Su padre habla en voz baja para que sólo él pueda oírle:
– Hace diez minutos, cuando cruzaba el pasillo, se ha abierto de golpe la puerta de Zimmerman y ha salido nada menos que la señora Herzog.
– ¿Y qué tiene de gracioso? Ella está en la junta del instituto.
– No sé si tendría que decirte esto, pero supongo que ya eres bastante mayor; la señora Herzog tenía la cara de quien le han estado haciendo el amor.
– ¿El amor? -dice Peter sonriendo de sorpresa. Vuelve a reír y lamenta haber apagado el cigarrillo; ahora le parece algo afectado.
– A las mujeres se les nota. En la cara. A ella se le notaba, al menos hasta que me vio.
– Pero ¿qué es lo que has notado? ¿Iba completamente vestida?
– Claro, pero llevaba el sombrero torcido. Y se le había corrido el carmín.
– Uf, oh.
– Sí, oh. Pero hubiera sido mejor que yo no lo hubiera visto.
– Bueno, no es culpa tuya. Tú no hacías más que cruzar el pasillo.
– No tiene importancia que fuera o no culpa mía. Si lo único que contara fuera eso, nunca habría nadie culpable de nada. Mira, chico, lo cierto es que yo estaba allí, justo delante del nido de amor, y de los problemas. Zimmerman lleva quince años jugando conmigo al gato y el ratón, y ésta será la gota que colme el vaso.
– Papá, ¡qué imaginación! Seguramente ella habla ido a consultarle algo, ya sabes que Zimmerman cita a la gente en su despacho a cualquier hora.
– No has visto cómo se le pusieron los ojos cuando me vio.
– ¿Y tú qué hiciste?
– Sonreírle con simpatía y seguir mi camino. Pero el secreto ha sido descubierto y ella lo sabe.
– Papá, seamos sensatos. ¿Sería capaz la señora Herzog de hacer algo con Zimmerman? Es una mujer madura, ¿no?
Peter se pregunta el porqué de la sonrisa de su padre.
– Tiene cierta fama en el pueblo -dice Caldwell-. Es unos diez años más joven que su marido. No se casó con él hasta que él se hizo rico.
– Pero, papá, tiene un hijo en séptimo.
Peter se exaspera ante la incapacidad de su padre para ver lo evidente: que las mujeres que llegan a entrar en la junta del instituto están más allá del sexo, que el sexo es cosa de adolescentes. No sabe cómo decírselo de forma delicada. De hecho, la yuxtaposición de su padre y un tema como éste le crea tal tensión que se le paraliza la lengua.
Su padre entrelaza sus manos salpicadas de manchas pardas con tanta fuerza que los nudillos se le ponen amarillos. Luego dice:
– Cuando estaba frente a esa puerta notaba la presencia de Zimmerman, sentado dentro de su despacho como una gran nube tormentosa; ahora mismo puedo notar su presencia en mi pecho.
– Papá -interrumpe Peter-. Eres ridículo. ¿Por qué haces una montaña de nada? El Zimmerman que tú ves ni siquiera existe. No es más que un viejo imbécil escurridizo que disfruta manoseando a las chicas.
Sorprendido, su padre levanta la vista. Le cuelgan las mejillas:
– Me gustaría tener tanta confianza en mí mismo como tú. Si tuviera tanta confianza en mí mismo me hubiera llevado a tu madre a trabajar en los teatros de variedades y tú ni siquiera hubieras nacido.
Esta frase fue lo más parecido a una censura de su hijo que jamás llegó a pronunciar Caldwell. Las mejillas del chico arden.
– Será mejor que la llame -dice Caldwell deslizándose fuera del reservado-. No consigo sacarme de la cabeza la idea de que el abuelo Kramer se caerá cualquier día por esa escalera. Si continúo con vida estoy dispuesto a poner una barandilla.
Peter le sigue hasta la entrada del bar.
– Minor -dice Caldwell-, ¿te destrozaría el corazón si te pido que me cambies diez dólares?
Mientras Minor toma el billete, Caldwell le pregunta:
– ¿Cuándo calculas que llegarán a Olinger los rusos? Seguramente deben de estar cogiendo el tranvía en Ely en este momento.
– De tal padre, tal hijo, ¿eh, Minor? -grita Johnny Dedman desde su reservado.
– ¿Lo quiere de alguna forma especial? -pregunta Minor algo molesto.
– Un billete de cinco, cuatro de uno, tres monedas de veinticinco, dos de diez y una de cinco. Espero que vengan -continúa Caldwell-. Sería lo mejor que le podría ocurrir al pueblo desde que los indios se fueron. Nos alinearían frente a la pared de correos y nuestras miserias, las de los viejos como tú y yo, se acabarían de golpe.
Minor no quiere oírle. Suelta un bufido tan iracundo que, cuando vuelve a hablarle, Caldwell pregunta con una voz más aguda, afligida, cautelosa:
– Bien, ¿cuál crees tú que es la solución? Somos demasiado estúpidos para morir por nuestra cuenta.
Como de ordinario, no recibe ninguna contestación. Acepta el cambio silenciosamente y da a Peter el billete de cinco dólares.
– ¿Para qué es esto?
– Para que comas. El hombre es un mamífero que tiene que comer. No podemos pedirle a Minor que te alimente gratis, aunque sea lo bastante caballero como para hacerlo. Lo sé perfectamente.
– Pero, ¿de dónde lo has sacado?
– No te preocupes.
Esta frase permite a Peter comprender que su padre ha vuelto a tomar prestado dinero de los fondos de atletismo del instituto, pues este dinero ha sido confiado a sus manos. Peter no entiende absolutamente nada de los enredos económicos de su padre. Sólo sabe que son confusos y peligrosos. Cuando era un niño, hace cuatro años, una vez tuvo un sueño en el que su padre era convocado para que rindiera cuentas. Con la cara cenicienta, su padre, cubierto únicamente por una caja de cartón bajo la que aparecían, amarillentas y delgaduchas, sus piernas desnudas, bajó a tropezones las escaleras del Ayuntamiento rodeado por una muchedumbre de ciudadanos que le maldecían a carcajadas y tiraban oscuros objetos pulposos que producían, al golpear la caja, un ruido amortiguado. Y, como ocurre en los sueños, en los que somos a la vez autor y personaje, Dios y Adán, Peter comprendió que dentro del ayuntamiento se había celebrado un juicio. Su padre había sido considerado culpable, le habían quitado todo cuanto poseía y había sido azotado, para ser finalmente devuelto al mundo en una situación por debajo de la de los vagabundos. La palidez de su rostro bastaba para saber que aquella desgracia supondría la muerte para él. En sueños, Peter gritó:
– ¡No! ¡Ustedes no lo comprenden! ¡Esperen!
Las palabras fueron pronunciadas con voz infantil. Peter trató de explicar a los iracundos ciudadanos que su padre era inocente, que trabajaba demasiado, que era un hombre lleno de preocupaciones y ansiedades, que era una persona concienzuda; pero las piernas de la multitud le apartaron a empujones, ahogaron sus gritos y no consiguió que nadie oyera su voz. Al despertar todo seguía sin explicación. Ahora, en el bar, tiene la impresión de haber aceptado una tira de la flagelada piel de su padre y haberla metido en su cartera para obtener a cambio hamburguesas, limonadas, partidas de millón, y cacahuetes de chocolate Reese, que tan perjudiciales son para su psoriasis.
El teléfono público está pegado a la pared detrás del estante de los tebeos. Caldwell pone una moneda de cinco centavos y otra de diez y llama a Firetown.
– ¿Cassie? Estamos en el bar… Está arreglado. Era el eje de transmisión… Dice que serán unos veinte dólares, todavía no había calculado la mano de obra. Dile al abuelo que Al ha preguntado por él. ¿No se habrá caído por la escalera, verdad…? Sabes que no quiero decir eso, espero que tampoco él lo entienda mal… No, no he podido, no he tenido ni un segundo, tengo que estar en el dentista dentro de cinco minutos… Sinceramente, Cassie, tengo miedo de lo que pueda decirme… Ya lo sé… Ya lo sé… Supongo que alrededor de las once. ¿Os habéis quedado sin pan? Ayer noche te compré un emparedado italiano, pero todavía está en el asiento del coche… ¿Eh? Tiene buen aspecto. Acabo de darle cinco dólares para que coma… Ahora se pondrá.