– No -le dije yo-, no tiene amigos; ninguno de ellos le ayuda. Me lo ha dicho él mismo.
Y movida por algo parecido al miedo interrogador que llevaba a mi padre a penetrar, en sus conversaciones con desconocidos, hasta profundidades más atrevidas de lo que aconseja la cortesía, mi mano, enorme ahora, cogió el cálido botín de su carne tan completamente que mis dedos llegaron a explorar la grieta que se abría entre sus muslos y mi dedo meñique quizá tocó, a través de la funda de tela de textura faunesca, el vértice donde se unían, la sedosa horcajadura, el lugar sagrado.
– No, Peter -dijo ella, con el mismo tono suave de antes.
Sus frías yemas tomaron mi muñeca y volvieron a poner mi mano sobre mi propia pierna. Yo golpeé mi muslo y suspiré, satisfecho. Me había atrevido a hacer mucho más de lo que había soñado. Por eso me pareció innecesario y tímidamente furciesco que ella añadiera en un murmullo:
– Hay mucha gente.
Como si la castidad necesitase una confirmación externa, como si, de haber estado los dos solos, la tierra hubiera podido aprisionarme los antebrazos.
Apagué con fuerza mi cigarrillo y le rogué:
– Tengo que ir con él -y luego añadí-: ¿Tú rezas?
– ¿Rezar?
– Sí.
– Sí.
– ¿Rezarás por él? Por mi padre.
– De acuerdo.
– Gracias, eres buena.
Al llegar a este punto los dos volvimos la vista atrás para mirar lo que acabábamos de decir y nos quedamos asombrados. Me pregunté si había cometido una blasfemia al utilizar a Dios como instrumento para anotarme un tanto importante en el corazón de la muchacha. Pero decidí que no, que su promesa de rezar había aligerado verdaderamente mi carga. Al levantarme le pregunté:
– ¿Irás mañana por la tarde al partido de baloncesto?
– Podría ir.
– ¿Quieres que te guarde sitio?
– Si quieres.
– O si no guárdamelo tú.
– De acuerdo, Peter.
– ¿Eh?
– No te preocupes tanto. No eres culpable de todo lo que ocurre.
En este momento abandonaba su lucha libre la pareja que estaba frente a nosotros, dos compañeros de curso de Penny cuyos nombres eran Bonnie Leonard y Richie Lorah. En un estallido de burlón triunfo, Richie me chilló:
– ¡Comecocos!
Bonnie se rió como una subnormal y la atmósfera del café, que hasta entonces me había dado tanta seguridad, se hizo peligrosa al brotar aquellas palabras dirigidas contra mi cara. Algunos chicos mayores, que lucían adultas bolsas de sombra bajo los ojos, me gritaron:
– ¡Ey!, comecocos, ¿cómo está tu padre? ¿Qué tal está el gordo?
Ningún estudiante que hubiera sido alumno de mi padre podía jamás olvidarle, y el recuerdo parecía adquirir forma bajo el aspecto de una burla. La emoción de la culpa fermentada mezclada con cariño buscaba expiarse sobre mi persona, despreciable receptáculo para tal mito. Yo detestaba aquella circunstancia que, sin embargo, me confería importancia; ser hijo de Caldwell me hacía destacar de entre la masa de los alumnos más jóvenes y me convertía, gracias únicamente a mi padre, en un ser dotado de existencia a los ojos de aquellos Titanes. Bastaba que yo escuchase y aparentara sonreír a medida que ellos volcaban sus crueles dulces recuerdos:
– El viejo siempre se tiraba en un pasillo y gritaba: «Venga, ya podéis pisarme, lo haréis de todos modos»…
– … y cinco o seis nos llenamos los bolsillos de castañas…
– … siete minutos antes de que dieran la hora nos poníamos todos en pie y nos quedábamos mirándole fijamente como si llevara la bragueta abierta…
– Joder, nunca olvidaré…
– … la chica de las últimas filas de la clase decía que no alcanzaba a ver la coma de los decimales…, él se fue a la ventana, cogió un poco de nieve del alféizar, hizo una bola… y la tiró contra la jodida pizarra…
– ¿Las ves ahora? -le dijo.
– Qué carácter.
– Menudo padre tienes, Peter.
Generalmente estas ordalías concluían con una bendición untuosa parecida a ésta. Y a mí me emocionaba recibirla de aquellos criminales de elevada estatura que fumaban en los lavabos, bebían alcohol en Alton, y visitaban los prostíbulos de negras que había en Filadelfia. La sonrisa con que les correspondí se me disecó en los labios y, repentinamente despectivos, ellos me volvieron la espalda. Volví a recorrer el camino hacia la salida del café. En alguno de los reservados alguien imitaba un gallo. En el tocadiscos Doris Day cantaba Sentimental Journey. Del fondo del local llegaba un coro de vítores que se alzaban rítmicamente cada vez que la máquina del millón, tras dejar oír una campanita, concedía una tras otra las partidas gratis. Volví la cabeza y a través de la aglomeración vi que era Johnny Dedman el que jugaba; era imposible confundir aquellos hombros anchos y ligeramente gordos, el cuello de la camisa de pana amarillo canario vuelto hacia arriba, la barroca cabeza de pelo ondulado que pedía a gritos un buen corte y caía por detrás en forma de húmeda cola de ganso. Johnny Dedman era uno de mis ídolos. Aunque era de los mayores, iba a clase con los pequeños debido a los continuos suspensos, y era capaz de llevar a cabo con perfecta exquisitez esas hazañas sin sentido que son las cabriolas, el baile a ritmo de jazz, el juego del millón o comer cacahuetes salados tirándolos primero al aire y recogiéndolos con la boca. Debido a un fallo en la colocación de los alumnos por orden alfabético se había sentado a mi lado en una de las horas de estudio y enseñado varios números, por ejemplo, cómo hacer un chasquido parecido al de dos maderas chocando entre sí a base de sacar repentinamente el dedo de la boca, aunque lo cierto es que a mí nunca me salió un ruido tan fuerte como a él. Él era inimitable y era, sin duda, una tontería tratar de hacerlo igual que él. Tenía la cara rosada de un bebé y un bigote plumoso de pálido vello sin afeitar, y su falta de ambición era de una pureza totaclass="underline" incluso su mal comportamiento era algo que ocurría sin perentoriedad ni estridencias. Incluso estaba fichado por la policía: en una ocasión que se encontraba en Alton, completamente borracho de cerveza, a los dieciséis años, golpeó a un policía. Pero a mí me pareció que no lo había hecho a propósito sino que se dejó caer fríamente en ello, de la misma manera que en la pista de baile parecía caer en los pasos que respondían a los de su pareja y que con el pelo al vuelo, las mejillas encendidas, zarandeando el culo, seguía el ritmo. Cuando jugaba al millón nunca hacía faltas; decía que era capaz de notar los movimientos del mercurio que disparaba el mecanismo que detenía la partida cuando se movía excesivamente la máquina. Jugaba como si él fuera el inventor de aquellas máquinas. De hecho, la única relación que tenía con el mundo de las cosas reales era su reconocida destreza en el campo de la mecánica. Menos en la asignatura de Artes Industriales, siempre sacaba la misma nota: Suspenso. Las S de suspenso tenían para mí un carácter sublime que me quitaba el aliento.
Aquel año, el año en que yo tenía quince, si no hubiera deseado con tanto ahínco ser Vermeer, hubiera tratado de ser Johnny Dedman. Pero, naturalmente, ya tenía el mínimo sentido común como para comprender que nadie puede llegar a ser Johnny Dedman; eso se es al nacer, justamente desde el primer momento.
Una vez fuera me subí las puntas del ancho cuello de mi chaquetón y caminé por la carretera de Alton un par de manzanas hasta llegar al consultorio del doctor Appleton. El tranvía, relevado de su espera por el que se iba en dirección oeste cuando mi padre y yo salimos del instituto, se balanceaba carretera arriba, lleno de grises obreros y gente que volvía de hacer compras, avanzando en dirección este hacia Ely, el pueblecito que estaba al final de la línea. Posiblemente yo había perdido diez minutos. Me apresuré y, consciente de haberle pedido a Penny que rezara, recé a mi vez: Que viva, que viva, que mi padre no esté enfermo. La plegaria iba dirigida a cuantos quisieran escuchar; mi oración fue ensanchándose en círculos concéntricos que primero abarcaron el pueblo y luego alcanzaron el hemisferio del cielo, y más allá, lo que fuera que hubiera más allá. El cielo de detrás de las casas, en el lado oriental, ya se había vuelto morado; sobre mí conservaba todavía el azul de pleno día; y a mi espalda, encima de las casas, estaba en llamas. El azul del cielo era una ilusión óptica que, pese a haberme sido explicada en clase por mi propio padre, sólo podía ser concebida por mi mente como una acumulación de esferas de cristal ligeramente coloreadas, del mismo modo que dos trozos de celofán casi imperceptiblemente rosa forman el color rosa; y si se añade un tercero aparecerá el rojo; un cuarto, el carmesí; y un quinto, y dará un escarlata como el que debe de brillar en el corazón del más ardiente horno. Si la cúpula de azul que había sobre el pueblo era una ilusión, cuánto más ilusorio debía de ser lo que estaba más allá. Por favor, añadí a mi plegaria como un niño al que han reñido.