– Miente usted, caballero -gritó mi padre-. Cocinar para otros es todo un arte. Aunque me enseñaran durante un millón de años no lograría aprender.
– Amigo, es más fácil de lo que usted cree -dijo el hombre adelantando su cuerpo como quien muestra su intención de confesar cosas íntimas-. Los dueños de esos malditos restaurantes sólo se preocupan de que las hamburguesas sean lo más delgadas posible. No quieren carne, sino grasa; en cuanto conoces a uno de esos bastardos es como si les conocieras a todos. A lo único que adoran es al Gran Dios Dólar. Por Cristo que no me bebería esos meados de negro que ellos llaman café.
A medida que el viajero se volvía más expansivo, yo me sentía cada vez más tembloroso y encogido; sentía una furiosa comezón en toda la piel.
– Yo quería ser farmacéutico -le dijo mi padre-. Pero cuando salí del instituto no teníamos dinero. Mi padre nos dejó una Biblia y un cajón lleno de deudas. Pero no le culpo, el pobre diablo trató de hacer lo que consideraba correcto. Algunos de mis chicos (soy profesor) han ido a la facultad de farmacia y por lo que me han contado yo no hubiera tenido la inteligencia necesaria para estudiar esa carrera. Los farmacéuticos han de ser inteligentes.
– ¿Y tú que vas a ser, chico?
A mi padre le avergonzaba mi voluntad de ser pintor.
– Este pobre chico está tan confundido como yo -le dijo al hombre-. Tendría que abandonar esta región e irse hacia el sur, a que le dé el sol. Tiene un problema muy grave con su piel.
Efectivamente, mi padre había abierto mi ropa para mostrar mis costras. Bajo el brillo de mi ira su perfil parecía el de una ciega roca.
– ¿Es cierto, chico? ¿Qué te ha pasado?
– Tengo la piel azul -dije yo con voz congestionada.
– Bromea -dijo mi padre-. Es endiabladamente bromista cuando habla de esto. Lo que mejor le iría sería irse a Florida; seguro que si usted fuera su padre ya estaría allí.
– Espero estar allí dentro de dos o tres semanas -dijo el hombre.
– ¡Lléveselo con usted! -exclamó mi padre-. Si alguna vez un muchacho mereció cambiar, éste es. Yo ya estoy acabado. Ha llegado la hora de que tenga un nuevo padre; sólo soy un montón de basura que camina.
Tomó esa metáfora del enorme vertedero de Alton, que acababa de aparecer al lado de la carretera. En diversos puntos de aquellas hectáreas llenas de desperdicios humeaban algunas hogueras. Las cosas, al oxidarse y pudrirse, adquieren un esperanzador tono pardo y, en sus montones de cenizas, toman formas fantásticas, recortadas y emplumadas como helechos. La constante brisa que bajaba por el río empujaba trocitos de papel de colores que parecían un desfile de pancartas contra los tiesos tallos de la maleza. Más allá, el Running Horse reflejaba en su franja de agua barnizada de negro el silencioso azul cobalto que cerraba como una cúpula el espacio. Los grandes depósitos de gasolina de color elefante, montados sobre estructuras cilíndricas, se alineaban en el horizonte de ladrillos de la ciudad: Alton, la ciudad carmín, la ciudad secreta, tendida como un forro en el regazo de sus colinas verde morado. La verde cima del monte Alton era una pincelada de negro. Mi mano, como si tuviera un pincel, hizo un movimiento nervioso. Los rieles del ferrocarril se deslizaban plateados paralelamente a la carretera; de los aparcamientos de las fábricas, llenos ya a esa hora, salían destellos; y la carretera se convirtió en una calle de las afueras que describía curvas entre tiendas de coches, avejentados restaurantes, y casas con tejados de ripias.
– Ya hemos llegado -le dijo mi padre al viajero-. Ésta es la grande y gloriosa ciudad de Alton. Si cuando era pequeño hubiera venido alguien y me hubiera dicho que moriría en Alton, me hubiera reído en su cara. Jamás había oído hablar de esta ciudad.
– Es muy sucia -dijo el hombre.
A mí me parecía bellísima.
Mi padre detuvo el coche en el cruce de la Carretera 122 y Lancaster Pike; la luz estaba roja. Hacia la derecha la calle se convertía en un puente de hormigón, el Running Horse Bridge; al otro lado empezaba el núcleo principal de Alton. A la izquierda había una carretera. A cinco kilómetros estaba Olinger y tres kilómetros más allá, Emy.
– Ya llegamos -dijo mi padre-. Tenemos que abandonarle otra vez al frío.
El viajero abrió su puerta. Desde que mi padre había hablado de mi piel, las emanaciones de coqueteo que llenaban el ambiente habían disminuido. Sin embargo, noté un contacto, quizás accidental, en la parte posterior de mi cuello. Una vez fuera, el vagabundo apretó el paquete de papeles contra su pecho. Su rostro líquido se endureció.
– He disfrutado conversando con usted -le gritó mi padre.
El hombre sonrió con expresión burlona:
– Sí.
La puerta se cerró de golpe. La luz se puso verde. El ritmo de mis latidos se hizo más lento. Nos dirigimos hacia la derecha y avanzamos contra la corriente de automóviles que entraban en Alton. Miré a nuestro invitado a través de la polvorienta ventanilla trasera y su imagen, como la de un mensajero con su paquete, fue empequeñeciéndose. El hombre se convirtió en una parda brizna junto al puente, que voló hacia arriba y desapareció. Mi padre, con un tono muy realista, me dijo:
– Ese hombre era un caballero.
Sentía en mi interior una rabieta intensa que me producía una gran comezón; durante el resto del camino hasta el instituto traté fríamente de reprender a mi padre.
– Ha sido magnífico -dije-. Verdaderamente magnífico. Tenías tanta prisa que ni siquiera me dejaste desayunar un poco, y luego coges a un maldito vagabundo y recorres innecesariamente cinco kilómetros para llevarle a donde él quiere sin que ni siquiera se moleste en darte las gracias. Ahora sí que llegaremos tarde al instituto. Puedo ver a Zimmerman mirándose el reloj y recorriendo los pasillos mientras se pregunta dónde puedes haberte metido. La verdad, papá, yo creía que de vez en cuando demostrarías tener un poco más de sentido común. No entiendo qué encuentras en estos vagabundos. ¿Acaso tuve yo la culpa porque al nacer te impedí convertirte en uno de ellos? Florida. Y no sé por qué tuviste que hablarle de mi piel. Ha sido algo muy agradable, te lo agradezco. ¿Por qué no me has pedido que me quitara la camisa, una vez puestos? Seguramente tendría que haberle enseñado las costras de mis piernas. ¿Por qué insistes en contárselo todo a todo el mundo? A nadie le importa nada de esto, lo único que le importaba a ese imbécil era matar perros y respirar justo en mi cogote. Las escalinatas blancas de Baltimore, por Dios. Dime la verdad, papá, ¿en qué piensas cuando te pones a hablar y hablar de esta manera?
Pero es imposible seguir regañando a una persona que no dice nada. Durante el segundo kilómetro permanecimos los dos en silencio. Él forzaba el coche, asustado ahora ante la idea de llegar tarde, y adelantaba un coche tras otro avanzando por el mismo centro de la carretera. El volante le resbaló al quedarle los neumáticos atrapados en las vías del tranvía. Pero tuvo suerte, hicimos el recorrido en poco tiempo. Cuando quedamos frente al cartel en el que los Lions, y los Rotary y los Kiwanis y los Elks nos daban la bienvenida a Olinger, mi padre dijo:
– No debe preocuparte que él sepa lo de tu piel, Peter. Lo olvidará. Esto es lo que se aprende cuando te dedicas a enseñar; la gente olvida todo cuanto se le dice. Cada día, cuando miro esas caras insensibles e inexpresivas, pienso en la muerte. Atraviesas sus cabezas sin dejar huella. Recuerdo que cuando mi padre supo que agonizaba, abrió los ojos y miró a mamá y también a Alma y a mí, y dijo: «¿Creéis que alcanzaré el perdón eterno?». A menudo pienso en ello. El perdón eterno. Era una frase horrible en labios de un pastor. Desde entonces he vivido amedrentado.
Cuando entramos en el aparcamiento del instituto, todavía se agolpaban en las puertas los últimos chicos. Debía de hacer muy poco que había sonado la campana. Al darme la vuelta para salir del coche y recoger mis libros, miré el asiento de atrás.