Desde las ventanas del aula de mi padre podía ver el césped del instituto, donde ensayaban en otoño la banda y los de la claca, y las pistas de tenis y la hilera de castaños de Indias que señalaban el camino del asilo y, más allá, el monte Alton, un corcovado horizonte azul cicatrizado por una cantera de grava. Un tranvía repleto de compradores que regresaban de Alton apareció chisporroteante por la carretera. Algunos de los estudiantes que vivían por la parte de Alton estaban arracimados en la parada esperando la llegada del otro tranvía que debía pasar en sentido contrario. En los paseos de cemento que recorrían el costado del edificio desde la salida de las chicas -tenía que tocar con la nariz el helado cristal para mirar en aquel ángulo- caminaban hacia su casa en grupos de dos y de tres las chicas que, vistas en escorzo, parecían retazos de pieles, cuadros, libros y lana. De sus bocas salía un aliento congelado. No podía oír lo que decían. Intenté divisar a Penny entre ellas. Durante todo aquel día había tratado de evitarla porque me parecía que si me acercaba a ella abandonaba a mis padres, cuya necesidad de mí se había acentuado de manera misteriosa y solemne.
– … el único -decía Deifendorf a mi padre.
Su voz era como un arañazo. Tenía una voz femeninamente débil, sin relación con su cuerpo atlético e imponente. Yo había visto muchas veces a Deifendorf desnudo en el vestuario. Tenía las piernas fornidas y cubiertas de un pelo arenoso, y un enorme torso de caucho y brillantes hombros inclinados y unos brazos muy largos que terminaban en unas manos acucharadas. Era un nadador.
– Exacto, tú no eres el único -le dijo mi padre-. Pero bien mirado, Deifendorf, diría que eres el peor. Diría que eres el alumno que me produce más comezón de todos los que tengo este año.
Mi padre hizo esta estimación de forma desapasionada. Había algunas cosas -la comezón, la inteligencia, la potencia atlética- que podía calibrar perfectamente gracias a sus años de experiencia como profesor.
Penny no había aparecido entre las chicas de abajo. Detrás de mí, el silencio de Deifendorf parecía desconcertado y hasta herido. Tenía un lado vulnerable. Deifendorf amaba a mi padre. Me duele admitirlo, pero entre este obsceno animal y mi padre existía un afecto auténtico. A mí me sabía mal. Me sabía mal ver a mi padre volcarse generosamente sobre aquel muchacho, como si en todo aquel absurdo fuera posible hallar una posibilidad de curación.
– Los Padres Fundadores -explicó mi padre- decidieron juiciosamente que los niños suponían una carga que sus progenitores eran incapaces de soportar. Por eso crearon unas cárceles a las que llamaron escuelas y en las que se llevan a cabo una serie de torturas que bautizaron con el nombre de educación. La escuela es ese sitio adonde le mandan a uno durante ese período en el que ni te quieren con ellos los padres ni tampoco te acepta la industria. A mí se me paga para que guarde durante ese tiempo a los individuos que la sociedad no puede utilizar: los lisiados, los flojos, los locos y los ignorantes. Muchacho, no soy capaz de proporcionarte más que un solo incentivo para que te portes bien, y es éste: a no ser que cedas y aprendas algo, serás tan imbécil como yo, y para ganarte la vida no tendrás más remedio que dar clases en un instituto. Cuando el año 31 fui víctima de la Depresión, yo no tenía nada. No sabía nada. Durante toda mi vida Dios había cuidado de mí y, por tanto, no se me podía dar ninguna clase de empleo. Y, con toda la bondad de su corazón, Al Hummel, el sobrino de mi suegro, me consiguió un puesto de profesor. No te lo recomiendo, muchacho. Aunque eres mi peor enemigo, no te lo recomiendo, ni lo deseo para ti.
Yo miraba, con las orejas calientes, hacia Mt. Alton. Y, como si a través de una imperfección del cristal pudiera ver al otro lado de una esquina del tiempo, vi que Deifendorf se dedicaría a la enseñanza. Y así llegaría a ser. Al cabo de catorce años volví a casa y me crucé en una calle secundaria de Alton con Deifendorf, que llevaba un viejo traje marrón. Por el bolsillo de la chaqueta asomaban lápices y plumas, igual que del de mi padre en años anteriores. Deifendorf había engordado y la frente se le había ensanchado, pero era él. Aquel día me preguntó, se atrevió con la máxima seriedad a preguntarme, a mí un auténtico expresionista abstracto de segunda fila que vivía en una buhardilla de la East Twentythird Street con una amante negra, si había pensado dedicarme alguna vez a la enseñanza. Le dije que No. Entonces él me dijo, con sus pálidos ojos incoloros cubiertos por una cáscara de seriedad:
– A menudo pienso, Peter, en lo que solía decir tu padre de la enseñanza. «Es duro», decía, «pero no hay nada que proporcione tantas satisfacciones.» Ahora me dedico a la enseñanza y entiendo lo que quería decir. Tu padre era un gran hombre. ¿Lo sabías?
Y ahora, con aquella voz débil y afónica que tenía, empezó a decirle a mi padre algo parecido:
– Yo no soy su enemigo, señor Caldwell. Usted me gusta. Usted nos gusta a todos.
– Esto es lo que me preocupa, Deifendorf. Es lo peor que puede pasarle a un profesor de una escuela pública. No quiero agradaros. Lo único que quiero es que os quedéis sentados delante de mí durante cincuenta y cinco minutos cinco veces a la semana. Quiero, Deifendorf, que cuando entréis en mi aula quedéis paralizados de miedo. Caldwell, el Asesino de los Niños; así es como me gustaría que me llamaseis. ¡Uuuf!
Me volví y reí, decidido a interrumpir. Los dos, separados por el amarillo pupitre lleno de muescas, juntaron sus cabezas como conspiradores. Mi padre tenía un aspecto cetrino y enfermizo, con las sienes lustrosas y vacías; la superficie de su mesa estaba cubierta de papeles y carpetas con mandíbulas de hojalata y pisapapeles que parecían sapos semimetamorfoseados. Deifendorf le había robado la fuerza; la enseñanza estaba agotando sus reservas. Yo vi todo esto sabiendo que no podía hacer nada. Con esa misma sensación vi en la sonrisa satisfecha de Deifendorf que, del remolino de palabras de mi padre, había sacado la conclusión de que él era superior, que, en comparación con aquel hombre estéril, vehemente y hundido que era su maestro, él era joven, limpio, fuerte, alguien con ideas claras y coordinadas y, por tanto, invencible.
Mi padre, turbado por mi furiosa actitud de espera, cambió de tema:
– Tendrás que estar en la piscina esta tarde a las seis y media -dijo a Deifendorf en tono seco.
Aquella tarde se celebraba un concurso de natación y Deifendorf formaba parte del equipo.
– Les dejaremos hechos papilla por usted, señor Caldwell -prometió Deifendorf-. Vendrán muy confiados y sin saber la que les espera.
Nuestro equipo de natación no había ganado una sola competición en lo que llevábamos de curso: Olinger era un pueblo sin aficiones acuáticas. No tenía piscina pública, y el fondo de la presa del asilo estaba cubierto de botellas rotas. Mi padre, por uno de esos estrafalarios golpes mediante los que Zimmerman mantenía al claustro de profesores en perpetuo estado de maleable confusión, era entrenador de nuestros nadadores, a pesar de que su hernia le impedía zambullirse en el agua.
– Lo único que podemos hacer es esforzarnos al máximo -dijo mi padre-. No se puede caminar por el agua.
Ahora pienso que mi padre quería que esta última afirmación le fuera discutida, pero ninguno de los tres que estábamos en el aula lo consideramos necesario.
Judy Lengel era la tercera. En opinión de mi padre, el padre de Judy trataba de conseguir por la fuerza algo que la capacidad intelectual de la chica jamás podría alcanzar. Yo no estaba de acuerdo con mi padre en esto; en mi opinión Judy no era más que una chica que, sin ser bonita ni brillante, había llegado a desarrollar una mezquina ambición con la que se dedicaba a atormentar a profesores crédulos como mi padre. Judy aprovechó el silencio para decir: