En el coro de saludos, el grito de cada uno de los niños poseía un matiz personal que le era conocido. La polifonía formaba un arco iris. Los ojos de Quirón vacilaron en el cálido borde de las lágrimas. Los niños abrían la sesión de cada día con un himno a Zeus. Cuando se ponían en pie, sus cuerpos, cubiertos por ligeros vestidos, no mostraban todavía la contraposición de cuñas y vasos, armas y receptáculos, herramientas para Ares y para Hestia, sino que todos tenían la misma silueta, aunque diversa estatura: delgados y pálidos caramillos de un solo cañón que cantaban armoniosamente un himno al dios de la existencia absoluta.
La brisa ligera y vacilante mecía la canción y la desparramaba por los aires como pañuelos agitados por muchachas.
La grave voz del centauro, poco segura en el canto, se unió a las de los niños en la petición finaclass="underline"
Quedaron todos en silencio, y por encima de las copas de los árboles que se encontraban a la izquierda del claro cruzó el cielo, en dirección al Sol, un águila negra. Por un momento Quirón sintió temor, pero luego comprendió que, aunque estaba a su izquierda, se encontraba a la derecha de los niños. A la derecha de los niños, y volando hacia arriba: doblemente propicia. (Pero a la izquierda de Quirón.) La clase soltó un suspiro de temor y, una vez desaparecida el águila en el borde iridiscente del halo solar, todos se pusieron a charlar animadamente. Incluso Ociroe estaba impresionada, según pudo ver con satisfacción su padre. Durante este intervalo, la preocupación abandonó el ceño de la muchacha; su pelo resplandeciente se fundió con sus ojos brillantes y se convirtió en una muchacha cualquiera, alegre y despreocupada. Aunque era instintivamente reverente, afirmaba que preveía la llegada de un día en que Zeus sería considerado por los hombres como un juguete inventado por ellos mismos, se convertiría en objeto de mofas terribles, sería expulsado del Olimpo, bajaría rodando por el guijarral, y se le llamaría criminal.
El sol arcádico calentaba cada vez más. Los cantos de los pájaros que rodeaban el claro se hicieron más perezosos. Quirón notó en su sangre que los olivos de la pradera se regocijaban. En las ciudades, los adoradores que subían las blancas escaleras del templo debían de notar en aquellos momentos que el mármol que tocaba sus pies descalzos estaba caliente. Para dar la lección llevó a sus alumnos a la sombra de un gran castaño que, según se decía, había sido plantado por el propio Pelasgo. El tronco era tan grueso como la cabaña de un pastor. Los muchachos, pavoneándose, fueron distribuyéndose entre sus raíces como si fueran soldados sentándose entre los cadáveres de los enemigos muertos; las chicas buscaron, más recatadamente, lugares cómodos en el musgo. Quirón inhaló; un aire como miel expandió los espacios de su pecho; el centauro alcanzaba su perfección cuando le rodeaban sus alumnos, que incitaban su sabiduría con su expectación. El glacial caos de información que Quirón tenía en su interior, al ser sacado al sol, fue atravesado por los jóvenes colores del optimismo. El invierno se convirtió en primavera.
– El tema del que hablaremos hoy -empezó a decir, y al hacerlo, las caras, esparcidas por la profunda sombra verde como pétalos caídos después de la lluvia, se silenciaron y se mostraron unánimemente atentas- es sobre el Génesis de Todas las Cosas. Al principio -dijo el centauro- la noche de negras alas fue cortejada por el viento, y puso un huevo de plata en el útero de la Oscuridad. De este huevo surgió Eros, que quiere decir…
– Amor -contestó una voz infantil desde la hierba.
– Y el Amor puso en movimiento el universo. Todo lo que existe es obra suya: el Sol, la Luna, las estrellas, la Tierra con sus montañas y sus ríos, sus árboles, sus hierbas y todas sus criaturas vivas. Ahora bien, Eros tenía dos sexos y unas alas doradas, y como tenía cuatro cabezas, a veces mugía como un toro o rugía como un león y, otras, silbaba como una serpiente o balaba como un cordero; bajo el gobierno de Eros, el mundo era tan armonioso como una colmena. Los hombres vivían libres de preocupaciones y trabajos, y sólo se alimentaban de bellotas, frutos silvestres, y de la miel que goteaba de los árboles; bebían la leche de las ovejas y las cabras, nunca envejecían, y bailaban y reían mucho. La muerte no era para ellos más terrible que el sueño. Luego, el cetro de Eros pasó a manos de Urano…
4
Al terminar las clases subí al aula de mi padre, el aula 204. Estaban con él dos alumnos. Les lancé una mirada furiosa a los dos y crucé con mi chillona camisa roja la sala en dirección a la ventana y me puse a contemplar en dirección a Alton. Durante el día me había prometido proteger a mi padre, y los dos alumnos que le robaban su tiempo eran los dos primeros enemigos con los que me encontraba. Uno de ellos era Deifendorf, el otro Judy Lengel. El que hablaba era Deifendorf.
– Entiendo que haya clases de taller y mecanografía y cosas así, señor Caldwell -dijo-, pero para alguien como yo, que no piensa ir a la universidad ni nada, me resulta incomprensible que se me haga aprender de memoria una lista de animales que murieron hace un millón de años.
– Es incomprensible -dijo mi padre-. Tienes absolutamente toda la razón: ¿a quién le importan los animales muertos? Si están muertos, lo mejor es dejarles en paz; éste es mi lema. A mí me deprimen horrores. Pero esto es lo que me dicen que os enseñe, y seguiré enseñándolo así me muera. O tú o yo, Deifendorf, y si no consigues tomártelo con calma haré todo lo posible por acabar contigo antes de que tú acabes conmigo; te estrangularé con mis propias manos si es necesario. Yo vengo aquí a luchar por mi vida. Tengo que alimentar a una esposa, un hijo y un anciano. Me pasa lo mismo que a ti; preferiría estar andando por ahí. Comprendo lo que te pasa; sé cuánto sufres.
Yo reí hacia el exterior; era mi forma de atacar a Deifendorf. Notaba que se agarraba a mi padre, chupándole las fuerzas. Así eran, me pareció, los niños crueles. Primero le provocaban hasta ponerle casi frenético (entonces le asomaban por los bordes de los labios unos puntitos de espuma y los ojos se le ponían como pequeños diamantes sin pulir), pero al cabo de una hora aparecían en su habitación para pedir consejos, hacer confesiones y reafirmar sus personalidades. Y en cuanto dejaban de estar delante de él, volvían a burlarse de él. Por eso mantuve mi espalda vuelta contra aquel nauseabundo par de alumnos.