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En la cafetería se movían las mujeres del delantal verde disponiendo las cajas de cartón que contenían leche con chocolate que se vendían a ocho centavos, preparando las bandejas de bocadillos envueltos en papel de plata, y revolviendo las grandes ollas de caldo. Hoy era de tomate. Aquel nauseabundo olor plañidero llenaba el volumen de mosaico. Mom Schreuer, un alma gorda cuyo hijo era dentista y que tenía el delantal ennegrecido a la altura de su regazo por haberse apoyado en la cocina, agitó hacia él una paleta de madera. Caldwell, sonriendo como un niño que ha recibido un saludo, también agitó su mano. Siempre se sentía más seguro cuando estaba entre el personal encargado de los servicios de la escuela, los que alimentaban sus hornos, los bedeles, las cocineras. Todos ellos le recordaban a la gente de verdad, a la gente que había conocido durante su infancia en Passaic, estado de Nueva Jersey, donde su padre había sido un pobre pastor de una pobre parroquia. Todos los habitantes de la calle de su casa tenían una ocupación fácil de nombrar -lechero, soldador, impresor, albañil- y cada una de las casas de aquella hilera tenía a sus ojos, gracias a sus particulares grietas, cortinas y macetas, un rostro propio. Hombre modesto, Caldwell se sentía más cómodo en los sótanos del instituto. Allí hacía menos frío; cantaban los tubos de vapor, se entendían las conversaciones.

Aquel gran edificio era simétrico. Abandonó la cafetería subiendo una escalera y llegó al vestuario de las chicas. Territorio prohibido; pero por lo revuelto que estaba el vestuario de los chicos sabía que en aquel momento estaban haciendo gimnasia los varones y no había peligro de cometer el error de penetrar en el lugar sagrado. Efectivamente, el vestuario estaba vacío. La gruesa puerta verde estaba abierta de par en par y dejaba ver una franja de suelo de cemento, un pedacito de un banco marrón y un alto segmento de armarios cerrados de las altas ventanas de cristal esmerilado. ¡Alto!

Fue allí precisamente donde Caldwell cometió, cansado, aquella imprudencia, se detuvo, irritados los ojos de haber estado corrigiendo ejercicios en la sala de las calderas mientras el edificio, abandonado ya por los alumnos, se oscurecía gradualmente y sonaba el tictac de los relojes en las aulas vacías, y sorprendió a Vera Hummel que, al otro lado de aquella misma puerta abierta también de par en par, envuelta en una nube de vapor, sostenía graciosamente una toalla azul que cubría parcialmente su cuerpo y dejaba ver sus ambarinas regiones sexuales salpicadas de blancas gotas de rocío.

– ¿Por qué se queda mi hermano Quirón boquiabierto como un sátiro? Sabes muy bien cómo son los dioses.

– Venus, señora mía -dijo inclinando su espléndida cabeza-, por un momento vuestra belleza me embelesó hasta el punto de hacerme olvidar que somos hermanos.

Ella se rió y, llevando hacia delante su pelo ambarino para dejarlo caer sobre un hombro, le dio unos golpecitos indolentes.

– Una fraternidad que quizá vuestro orgullo desdeña confesar. Porque, transformado en caballo, el padre Cronos os engendró en Fílira en la plenitud de sus fuerzas; mientras que cuando yo fui engendrada, lanzó los cortados genitales de Urano a la espuma como si de basura se tratase.

Volviendo su cabeza, Venus torció otra vez la descuidada cinta de su cabello. El agua bruscamente escurrida resbaló a lo largo del hueso de su clavícula. Su garganta se recortaba en silueta contra una húmeda nube roja; los cabellos del lado más cercano a Quirón se movían como caballos al galope. Ella mostró su perfil con la mirada gacha. La pose abrumó a Quirón y las tripas se le tensaron como cuerdas de arpa. Pese a lo patente de su insinceridad, la queja de Venus por lo bárbaro que había sido su nacimiento hizo tartamudear a Quirón en su intento de consolarla:

– Pero también mi madre era hija de Océano -dijo, y en el mismo instante supo que, al dar una respuesta a la ligera masturbación de Venus (aunque fuera una respuesta tan delicadamente seria como aquélla), había ido más lejos de la cuenta.

Los ojos pardos de Venus ardieron con una fuerza que arrebató a Quirón toda conciencia del cuerpo de la diosa; su forma brillante se convirtió en simple soporte de su iracunda divinidad.

– Sí -dijo ella-. Y Fílira detestaba tanto al monstruo que había parido que pensó que era preferible verse convertida en un tilo antes que tener que amamantarte.

Quirón se puso rígido; con su estrecha mentalidad de mujer ella había saltado al terreno de la verdad que más podía dolerle. Pero al despertar sus recuerdos de aquella mujer inolvidable, Venus le fortaleció contra ella. Al reflexionar sobre esta leyenda según la cual en una isla, tan diminuta que parecía al verla que estuviera cubierta por múltiples capas refractantes de agua, yacía abandonado un molusco mitad piel mitad membrana, que era su yo infantil, al reflexionar sobre este relato, uno entre otros muchos, con la única diferencia de que en éste una imagen desconocida llevaba su propio nombre, Quirón había llegado de adulto a mirar compasivamente, basándose en sus experiencias de los seres y su conocimiento de la historia, a Fílira, hija de Océano y de Tetis, más bella que inteligente y poseída por un brutal Cronos, que, sorprendido por la vigilante Rea, se transformó en un caballo semental y salió galopando para dejar que su semilla engendrara su adúltero fruto en el vientre de la inocente hija del mar. ¡Pobre Fílira! Su madre. El sabio Quirón era casi capaz de reconstruir su rostro cuando, lleno de lágrimas, le imploró a un cielo, cuyas normas habían sido transgredidas, la eximiesen del cumplimiento del deber -más antiguo incluso que el de las Cien Manos y que se remontaba a una época en que la conciencia no era más que polvo de polen errante en la oscuridad-, que ordenó que la mujer fuese el campo fecundo de la copulación, cuando rogaba a este cielo cruel que le perdonase el horrible fruto de una violación oscuramente comprendida y vergonzosamente deseada: así era, al borde mismo de la metamorfosis de su madre, como más claramente la veía Quirón; y cuando, en los momentos de tristeza y asombro de la juventud, iba a examinar los tilos, cuando siendo ya un vigoroso erudito de nuevas crines, de piel lustrosa aunque ligeramente rígida debido a la prudente dignidad con que había querido proteger su herida y por la piadosa resolución que iba a hacer de él guardián de tantos huérfanos de madre, abrazado Quirón por la ancha y suave sombra del árbol había creído descubrir en las actitudes tentativas de las ramas más bajas y en los estremecimientos de las hojas acorazonadas, una protesta, una esperanza de recuperar la forma humana, y hasta cierta satisfacción al ver al hijo crecido, lo cual, unido a sus serias y exactas investigaciones en torno a los procesos químicos de la suave miel del tilo, le permitió ampliar su visión con el sabor, el aroma y el tacto de una personalidad patética y demasiado dócil que, por la traición de unos pocos momentos de histeria, se vio convertida en esa arbórea benevolencia que, si hubiera seguido siendo humana, hubiera sido una benevolencia maternal ramificada en palabras sin sentido, tranquilas atenciones, y ademanes de amor. Después, acercando su cara al árbol, Quirón pronunciaba su nombre. Sin embargo, a pesar de tan dolorosos empeños de reconciliación, al reflexionar sobre la fábula de su nacimiento le dominaba a menudo un resentimiento infantil que socavaba amargamente su madura reconstrucción; la sed inmerecida de sus primeros días envenenaba sus labios; y la pequeña isla, de menos de cien metros de largo, en la que él, primero de una raza criada por su propia naturaleza en las cuevas, quedó expuesto a la intemperie, le parecía la imagen misma de la mujer: superficial, estrecha, y egoísta. Egoísta. Seducida con demasiada facilidad, rechazada con demasiada facilidad, la voluntad de la mujer llora compadecida de sí misma y es capaz de dejar que su fruto se pudra en una playa por culpa de unos pocos pelos de caballo. De esta forma, vista a través de una de las caras del prisma que él había construido analizando el relato, la burlona diosa de pequeño rostro que tenía delante era merecedora de compasión; mientras que vista a través de la otra, era detestable. En cualquiera de los dos casos, Venus quedaba reducida a una dimensión más pequeña.