En lugar de frenar, debido a alguna equivocación, mi padre siguió adelante cuando llegamos al cruce de Olinger sin cambiar de carretera. Yo le grité:
– ¡Eh!
– No importa, Peter -me dijo con suavidad-. Hace demasiado frío.
Bajo aquel cretino gorro de lana azul mantenía una expresión impasible. No quería que el viajero se avergonzase al averiguar que, dejando a un lado nuestro camino, íbamos a llevarle hasta Alton.
Yo estaba tan indignado que me atreví a volverme y lanzar una mirada feroz. El rostro del viajero, todavía congelado, era terrible; un charco; como no entendía por qué me había girado, se me acercó con la cara cruzada por la mancha de una sonrisa que emanaba una embarrada emoción. Me acobardé y me encogí rígidamente; los detalles del salpicadero saltaron brillantes delante mismo de mis ojos. Los cerré para evitar otra ola interna de aquella imprevista y molesta ducha interior de icor que yo mismo había provocado. Lo peor de todo había sido que fuera tímido, agradecido y afeminado.
Mi padre echó hacia atrás su gran cabeza y dijo:
– ¿Qué ha aprendido usted?
El dolor, que hacía que su voz le saliera tensa, desconcertó al otro. El asiento de atrás permanecía silencioso. Mi padre esperó.
– ¿Qué quiere decir? -preguntó el viajero.
Mi padre se explicó un poco más:
– ¿Cuál es su veredicto? Usted es una persona a la que yo admiro. Ha tenido cojones para hacer lo que yo habría querido hacer siempre: andar por ahí, ver ciudades. ¿Cree que me he perdido muchas cosas?
– No se ha perdido nada.
Las palabras se curvaron sobre sí mismas como irritadas antenas.
– ¿No ha hecho nada que le gustaría recordar? Esta última noche no he dormido porque me la he pasado tratando de recordar algo agradable y no lo he conseguido. Penas y horrores; a esto se reducen mis recuerdos.
Esta frase me ofendió; me tenía a mí.
La voz del viajero se hizo difusa; quizás era una risa.
– El mes pasado maté a un maldito perro -dijo-. ¿Por qué? Esos malditos perros salen de los matorrales y tratan de quedarse con un pedazo de tu pierna, así que yo iba armado de un buen palo y caminando cuando el muy cabrón me saltó encima y le di justo entre los ojos. El perro se desplomó, le pegué un par de golpes más y ese perro mamón ya no vuelve a tratar de arrancarle a nadie un pedazo de pierna simplemente porque no tiene un coche para mover el culo de un lado para otro. Entre los dos ojos, a la primera.
La actitud de mi padre mientras le escuchaba era bastante lúgubre.
– No es nada frecuente que los perros traten de hacer daño a nadie -le dijo ahora-. Los perros son exactamente como yo, seres curiosos. Sé perfectamente cómo piensan. En casa tenemos un perro que me parece maravilloso. Mi mujer lo adora.
– Pues yo le digo que a ese hijo puta lo dejé bien arreglado -dijo el viajero sorbiendo saliva-. ¿Te gustan los perros, chico? -me preguntó.
– A Peter le gusta todo el mundo -dijo mi padre-. Daría mis ojos por tener el buen carácter de este chico. Pero entiendo lo que usted quiere decirme, señor; no es lo mismo cuando te salta un perro encima en plena oscuridad.
– Eso, y además ahora ya no te coge nadie -dijo el hombre-. Llevaba allí el día entero y ya se me habían helado los cojones, y su coche fue el primero que se paró a recogerme.
– Yo siempre llevo a la gente -dijo mi padre-. Si no fuera porque el cielo cuida de los tontos, yo estaría en su lugar. Ha dicho usted que era cocinero, ¿verdad?
– Hmmm… he trabajado de eso.
– Ante usted me quito el sombrero. Es usted un artista.
Me dio la sensación de ser una lombriz: aquel hombre debía empezar a preguntarse si mi padre estaba cuerdo. Ardí en deseos de pedir disculpas, de humillarme ante aquel desconocido, de dar explicaciones. Es así; le encantan los desconocidos; está preocupado por algo.
– No tiene más secreto que mantener la sartén bien engrasada -respondió el hombre con cierta cautela.