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– ¡Vera! -El aire fétido me llegaba a bocanadas, haciéndome toser-. ¡Vera, soy yo! -Aquel pestillo parecía, de algún modo, más resistente. Tiré con toda mi alma hasta que se descorrió y reprimí el deseo de patear la puerta pensando que Vera podía estar directamente detrás. Mientras la abría, reviví cien veces el instante en que la apertura de aquella u otra puerta similar (ya no recordaba exactamente cuál), había dado paso a la horrible visión del cadáver de Álvarez.

Sin embargo, en esta ocasión la hoja de madera se abrió del todo, sin obstáculos.

Lo que más me impresionó, de nuevo, fue el silencio. Incluso los sollozos habían cesado. Era como si hubiese abierto una tumba.

Apunté con la linterna. Al pronto creí que aquella cámara también estaba vacía. Pero un momento después la vi, agazapada en un rincón, de espaldas.

– ¿Vera?

Al repetir su nombre giró su trémulo rostro hacia mí. «Dios mío, no es Vera», pensé durante una horrenda fracción de segundo.

Hasta que se volvió del todo.

Paradójicamente, fue entonces cuando quedé inmóvil.

Más delgada, me dije, las mejillas pálidas, los ojos algo hundidos y rojizos, deslumbrados por la luz. El cabello sudoroso pegado a las sienes, una especie de rebeca sobre los hombros, y bajo ella, un fulgurante aunque sucio top naranja y un pantalón azul turquesa. Algo cambiada, me dije, con indicios de haber sufrido, pero al parecer no herida de gravedad. Asustada, pero al parecer ilesa. Allí estaba. Era ella.

Gimió y me tendió las manos.

El abrazo.

– Estoy aquí-dije sobre su hombro, apretándola contra mí-. Ya ha pasado todo…

Por un instante solo existió aquel abrazo para mí. Yo, albergándola, protegiéndola para siempre. Te vas a reír, devochka. «No, no me voy a reír. Ya no me asustas. Ya no vas a hacernos ningún daño. Nunca más. Ya la tengo. Ya está conmigo. Y si ella está conmigo, papá y mamá están conmigo también. Ya estamos a salvo de ti. Todos.»

Le pregunté por Elisa, pero solo gimoteaba. Decidí que podía estar drogada, pero que no era el momento de averiguar qué le ocurría sino de escapar de aquel antro.

– Voy a sacarte de aquí -murmuré.

Ni siquiera quise explorar las cámaras que me faltaban. Sostuve la linterna con la mano vendada, pasé el brazo derecho por sus hombros y, sin dejar de susurrarle palabras tranquilizadoras, regresé al túnel y me dirigí hacia la salida. Tuve que adaptarme al lento ritmo de Vera, porque, aunque podía caminar, lo hacía a pasos cortos, abrazada a mi cintura y temblando, como si en vez de moverse ella misma deseara que yo la transportase. Me pregunté, con una mueca de rabia, qué podía haberle hecho Gens.

Pero casi olvidé el estado de Vera al salir al segundo escenario y ver a Miguel.

Nos aguardaba extrañamente inmóvil, los brazos en alto, las manos aún sosteniendo linterna y pistola.

Y nos apuntaba con ambas.

– Diana, apártate de ella.

– ¿Qué?

– Aléjate de ella… -Por un momento pensé que se había vuelto loco, pero entonces me fijé mejor en su rostro: parecía horrorizado-. ¿Es que no lo comprendes? ¡No es Gens quien ha hecho esto! ¡No puede ser él!

– ¿A qué te refieres?

No recordaba haber visto a Miguel nunca tan asustado. Sentí que su pavor me contagiaba, allí, en aquel lóbrego subterráneo, y la piel se me erizó de repente.

– Le he quitado la máscara y el otro guante… Dios, deberías verlo… Tiene toda la cara… Debe de habérselo hecho con sus propias manos antes de que llegáramos, ¿comprendes? Piel, músculos… Se ha escarbado hasta el hueso… -Hizo gestos con la mano izquierda sobre su cara mientras susurraba, asqueado, frenético-: ¡Y ha continuado haciéndolo ahora! Debe de estar poseído, Diana… El también.

– No ha sido Vera -dije, abrazando a mi hermana-. ¡Vera no sabría poseerlo!

– Entonces, ¿quién? ¡Inexperta o no, Vera es un cebo! ¡Y ya estaba aquí!

– Quizá haya alguien más -murmuré.

Era una posibilidad inquietante. Miramos a nuestro alrededor. Bajo la luz de las linternas, los rostros de los maniquíes sonreían burlones.

De repente Vera se deshizo de mi abrazo con violencia, retrocedió de espaldas hasta la pared del espejo y alzó una mano. A juzgar por su rostro desencajado y sus balbuceos de puro terror, bien podía estar contemplando un espectro.

– ¿Qué pasa? -dije.

Su gesto me sorprendió tanto que tardé en percatarme de lo que hacía: estaba señalando algo. Algo que había detrás de nosotros. Era como si quisiera avisarnos, alertarnos de un peligro.

Miguel y yo giramos las linternas al mismo tiempo. Reprimí un grito.

Al fondo, tras la primera hilera de figuras, un maniquí se movía.

Bajaba los brazos con lentitud, avanzaba.

Una figura menuda, grácil, femenina, con un largo vestido apolillado: reconocí el traje estampado de flores que llevaba el maniquí apoyado en el telón, el que me hizo descubrir el túnel. Mantenía la cabeza gacha y yo no lograba verle el rostro, pero distinguí el letrero pegado a su pecho: «Hermione». La esposa de Leontes en Cuento de Invierno, recordé, la mujer que semejaba haber muerto y luego salía de la inmovilidad de una falsa estatua para regresar a la vida.

Hermione, la resucitada. El maniquí encarnado. El muñeco vivo.

Me quedé pensando en eso de forma obsesiva y ni siquiera pestañeé cuando, gesticulando delicadamente, la figura arrebató la pistola a Miguel sin esfuerzo y disparó sobre él a bocajarro; ni cuando, con idéntica facilidad, se apoderó de mi linterna, alzó el rostro y se iluminó a sí misma: torso, cuello, rasgos… Su semblante completo, nacido de las sombras, materializado desde la oscuridad de otra vida, anguloso, risueño.

Hermione, la resucitada.

– Bienvenida a mi muerte, Jirafa -dijo.

III. Final

Mis grandes conjuros funcionan,

y estos, mis enemigos, están todos atados.

La tempestad, III, 3

32

Claudia Cabildo sonrió. Ni siquiera necesitaba usar de nuevo la pistola: los había enganchado fácilmente con un Enigma. Duraría solo unos minutos, pero Miguel ya estaba fuera de combate tras el disparo, agonizando en el suelo. En cuanto a Diana… Bien, no representaba problema alguno.

De hecho, su presencia otorgaba al plan un excitante cambio de rumbo.

La contempló a la luz de la linterna.

– Siempre te has pasado de lista, Jirafa. Es tu gran defecto.

Diana Blanco, la puta afortunada. No sabía, nunca había sabido lo que era sufrir de verdad a manos de alguien. Quizá había llegado el momento de que lo aprendiera.

Oyó gimoteos desde un rincón. La imbécil de Vera seguía temblando, acurrucada sobre la tarima del escenario. Tampoco tenía nada que temer de ella: estaba poseída, y antes había gritado y golpeado la puerta de la celda siguiendo sus instrucciones. Ella controlaba la situación. Los demás solo eran figurantes a su servicio, maniquíes, extras en una obra que ella misma había escrito y ahora protagonizaba.

Retornó a Diana y notó que movía los labios.

– Dime, cariño. -La incitó-. Seguro que tienes muchas preguntas…

– Te suicidaste… Te vi morir, quemarte viva…

Claudia soltó una carcajada.

– Resucitar de verdad es lo único que las máscaras no pueden lograr aún. Todo fue un teatro. Has estado viendo mi guiñol todo el tiempo. Incluso tú misma has sido una excelente marioneta. Llevo dos años creando esta obra. No está mal, ¿eh?

Mientras hablaba, había empezado a quitarse el viejo vestido proveniente, como los demás, de la guardarropía de la granja. Lo hizo descender por las estrechas caderas hasta los tobillos, sacó un pie, luego el otro. Debajo llevaba un mínimo top de tirantes, una pequeña falda fruncida, leotardos hasta las rodillas y tacones, todo en negro. Un vestuario muy apropiado para la Labor, la filia de Diana.