Birgitta Roslin empezó a maliciarse algo. Vivi Sundberg se mostraba reservada, un tanto fría, pero fue derecha al grano.
– No estamos totalmente sordos o ciegos -comenzó-. Aunque seamos policías de pueblo. Estoy segura de que me comprendes.
– No.
– Pues echamos de menos el contenido de un cajón del escritorio que hay en la casa donde fui tan amable de dejarte un rato a solas. Te pedí que no tocaras nada, pero lo hiciste. Supongo que irías allí durante la noche. En el cajón que limpiaste había diarios y cartas. Esperaré aquí mientras vas a buscarlos. ¿Eran cinco o seis diarios? ¿Cuántos fajos de cartas? En fin, tráelos todos. Y tendré la amabilidad de olvidar el incidente. Además, puedes darme las gracias por haberme tomado la molestia de venir aquí.
Birgitta Roslin notó cómo se sonrojaba. La habían sorprendido in fraganti, con las manos en la masa. No había nada que hacer. La jueza había sido sentenciada.
Se levantó y fue a su habitación. Por un instante, sintió la tentación de quedarse con el diario que estaba leyendo, pero no tenía ni idea de cuánto sabía Vivi Sundberg, y que hubiese dado a entender que no conocía el número exacto de diarios no tenía por qué significar nada. También podía pretender poner a prueba su honradez. Birgitta Roslin bajó a recepción con todos los documentos que se había llevado. Vivi Sundberg tenía una bolsa de papel en la que lo guardó todo.
– ¿Por qué lo hiciste?
– Tenía curiosidad. Lo siento.
– ¿Hay algo que no me hayas contado?
– No existe ningún móvil oculto.
Vivi Sundberg la observó con interés. Birgitta Roslin notó que volvía a ruborizarse. La policía se levantó. Pese a ser una mujer corpulenta y con algo de sobrepeso, se movía con agilidad.
– Deja que nosotros nos encarguemos de esto -le sugirió-. No tomaré medidas respecto de tu intromisión nocturna en la casa. Lo olvidaremos. Tú te irás a casa y yo seguiré con mi trabajo.
– Lo siento.
– Ya te has disculpado antes.
Vivi Sundberg desapareció por la puerta en dirección al coche de policía que la aguardaba. Birgitta Roslin lo vio partir entre una nube de polvo de nieve. Subió a su habitación, se puso el chaquetón y se fue a dar un paseo por el lago congelado. El viento soplaba frío y racheado y se protegió la barbilla en el cuello del chaquetón. Un juez no salía por la noche a robar diarios y cartas de una casa en la que acababan de masacrar a dos ancianos, pensó. Caminaba preguntándose si Vivi Sundberg les referiría el asunto a sus colegas o si optaría por mantenerlo en secreto.
Birgitta Roslin fue bordeando el lago y regresó al hotel sudorosa y acalorada. Después de darse una ducha y de cambiarse de ropa, revisó mentalmente lo sucedido.
Hizo un intento de poner por escrito sus ideas, pero arrugaba las notas una tras otra antes de arrojarlas a la papelera. Ya había visitado la casa en la que había crecido su madre. Había visto su habitación y sabía que las víctimas eran sus padres adoptivos. «Ya es hora de volver a casa», se dijo.
Bajó a recepción y avisó de que se quedaría una noche más. Después, se dirigió a Hudiksvall, buscó una librería y se compró un libro sobre vinos. Dudó unos minutos si comer en el restaurante chino del día anterior, pero finalmente optó por uno italiano. Permaneció allí un buen rato, hojeando unos periódicos, aunque sin fijarse en lo que decían de Hesjövallen.
De pronto sonó su móvil y vio en la pantalla que era el número de Siv, una de las gemelas.
– ¿Dónde estás?
– En Hälsingland, ya te lo dije.
– Pero ¿qué has ido a hacer allí?
– No lo sé, la verdad.
– ¿Estás enferma?
– En cierto modo… Estoy de baja, pero más que enferma estoy cansada.
– Dime, ¿qué haces en Hälsingland?
– Vine por viajar un poco. Por variar. Vuelvo mañana.
Birgitta Roslin oía la respiración de su hija.
– ¿Habéis vuelto a discutir papá y tú?
– ¿Por qué íbamos a haber discutido?
– Cada vez estáis peor. Lo noto cuando voy a veros.
– ¿El qué?
– Que no estáis bien. Además, él me lo ha dicho.
– ¿Quieres decir que papá te ha hablado de nosotros?
– Él tiene una ventaja: si le preguntas, contesta. Tú, en cambio, no lo haces. Creo que deberías reflexionar sobre ello cuando vuelvas. Ahora tengo que dejarte, se me acaba el saldo de la tarjeta.
Se oyó un clic. La conversación había terminado. Se quedó pensando en lo que le había dicho su hija. Le dolía, pero al mismo tiempo hubo de admitir que era cierto. Ella acusaba a Staffan de escabullirse con ella, pero ella hacía lo mismo con sus hijos.
Regresó al hotel, leyó un poco del libro que acababa de comprar, tomó una cena ligera y se fue a dormir muy temprano.
El teléfono la despertó en la oscuridad de la noche. Cuando descolgó, no había nadie. La pantalla no mostraba ningún número.
De repente, sintió cierto malestar, ¿quién habría llamado?
Antes de volver a conciliar el sueño fue a comprobar que la puerta estaba cerrada con llave. Después miró por la ventana. El camino hasta el hotel estaba desierto. Se acostó una vez más y pensó que, por la mañana, haría lo único sensato que podía hacer.
Volvería a casa.
9
A las siete de la mañana ya estaba desayunando en el comedor. A través de las ventanas que daban al lago vio que empezaba a soplar el viento. Un hombre se acercaba tirando de un trineo en el que llevaba a dos niños bien abrigados. Recordó sus penurias cuando tenía que tirar de trineos cargados de niños. Había sido una de las experiencias más curiosas de su vida, verse jugando con sus hijos en la nieve al mismo tiempo que cavilaba sobre cómo debería pronunciarse en el juicio de algún caso complicado. Los gritos y las risas de los niños suponían un fuerte contraste frente a los aterradores entresijos de los crímenes cometidos.
En una ocasión se puso a calcular y llegó a la conclusión de que, durante los años que llevaba ejerciendo de jueza, había mandado a la cárcel a tres asesinos y a siete homicidas. A ello había que añadir una serie de violadores y de hombres acusados de agresiones graves que no terminaron en homicidio por casualidad.
La idea la llenaba de inquietud, eso de medir su vida y sus penalidades por la cantidad de asesinos que había enviado a la cárcel. «¡Era ésa, en verdad, la suma de todos sus esfuerzos?
Llegó a recibir amenazas en dos ocasiones. En una de ellas, la policía de Helsingborg consideró justificado ponerle vigilancia. Se trataba de un narcotraficante vinculado a una panda de moteros. Los niños eran entonces muy pequeños y fue una época muy desagradable que destrozó su vida con Staffan, uno de esos periodos en que se gritaban prácticamente a diario.
Mientras comía, evitó los periódicos que abundaban sobre los sucesos de Hesjövallen. En cambio, tomó un diario de economía y hojeó distraída las páginas con los índices bursátiles y los artículos sobre la representación femenina en los consejos de administración de las compañías suecas. Había pocos comensales en el restaurante. Fue a buscar otro café y empezó a pensar si debía elegir otro camino de vuelta. Tal vez algo más al oeste, a través de los bosques de Värmland.
De repente, alguien le dirigió la palabra, un hombre solitario que estaba sentado unas mesas más allá.
– ¿Es a mí?
– Sí, sólo te preguntaba qué quería Vivi Sundberg.
No reconocía a aquel hombre y apenas si entendía lo que le decía. Sin embargo, antes de que ella contestase, él ya se había levantado y se acercó a su mesa, agarró una silla y, sin pedir permiso siquiera, se sentó.
El hombre tenía el rostro rubicundo, unos sesenta años, con algo de sobrepeso y mal aliento.
Birgitta se enfadó y empezó a defender su territorio enseguida.
– Quisiera desayunar en paz.