo, otra especie de experimento…! ¡Tiene que ser Gens! ¡Por favor, envía a alguien a su casa! ¡Sé dónde vive!

Lo que oí entonces sonó en mi interior como un plato roto.

– Ya han estado en su casa, Diana. Esta tarde, cuando Padilla murió, el departamento buscó a Gens. Pero no lo encontraron. Había hecho un equipaje apresurado y llamó a su chófer y su criada para decirles que se marchaba una temporada. No dijo adónde. Siguen buscándolo.

– ¡Eso demuestra que tiene algo que ocultar!

– O miedo de acabar como Padilla y Álvarez -replicó Miguel con sensatez-. En todo caso, lo encontrarán, Diana, descuida. Y ahora, te lo digo por última vez: cúbrete la cabeza. No me obligues a usar esto, por favor. No contigo -añadió.

Sentí como si aquella toalla fuese un telón final, definitivo. Cuando volviera a caer sobre mí, todo acabaría. Pero también advertí que, de no obedecer, Miguel iba a dispararme. O puede que me disparase aunque yo jugara limpio. Me hallaba desnuda, arrodillada, con la cabeza descubierta: cualquier mínimo gesto por mi parte, una mirada, un temblor en los labios, un simple cambio de postura, podían ser interpretados equívocamente. ¿Qué importaba que yo dijese la verdad? Una hora antes Miguel me había dicho que me amaba, lo cual quizá era cierto, y al mismo tiempo estaba interpretando un papel. La verdad, entre cebos, solo es un texto más en el gran teatro del mundo.

Me fijé en la pistola. Era de esas desmontables, como hechas con piezas de Lego, de las que puedes ocultar desarmada en el bolsillo del pantalón. Miguel habría sacado las piezas mientras yo estaba en el baño y la habría preparado en cinco segundos. Disponía de silenciador. Un disparo en el brazo o la pierna me dejaría inútil en mucho menos tiempo del que yo tardaría en enloquecerlo de placer. Tenía el dedo en el gatillo y estaba comprensiblemente nervioso. Sabía que la usaría.

Consideré la posibilidad de engañarlo, de hacer una máscara pese a todo, pero me encontré incapaz de atacar a Miguel. Prefería cualquier cosa antes que eso.

Empecé a alzar la toalla.

Simétricamente, Miguel alzaba el brazo con la pulsera para efectuar la llamada.

De súbito recordé algo. La pulsera.

– Espera -susurré-. Tiene una pulsera clínica.

– ¿Cómo dices?

– Víctor Gens. Lleva una pulsera de chequeo médico on-line. -Yo no lo miraba, pero, a juzgar por su silencio, comprendí que eso no lo sabían.

– ¿Activa? -preguntó tras una pausa.

– Por lo que sé, sí. Pero aunque la hubiese desactivado, serviría si aún la lleva.

Las nuevas pulseras clínicas contenían todos los parámetros biológicos importantes del paciente: eran como su huella dactilar, con la ventaja de que podía ser detectada a distancia. Estuviera donde estuviese, si Gens la llevaba encima sería tan visible para los ordenadores como un huracán para un satélite.

Miguel bajó la mano del comunicador, pero siguió apuntándome.

– Diana, ¿cómo puedo confiar en ti?

– Solo te pido que encuentres a Gens primero… Puedes llamar a Olga y decirle que yo te acabo de dar ese dato… Miguel, sé que Gens tiene la clave de todo… Haz eso tan solo, te lo suplico… Luego denúnciame si quieres.

Hubo una pausa. Me cubrí la cabeza y me encorvé en el suelo, esperando. Ya no podía intentar otra cosa: a partir de ese momento todo quedaba en manos de Miguel.

– Haremos algo -dijo al fin-: llamaré a Olga y le diré lo de Gens. Si lleva la pulsera, daremos con él de inmediato. Pero también le contaré lo que acabo de encontrar en tu casa, Diana. El hecho de que Gens se haya marchado no significa que seas inocente.

Era el típico sentido de la justicia de Miguel. Acepté aquellas condiciones, no me quedaba otro remedio. Me ordenó que no me moviese mientras llamaba.

En ese instante un sonido familiar nos interrumpió.

– Quizá sea Olga -dijo Miguel tras dejar sonar el timbre del teléfono de mi casa dos veces-. Contesta.

– «Contestar» -pedí desde el suelo al receptor, sin moverme.

Sin embargo, la voz que se oyó en los altavoces del dormitorio no era la de Olga.

– Hola, Diana y Miguel… Me reconocéis, ¿verdad? Soy Víctor Gens… -Era su inconfundible tono, su graznido orgulloso pero también violento y jadeante, como poseído de furia-. Sé que estáis juntos, puedo veros y oír lo que habláis… -Una pausa-. Buen punto el de la pulsera clínica, Diana, la verdad, no lo había pensado, y ahora ya es tarde para destruirla… -Una pausa-. Pero también es tarde para pedir ayuda. -Una pausa-. Quiero veros a los dos, ahora mismo. Estoy en la granja. Ya sabéis el camino… -Se oyó su ronca risita-. Debo advertiros que estoy controlando todas vuestras llamadas, Miguel, así que no aviséis a nadie o me enfadaré. Y no creo que te guste mi enfado, Diana… ¿Quieres saber por qué?

De súbito escuché la otra voz, el angustioso, horrible grito:

– ¿Diana…? ¡Diana, ayúdame!

Antes de que pudiese reaccionar, Gens volvió a llenar los altavoces.

– Tengo a tu hermana -dijo.

31

– Lo siento.

– No fue culpa tuya.

– Cada vez es más frecuente en cebos veteranos… Lo de caer al foso, me refiero… Pero no me lo creí de verdad hasta que no hallé esa muñeca en tu armario… Yo…

Miguel se inclinaba mucho sobre el volante al hablar. Recordé cierta técnica para la máscara de Juego en que debías inclinarte así con el fin de resaltar el decorado. Sin embargo, sabía que en aquel momento Miguel solo intentaba ser sincero.

– Está bien -dije.

Yo no deseaba ningún examen de conciencia. Y realmente lo comprendía. A veces yo misma había creído estar a punto de caer al foso. Los cebos jugábamos con nuestras emociones, nuestro placer, nuestras verdades íntimas, hasta que la frontera entre la máscara y lo que éramos bajo ella se borraba. Si es que éramos algo más, y no, como creía Gens, solo nuevas máscaras como estratos geológicos que ocultaban, al fondo, un magma de placer.

«Gens», pensé. Ahora también él parecía haber caído al foso.

– Quería confiar en ti, Diana… -Miguel desovillaba su inútil arrepentimiento-. Quería creerte, te lo juro… Pero tenía un trabajo que cumplir. Y te confieso que ha sido el más difícil de mi vida…

– Lo sé.

De sobra conocía la lealtad casi obsesiva con que Miguel acataba las órdenes. Era lo que menos me gustaba de él, aquello que más se parecía a la mentalidad de soldado lobotomizado que Mario Valle nos adjudicaba. Pero no lo censuraba: todos teníamos nuestra manera de sobrellevar la vergüenza, y la suya era obedecer. Para hacer teatro, el actor Miguel necesitaba seguir ciegamente las instrucciones del director.

Lo miré un instante desde mi asiento: su hermoso rostro, su cabello y barba níveos como un rey de cuento infantil. En verdad, no me importaba que hubiese sospechado de mí. Freud habría dicho que yo intentaba recuperar al padre perdido. Gens diría que la primera vez que lo vi, Miguel hizo algo, o sucedió algo a su alrededor, y mi psinoma quedó enganchado. Daba igual. Fuera lo que fuese, yo lo llamaba amor. Y me pregunté si sería posible salvar nuestra relación cuando aquella pesadilla finalizara.

– Hiciste lo que tenías que hacer -dije-. Y te agradezco que hayas decidido no pedir ayuda ahora…