Una máscara lo cubría desde la raíz de los cabellos hasta la garganta. Carecía de cuerda para atar a la nuca, y parecía como encajada en la cara. Blanca como un hueso, con aberturas para ojos y boca, sin rasgos. Gens mantenía la cabeza gacha, el pelo caído sobre la extraña faz. Su quietud lo asemejaba con los maniquíes de la planta superior.
– Profesor… -murmuró Miguel-. ¿Víctor…?
Miré a Miguel y supe que pensábamos lo mismo. Aquella postura, el mentón sobre el pecho, la absoluta inmovilidad del cuerpo… Estábamos contemplando un cadáver. Pero no había rastros de sangre o violencia por ninguna parte.
– Voy a quitarle esto. -Miguel alargó una mano.
De súbito, cuando casi la rozaba, la máscara se alzó y un brillo terrible dio vida a las aberturas.
– ¡Dejadme hablar antes!
Había levantado las manos enguantadas, como si quisiera impedir que Miguel lo desenmascarase. Miguel seguía encañonándolo.
– ¿Por qué se ha vestido así, Víctor? ¿Qué es todo esto?
– Teatro -dijo Gens-. ¿Qué, si no? Es lo que ha sido siempre, y no solo esto…
Tomó aire, o quizá rió, difícil saberlo, no lograba ver sus labios. Sin embargo, se trataba de Gens, sobre eso no tenía ninguna duda, aunque su voz sonara algo diferente a la de aquel otro que nos había hablado por teléfono una hora antes. Podía deberse al eco que producía la máscara, pese a que contaba con una abertura para la boca, pero también era como si le costase esfuerzo pronunciar las palabras. Quizá se había drogado, o estaba enfermo y a punto de palmarla. La verdad era que no me importaba lo más mínimo lo que le ocurriese. Solo me interesaba una cosa.
– Dónde está -dije, casi supliqué-. Qué ha hecho con mi hermana…
Me ignoró. Parecía hablar con alguien que no éramos nosotros.
– …lo que pensamos… -Tuve que inclinarme para entenderlo-… lo que hacemos… O lo que los demás nos obligan a hacer… Un teatro. El psinoma. Un baile de máscaras… ¿Qué queda cuando descubres eso? Nada. Vacíos para siempre. Vasos rellenos con lo que otros nos echan… -Aún mantenía las manos a modo de pantalla frente a la careta. Sus dedos temblaban bajo los guantes oscuros. Eran guantes nuevos, la costosa piel reflejaba la luz de las linternas, y la sombra que producían, proyectada contra la máscara, hacía pensar en grandes arañas oscuras trepando por el rostro de una calavera-. Soy culpable -agregó.
– ¿Cómo acabó con Álvarez y Padilla, profesor? -dijo Miguel-. ¿Quién le ayudó?
– Soy culpable -insistió Gens y meneó la cabeza. Poco a poco fue bajando las manos hasta posarlas de nuevo en los brazos del asiento. El lenguaje parecía costarle cada vez más, como si hablara mientras masticaba-. Pero no diré «soy»… Soy lo que tú quieres que sea, y tú lo que yo… Digo, decimos, «soy», «somos»… Pero solo somos placer… Ausencia, abundancia de placer… Y pese a ello, soy culpable.
– Voy a quitarle esa máscara, Víctor.
La amenaza de Miguel volvió a reanimarlo y repitió el gesto protector.
– ¡No! ¡La he llevado siempre! ¡Tú llevas la tuya, deja que yo lleve la mía! ¡Ya te lo he dicho: soy culpable! Por haber despertado un antiguo poder… Algo que yace en nosotros y que debió morir con nosotros… ¡Esperad! ¿Queréis saber más? Os diré esto: Shakespeare conoció ese poder, y lo dejó escrito… -Mientras me inclinaba sobre él me fijé en un detalle banaclass="underline" el letrero no decía «Lear» sino «Leontes». Las arrugas de la túnica lo habían doblado y me habían hecho leerlo erróneamente.
Leontes era el rey de Cuento de Invierno, una de las últimas obras claramente escritas por el autor inglés, la base de la máscara de Juego. Celoso de su esposa, Leontes la maltrata hasta que ella aparenta morir, pero en realidad sobrevive, y en una mágica escena final «resucita» tras fingir ser una estatua. Una obra enorme, llena de símbolos, pero que en aquel momento no me interesaba lo más mínimo, así como tampoco la larga perorata de Gens.
– Pero Shakespeare comprendió al fin que… que no podía cambiar nada con su teatro, porque si todos cambiamos a los demás con nuestros gestos y palabras, ¿quién controla el cambio? Por eso abandonó… John Dee, su maestro, moría en mil seiscientos nueve… Y al año siguiente, él se retiraba para siempre, el Círculo Gnóstico se cerraba, sus voces enmudecían… y el psinoma era sepultado dentro de nosotros hasta que la ciencia lo resucitó…
De repente perdí la poca paciencia que me quedaba.
– ¡Ya basta! Búsquese otro público, Gens. -Cogí la linterna con la mano vendada y le sujeté la derecha, que aún levantaba sobre la máscara-. ¡Deje de jugar con nosotros!
Miguel me indicaba con gestos que tuviera calma, pero mi angustia crecía por momentos, y mi rabia también. Pensé que había escuchado a aquel viejo embaucador durante demasiados años, y no me importaba si ahora había enloquecido o recobrado la cordura: no iba a permitirle que siguiera robándome lo que más amaba.
– ¡Dígame qué ha hecho con Vera! -le grité.
Gens se liberó de mi mano y, a su vez, me la aferró con fuerza inusitada.
– ¡No volverás a verla con vida! -exclamó.
Me bastó oír eso para cegarme de furia. Di un brusco tirón intentando que me soltara, y al hacerlo le arranqué el guante.
Y quedé inmóvil.
La mano desnuda de Gens parecía llevar otro guante debajo, de intenso, brillante color rojo. Sus uñas estaban tan cubiertas de esa sustancia que no se veían. Clavé las mías en el borde de la máscara, pero se hallaba como adherida a la piel. Gens apartó la cabeza, se oyó una especie de crujido y espesas hilachas rojas empezaron a deslizarse por la abertura bajo mis dedos, salpicando mi mano. Era como si el rostro de Gens fuese pastoso y al remover la barrera que lo contenía se hubiese deshecho y empezado a fluir.
Pero entonces escuché algo que hizo que me olvidase de aquella cosa horrenda.
– ¡Vera! -Eché a correr hacia el pasillo. No me detuve cuando Miguel me llamó.
– ¡Diana, espera! ¡Aquí pasa algo muy extraño…! ¡No vayas sola, puede ser una trampa! -Otro grito eliminó a Miguel de mi percepción y casi de mi conciencia.
Atravesé el pasillo y penetré en el segundo escenario. Mi linterna iluminó más maniquíes, siluetas, brazos en alto, viejos sombreros, rostros ciegos. Incluso distinguí cuerpos arrojados al suelo. El telón rojo del fondo había sido arrancado y observé de refilón que ahora colgaba del gran espejo a mi izquierda. La lona que tapiaba la pared sobre la tarima también había sido arrancada y revelaba la puerta camuflada en el ladrillo. Estaba abierta por completo, y hacia ella me dirigí cuando el grito se repitió, apartando durante mi frenética carrera varios maniquíes, como si me desplazara en medio de una muchedumbre petrificada.
La luz de la linterna, el mohoso trayecto, la densa oscuridad… todo contribuía a convertir el pasadizo en una especie de túnel del terror. Ahora, además de los gritos, también escuchaba golpes. Y cuando dejaba de oír ambas cosas percibía mis propios jadeos y mi voz repitiendo el nombre de mi hermana. Sospechaba dónde podía haberla encerrado aquel viejo loco, pero no me atrevía ni a imaginar lo que le había hecho, o qué le ocurría en aquel instante.
A medio camino, el brusco silencio me confundió. La llamé de nuevo sin obtener respuesta. Había cruzado ya frente a las cámaras que carecían de cerrojo, pero las restantes se extendían ante mí, todas cerradas. Intenté abrir la primera. Mis nervios y el viejo pestillo me entorpecieron. Cuando conseguí abrirla, alcé la linterna. La cámara se hallaba vacía. Repetí la operación en la siguiente. Idéntico resultado. Al acercarme a la tercera, escuché un suave sollozo detrás.