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Birgitta Roslin se esforzaba por olvidar a los muertos que la rodeaban. Y, en cambio, trató de evocar la borrosa imagen de su madre en aquella casa. Una mujer joven con un deseo inmenso de marcharse de allí, un deseo que no podía compartir con nadie, apenas reconocérselo a sí misma, sin sentir remordimientos por unos padres tan amorosos y tan llenos de buena voluntad religiosa.

Estaba en el vestíbulo y aguzó el oído. El silencio de las casas vacías no se parecía, se dijo, a ningún otro. Era como si alguien se hubiese ido de allí llevándose consigo todos los sonidos. Ni siquiera se oía el tictac de un reloj.

Entró en la sala de estar y la recibió un ejército de aromas antiguos, de muebles, de tapices y de jarrones de desgastada porcelana que competían por un lugar en las estanterías o entre las plantas. Tocó la tierra de una de las plantas, fue a la cocina a buscar una jarra de agua y regó todas las que vio. Era como un servicio a los muertos. Después se sentó en una silla y miró a su alrededor. ¿Cuántos de los objetos que había en la habitación existían cuando su madre vivía allí? La mayoría, pensó. Todo lo que hay aquí es viejo, los muebles envejecen con aquellos que los utilizan.

La porción de suelo en la que habían yacido los cadáveres aún estaba cubierto de plástico. Subió la escalera hasta el primer piso. En el dormitorio principal, la cama estaba deshecha. Una zapatilla medio oculta bajo la cama. La otra no se veía. En el piso de arriba había otras dos habitaciones. En la que daba al oeste, el papel de la pared tenía unos animales pintados por algún niño. Creía recordar que su madre le había hablado de ese papel en alguna ocasión. Se veía una cama, un escritorio, una silla y un montón de alfombras apiladas contra una pared. Abrió el armario, que estaba revestido por dentro con papeles de periódico. Leyó el año: 1969. Para entonces, su madre llevaba ya más de veinte años lejos de allí.

Se sentó en la silla que había ante la ventana. Ya había oscurecido y no se veían las lomas del bosque junto al lago. En el lindero andaba un policía con un colega que le sostenía la linterna. De vez en cuando se detenía y se agachaba, como si estuviese buscando algo en el suelo.

Birgitta Roslin se sintió extrañamente muy próxima a su madre. Allí mismo se habría pasado sentada algún rato, mucho antes de haber pensado siquiera en tener una hija. Allí mismo, aunque en un espacio y un tiempo distintos. Alguien había rayado el alféizar de madera de la ventana, pintada de blanco. Tal vez su propia madre, tal vez cada muesca era una expresión de su anhelo de marcharse lejos, una expresión de cada nuevo día.

Se levantó y volvió a bajar. Junto a la cocina había una habitación con una cama, unas muletas apoyadas contra la pared y una vieja silla de ruedas. En el suelo, junto a la mesita de noche, se veía un orinal esmaltado; pero todo daba la impresión de no haber sido utilizado en mucho tiempo.

Regresó a la sala de estar caminando muy despacio y en silencio, como si temiese molestar. Vio los cajones medio abiertos de un aparador. Uno de ellos estaba lleno de manteles y servilletas, otro de ovillos de lana de colores oscuros. En el tercero, el último, encontró unos fajos de cartas y varios diarios guardados en carpetas de color marrón. Sacó uno de los diarios y lo abrió. No vio ningún nombre. Estaba escrito de principio a fin, con una letra minúscula. Sacó las gafas e intentó descifrar la diminuta caligrafía. Era un diario antiguo, con la ortografía de antaño. Alguien había ido escribiéndolo… Las notas trataban sobre locomotoras, vagones y vías de ferrocarril.

De repente, detectó una palabra que la sorprendió: Nevada. Contuvo la respiración… Súbitamente, parecía que algo iba a cambiar, aquella casa muda y vacía le había dejado un mensaje. Se esforzó por seguir leyendo cuando llamaron a la puerta. Dejó el libro en el cajón y lo cerró. Vivi Sundberg apareció en la sala de estar.

– Como es lógico, habrás visto dónde estaban los cadáveres, supongo que no tengo que enseñártelo.

Birgitta Roslin asintió.

– Por la noche, cerramos las casas con llave. Será mejor que salgas ya.

– ¿Habéis localizado a más familiares de las personas que vivían aquí?

– De eso precisamente quería hablar contigo. Parece que Brita y August no tenían hijos ni otros parientes que los que vivían en el pueblo, que también están muertos. Mañana pondremos sus nombres en la lista de víctimas que haremos pública.

– ¿Qué pasará con todos ellos después?

– Quizá tú deberías pensar algo, puesto que, en cierto modo, eres pariente suyo.

– Yo no soy pariente, pero me preocupa saberlo.

Salieron de la casa y Vivi Sundberg cerró con una llave que después dejó colgada de un clavo.

– No abrigamos ningún temor de que alguien entre a robar. Este pueblo está tan vigilado y protegido como los reyes de Suecia.

Se despidieron en la carretera. Algunas de las casas se distinguían iluminadas por potentes focos. Birgitta Roslin volvió a tener la sensación de hallarse en un escenario teatral.

– ¿Volverás a casa mañana? -quiso saber Vivi Sundberg.

– Probablemente. ¿Has tenido tiempo de pensar en lo que te dije?

– Informaré de ello mañana, en la reunión matinal, y luego lo iremos comprobando igual que el resto de la información que hemos recabado hasta ahora.

– En cualquier caso, convendrás conmigo en que parece probable e incluso verosímil que exista alguna conexión entre los dos sucesos, ¿verdad?

– Es demasiado pronto para asegurarlo; pero creo que lo mejor que puedes hacer por ahora es dejar el tema.

Birgitta Roslin vio cómo Vivi Sundberg se sentaba al volante y se alejaba en el coche. «No me cree», concluyó hablando en voz alta consigo misma, en medio de la noche. «No me cree, pero lo comprendo, claro.»

Sin embargo, al mismo tiempo, se sentía indignada. Si ella fuese policía, le habría dado prioridad a una información que indicase que existía relación con un suceso similar, aunque se hubiese producido en otro continente.

Decidió hablar con el fiscal que dirigía la investigación previa. Él debería comprender la importancia de su aportación.

Condujo a demasiada velocidad en dirección a Delsbo y, cuando llegó al hotel, aún seguía enojada. Los publicistas celebraban su fiesta en el comedor, así que tuvo que cenar en el bar, que estaba desierto. Pidió una copa de vino con la comida. Un Shiraz australiano, con mucho cuerpo, aunque no pudo determinar si tenía matices de chocolate o de regaliz, o de ambos.

Después de cenar subió a su habitación. Ya se le había pasado el enfado. Se tomó una de sus pastillas de hierro y recordó el diario que había estado hojeando. Debería haberle hablado de él a Vivi Sundberg, pero, por alguna razón, optó por callar. Ni que decir tiene que el diario corría el riesgo de convertirse en una ínfima parte del ingente material de la investigación.

Como jueza, había aprendido a valorar a los policías que daban muestras de un talento especial para descubrir los eslabones importantes en un material que, para otros, podía resultar enredado y caótico.

¿Qué tipo de policía sería Vivi Sundberg? Una mujer de mediana edad con sobrepeso que no parecía muy ágil mentalmente.

Birgitta Roslin se arrepintió enseguida de su juicio, era injusto, pues no la conocía en absoluto.

Se tumbó en la cama, encendió el televisor. Oía las vibraciones de los bajos de la fiesta que se celebraba en el comedor.

La despertó el teléfono. Miró el reloj y comprobó que llevaba durmiendo más de una hora. Era Staffan.

– ¿En qué parte del mundo te encuentras? ¿Adónde estoy llamando?

– A Delsbo.

– Pues no sé ni dónde está.

– Al oeste de Hudiksvall. Si no recuerdo mal, antes se hablaba mucho de las violentas peleas con cuchillos entre los labradores de Delsbo.

Le habló de su encuentro con Hesjövallen. Oyó que Staffan estaba escuchando jazz. «Está encantado de estar solo», concluyó. «Ahora puede escuchar tranquilamente todo el jazz que quiera y que tan poco me gusta.»