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– Lo de usted y el señor Zimmerman -dije.

No se le escapó mi grosera impaciencia; me miró por encima del hombro de mi padre y su labio inferior se deslizó pensativamente primero hacia un lado y luego al otro.

– Ah, sí -dijo dirigiéndose a mi padre-. Bueno, pues, Louis y yo pasamos todos los cursos juntos; entonces había que ir de un colegio a otro por todo el condado para seguir los estudios. El primero y el segundo se hacían en Pebble Creek, donde han puesto el aparcamiento para el nuevo restaurante; tercero y cuarto se cursaban en el establo de la señora Eberhardt, que lo alquilaba al ayuntamiento por un dólar al año; el quinto y el sexto en un edificio de piedra que estaba en lo que entonces se llamaban Tierras Negras, de tan profunda que era la capa de marga, allí donde estaba antes la pista del hipódromo. Siempre que había una carrera en día laborable, que solía ser los martes, nos dejaban salir de la escuela porque necesitaban chicos que sujetaran y peinaran los caballos. Y para los que querían estudiar más allá de sexto, cuando yo tuve la edad de poder hacerlo, ya habían construido el instituto en la esquina de Elm Street. ¡Qué grandioso nos parecía entonces aquel edificio! Es el edificio donde tú hiciste los cursos elementales, Peter.

– ¿Sí?, no lo sabía -dije tratando de expiar mi mala educación de antes.

Me pareció que el doctor Appleton se sentía complacido. Se relajó tanto en su crujiente silla que sus arrugados zapatos vacilaron en el aire un momento.

– Pues Louis M. Zimmerman -continuó- había nacido un mes antes que yo, y les caía muy bien a las chicas y las ancianas. La señora Mettzler, que fue nuestra maestra de primero y segundo, una mujer que no medía menos de dos metros y que tenía unas piernas que parecían palillos, estaba prendada de Louis, como por otro lado lo estaban también la señorita Leet y la señora Mabry, que la sucedieron; de camino al colegio Louis iba siempre muy bien acompañado, mientras que naturalmente nadie se fijaba siquiera en un pato feo como Harry Appleton. Louis siempre tuvo gancho. Era rápido.

– Qué razón tiene -dijo mi padre-. Siempre me lleva la delantera en todo, se lo aseguro.

– Nunca -continuó el doctor Appleton, haciendo unos curiosos y ambiguos movimientos con sus rollizas y limpísimas manos, apretando una palma contra la otra, golpeando ligeramente los nudillos de una mano con el borde de la otra- conoció la adversidad. Siempre triunfó y por eso no alcanzó nunca a tener auténtico carácter. Por eso se extiende -dijo arrastrando sus blancos dedos por el aire- como un cáncer. No es un hombre en el que se pueda confiar, por mucho que cada domingo enseñe la Biblia en la Iglesia Reformada. Tcha. Si fuera un tumor, George, cogería un cuchillo -giró la mano y la puso con el pulgar en alto, un pulgar que en aquel momento pareció rígido y afilado- y lo extirparía.

Y su pulgar, curvado hacia atrás en forma de hoz, descargó un golpe cortante en el aire.

– Le agradezco que tenga conmigo tanta franqueza, doctor -dijo mi padre-, pero tanto yo como los demás pobres diablos del instituto lo tenemos atravesado en nuestro camino para siempre. En este pueblo, tres personas de cada cuatro juran por éclass="underline" le adoran.

– La gente es estúpida -dijo el doctor Appleton echando el cuerpo hacia delante de forma que sus pies golpearon suavemente la alfombra-. Es una cosa que se aprende en la práctica de la medicina. Por lo general la gente es muy estúpida.

Golpeó la rodilla de mi padre una, dos, tres veces, y luego continuó con una voz que había adquirido un tono de susurro confidenciaclass="underline"

– Cuando fui a la facultad de medicina de Pennsylvania -dijo-, todo el mundo pensaba: ese chico de pueblo debe de ser un tonto. Después de terminar el primer curso ya no les parecía tan tonto. Es posible que yo fuera algo más lento que otros, pero tenía carácter. Me tomé todo el tiempo que necesitaba, y aprendí lo que tenía que aprender. Cuando nos graduamos, ¿quién crees que era el primero de todos? Eh, Peter, tú eres un muchacho brillante, ¿quién crees que era el primero?

– Usted -dije.

No quería decirlo, pero me habían forzado a ello. Así eran estos señores de Olinger.

El doctor Appleton me miró sin asentir con la cabeza, ni sonreír, ni demostrar en modo alguno que me había oído. Luego miró a mi padre, asintió con la cabeza, y dijo:

– No era el primero pero sí estaba entre los primeros. Hice una buena carrera para ser un chico de pueblo del que todos pensaban que era tonto. George, ¿has escuchado lo que he dicho?

Y sin previa advertencia, con esa extraña forma que los monologantes tienen de terminar una conversación como si les hubieran hecho perder el tiempo, se levantó y desapareció en la zona oculta de su santuario, donde se puso a hacer ruidos de cristales chocando entre sí. Regresó con una botellita que contenía un fluido color cereza y que por sus destellos y la manera de balancearse más parecía mercurio que un líquido. Puso la botella en la mano salpicada de verrugas de mi padre y dijo:

– Una cucharada cada tres horas. Hasta que no tengamos los rayos X no sabremos nada. Descansa y no pienses. Sin la muerte, no podría haber vida. La salud -dijo con una pequeña sonrisa- es una característica animal. La mayoría de nuestras enfermedades provienen de dos puntos: el cerebro y la espalda. Los hombres cometimos dos errores; el primero fue andar de pie, y el segundo empezar a pensar. Con lo cual sobrecargamos la espina dorsal y los nervios. Esto crea tensión en el cerebro, del que depende el resto del cuerpo.

Dio unos pasos largos hacia mí, echó sin delicadeza mi pelo hacia atrás y me miró fijamente la frente.

– En la cabeza no lo tienes tan mal como tu madre -dijo soltándome.

Yo volví a echarme el pelo hacia delante, humillado y deslumbrado.

– ¿Sabe algo de Skippy? -preguntó mi padre.

La furia y el brillo abandonaron al doctor, que se convirtió en un pesado anciano con chaleco y las mangas de la camisa sujetas por un elástico.

– Trabaja en un hospital de St. Louis -dijo.

– Es usted demasiado modesto para admitirlo -le dijo mi padre-, pero apuesto a que está usted orgullosísimo de él. Yo lo estoy; junto con mi hijo, él fue el mejor alumno que he tenido y, gracias a Dios, creo que no le contagié apenas mi testarudez.

– Tiene el talento de su madre -dijo el doctor Appleton después de una pausa durante la cual cayó sobre nosotros un paño mortuorio.

Daba la sensación de que la sala de espera hubiese sido abandonada desde hacía mucho tiempo y que los muebles de cuero negro tuvieran sobre sí el peso y las sombras de los que habían ido a dar el pésame. Parecía que nuestras voces y pasos se perdían en el polvo y me sentí mirado desde el futuro. Mi padre preguntó cuánto debía, pero el doctor apartó sus billetes a un lado diciendo:

– Esperaremos hasta el final de la historia.

– Usted es un hombre que juega limpio y se lo agradezco -dijo mi padre.

Una vez fuera, expuestos al mordiente, negro y vivo frío, mi padre dijo:

– ¿Lo ves, Peter? No me ha dicha lo que yo quería saber. Nunca te lo dicen.

– ¿Qué pasó antes de que yo llegara?

– Me examinó y me dio hora para que me vean por rayos X en el Homeopático de Alton, esta tarde a las seis.