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– Cuando intento recordarlo me dan como mareos -dijo Judy en un tono tal que dio la sensación de que estaba a punto de llorar.

Su cara era un capullo aún cerrado, que antes de empezar a vivir ya se estaba marchitando. Era pálida, y esta palidez se mantuvo a flote durante unos instantes por el aula, cuyas barnizadas persianas eran como persianas de miel recogida en un bosque dulcemente putrefacto.

– Nos pasa a todos -dijo mi padre, devolviendo la firmeza a las cosas-. El conocimiento marea. Haz lo que puedas, Judy, y no pierdas el sueño por estas cosas. No te dejes abrumar. Una vez haya pasado el miércoles podrás olvidarlo todo completamente, y antes de que te des cuenta ya estarás casada y con seis hijos.

En aquel momento comprendí, con cierta indignación, que, compadecido, mi padre acababa de explicarle con bastante exactitud qué era lo que pensaba preguntar en el examen.

Cuando Judy salió del aula, mi padre se levantó, cerró la puerta y me dijo:

– Esa pobre femme, será la criada de su padre.

Estábamos los dos solos. Dejé de apoyarme en el alféizar de la ventana y dije:

– Quizá sea esto lo que él quiere.

Yo tenía plena conciencia de llevar una camisa roja; cuando avanzaba por el aula, su resplandor, en el suelo de mi visión, parecía dar a mis palabras una enigmática urbanidad.

– No lo creas -dijo mi padre-. No hay nada peor que una mujer amargada. Esto es algo magnífico que tiene tu madre, jamás la he visto amargada. Seguramente no lo entenderás, Peter, pero tu madre y yo nos hemos divertido mucho juntos.

Yo dudé de esta afirmación, pero lo dijo de una forma que me hizo guardar silencio. Me parecía que mi padre estaba despidiéndose, una por una, de las cosas que había conocido en este mundo. Cogió una hoja de papel azul de su mesa y me la dio.

– Lee y llora -me dijo.

Primero pensé que debía ser un informe médico de signo fatal. Se me hundió el estómago. ¿Cómo era posible que se acabara tan pronto?

Pero se trataba simplemente de uno de los informes que redactaba Zimmerman tras sus visitas mensuales.

INSTITUTO DE OLINGER

OFICINA DEL DIRECTOR

1/10/47

PROFESOR: G. W. Caldwell

CLASE: 10.° curso, Ciencias, secc. CC

PERÍODO DE LA VISITA: 1/8/47, 11:05 hrs.

El profesor llegó a clase con doce minutos de retraso. Su sorpresa al ver al director que se había hecho cargo de los alumnos fue evidente y esto fue comentado por los discípulos. Ignorando a sus alumnos, el profesor trató de mantener una conversación con el director, a lo que éste se negó. A continuación los alumnos y el profesor hablaron de la edad del universo, el tamaño de las estrellas, los orígenes de la Tierra y el esquema de la evolución orgánica. Por parte del profesor no hubo ningún intento de evitar ofender las ideas religiosas de los alumnos. No se hizo hincapié en los valores humanísticos implícitos en las ciencias físicas. En un momento dado, el profesor se detuvo un instante antes de pronunciar una palabrota. El desorden y el ruido estuvieron presentes en la clase desde el comienzo, y fueron aumentando en intensidad a medida que transcurría. No dio la sensación de que los alumnos estuvieran bien preparados y, en consecuencia, el profesor recurrió al método de pronunciar una conferencia sin diálogo. Un minuto antes de que sonara el timbre que anuncia el final de la clase, golpeó a un muchacho en la espalda con una varilla de acero. Estos métodos de castigo físico suponen, naturalmente, una violación de las leyes del estado de Pennsylvania, y si se produjera una protesta por parte de los padres del alumno el incidente bastaría para la expulsión del profesor.

Sin embargo, dio la sensación de que el profesor conocía bien su asignatura y algunos de sus ejemplos que relacionaban el tema académico con la vida cotidiana de los estudiantes fueron efectivos.

Firmado:

Louis M. Zimmerman

Mi padre bajó las persianas cuando empecé a leer y pronto quedó el aula en penumbra.

– Bueno -le dije-, cree que eres efectivo.

– ¿Acaso se ha escrito alguna vez un condenado informe peor que éste? Debió de pasarse toda la noche para redactar esta obra maestra. Si la junta del instituto le echa mano a este informe, me ponen en la calle, me E-C-H-A-N, por mucho que tenga el puesto en propiedad.

– ¿A qué chico pegaste? -pregunté.

– A Deifendorf. Esa puta de la Davis excitó al pobre bastardo.

– ¿Pobre, dices? Nos rompió la rejilla del radiador y ahora va a conseguir que te expulsen. Y hace dos minutos estaba aquí y a ti sólo se te ocurría contarle tu vida.

– Es tonto, Peter. Me inspira compasión. Sólo una rata es capaz de amar a una rata.

Me tragué el sabor de la envidia y dije:

– No es tan malo el informe, papá.

– No hubiera podido ser peor -dijo él caminando a grandes pasos por el pasillo-. Es un crimen. Y me lo merezco. Quince años enseñando, y aquí quedan resumidos. Quince años de infierno.

Cogió un trapo del estante de los libros y salió a la puerta. Yo volví a leer el informe tratando de captar qué era lo que pensaba Zimmerman en realidad. No lo conseguí. Mi padre regresó tras haber empapado el trapo en una fuente que había en la entrada y, con largas pasadas rítmicas en forma de ochos puestos de lado, lavó la pizarra. Sus diligentes movimientos silbantes subrayaron el silencio; en lo alto de la pared, el reloj, controlado por el que se encontraba en la oficina de Zimmerman, hacía tictac y saltó de las 4.17 a las 4.18.

– ¿Qué quiere decir cuando habla de los valores humanísticos implícitos en las ciencias físicas?

– Pregúntaselo a él -dijo mi padre-. Quizás él lo sepa. Quizás en lo más profundo del átomo hay un hombre sentado en un balancín leyendo el periódico de la tarde.

– ¿Crees que los de la junta verán este informe?

– Ruega al cielo que no, chico. Está archivado. En esa junta tengo tres enemigos, un amigo y otro que no sé qué es. No tengo idea de qué piensa la señora Herzog. Les encantaría echarme. Librarse de las ramas muertas. Hay muchos veteranos que han vuelto de la guerra y necesitan trabajo.

Mientras gruñía todo esto siguió lavando la pizarra.

– Quizá tendrías que dejar la enseñanza -le dije.

Mi madre y yo habíamos hablado de este tema a menudo, pero nuestras discusiones no conducían a nada porque siempre nos dábamos de cabeza contra lo mismo; sólo gracias a que mi padre daba clases seguíamos protegidos y vivos.

– Demasiado tarde, demasiado tarde -dijo mi padre-. Demasiado tarde, demasiado tarde. -Miró el reloj y dijo-: Dios mío, va en serio, voy a llegar tarde. Le dije al doctor Appleton que estaría allí a las cuatro y media.

Mi cara se endureció de miedo. Mi padre no iba nunca al médico. Por primera vez encontré una prueba de que su enfermedad no era una ilusión; era algo que se iba extendiendo por el mundo como una mancha.

– ¿De verdad? ¿Vas a ir?

Le rogaba que me dijera que no. Él sabía lo que yo pensaba, y mientras nos enfrentábamos a través de las vibrantes sombras del aula se oyó una puerta que se cerraba de golpe, un niño que silbaba, y el tictac del reloj.

– Le he llamado al mediodía -dijo mi padre, como si estuviera confesándome un pecado-. Sólo quiero ir para que me diga lo bien que le fue en la facultad de medicina.

Colgó el trapo húmedo en el respaldo de su silla para que se secara y se acercó al alféizar de la ventana, donde desenroscó la caja del sacapuntas y vertió una rosada corriente de virutas en el cesto de los papeles. Como el perfume de una ofrenda, el olor a cedro llenó el aula.

– ¿Puedo ir contigo? -le pregunté.

– No, Peter. Ve a comer algo y mata el tiempo con tus amigos. Te recogeré dentro de una hora e iremos a Alton.