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– Ya has desayunado. Sólo quería hacerte un par de preguntas.

– Ni siquiera sé quién eres.

– Lars Emanuelsson. Reportero. No periodista. Soy mejor que ellos. Yo no me dedico a escribir como esos folicularios. Tengo un estilo elaborado.

– Pues eso no te autoriza a violar mi derecho a desayunar en paz.

Lars Emanuelsson se levantó y fue a sentarse en una silla de la mesa contigua.

– ¿Mejor así?

– Mejor. ¿Para quién escribes?

– Aún no lo he decidido. Primero termino la historia y luego decido a quién se la doy. Yo no me vendo a cualquiera.

Birgitta estaba cada vez más irritada ante la soberbia del periodista. Además, olía fatal, como si llevara mucho tiempo sin ducharse. Parecía la caricatura de un periodista entrometido.

– Te vi ayer hablando con Vivi Sundberg. No fue una conversación demasiado amistosa, dos gallos femeninos midiéndose el uno al otro, ¿me equivoco?

– Te equivocas. No tengo nada que decirte.

– Pero no me negarás que estuviste hablando con ella, ¿verdad?

– Por supuesto que no lo niego.

– Me pregunto qué hace aquí una jueza de Helsingborg. Algo tendrás que ver con esa investigación. Ocurren cosas horribles en un pueblecillo de Norrland y la jueza Birgitta Roslin emprende un viaje desde Helsingborg.

Birgitta estaba cada vez más alerta.

– ¿Qué quieres exactamente? ¿Y cómo sabes quién soy?

– Se trata de métodos. La vida entera es una búsqueda constante del mejor camino para alcanzar un resultado. Supongo que eso también es aplicable a un juez. Dispone de reglas y directrices, leyes y normativas; pero los métodos son propios. Ni sé sobre cuántas investigaciones de asesinato he escrito. Durante todo un año, más exactamente, trescientos sesenta y seis días, seguí la investigación del asesinato de Palme. Comprendí enseguida que jamás atraparían al asesino, puesto que la investigación había fracasado antes de empezar realmente. Era evidente que el magnicida nunca se sometería a la ley, puesto que la policía y los fiscales no buscaban la solución al asesinato, sino el favor de las cámaras de televisión. En opinión de muchos, el asesino debía ser Christer Pettersson. Salvo un grupo de investigadores inteligentes que comprendieron que él era el hombre equivocado; equivocado en todos los sentidos. Sin embargo, nadie quiso escucharlos. En cualquier caso, yo soy de los que se mantienen en la periferia, dando vueltas. Así se ven cosas que los demás pasan por alto, como, por ejemplo, que una jueza reciba la visita de una policía que, seguramente, no tiene tiempo para nada que no sea la investigación en la que ahora trabaja las veinticuatro horas. ¿Qué fue lo que le diste?

– No pienso contestar a esa pregunta.

– En ese caso, he de interpretar que tienes algo que ver con lo que ha sucedido. Y así lo escribiré: «Jueza de Escania involucrada en el drama de Hesjövallen».

Birgitta apuró el café y se levantó. Él la siguió hasta la recepción.

– Si me das algo, puedo devolverte el favor.

– No tengo absolutamente nada que decirte. Y no porque guarde un secreto sino porque, de verdad, no tengo nada que pueda ser de interés para un periodista.

Lars Emanuelsson pareció súbitamente desolado.

– Reportero, No periodista. Yo no me dirijo a ti llamándote jueza de pacotilla.

De pronto, a Birgitta le cruzó la mente una idea.

– ¿Fuiste tú quien me llamó por teléfono a medianoche?

– No…

– Bien, pues ya lo sé.

– Pero entonces, ¿sonó el teléfono? ¿A medianoche, mientras dormías? ¿Es algo por lo que debería interesarme?

Ella no contestó, sino que llamó el ascensor.

– Bueno, te daré algo -le dijo Lars Emanuelsson-. La policía oculta un detalle importante. Si es que se puede llamar detalle a una persona.

Las puertas del ascensor se abrieron y Birgitta entró.

– No sólo murieron personas mayores. También había un niño en una de las casas.

Las puertas se cerraron. Una vez arriba, Birgitta volvió a bajar. El reportero estaba esperándola. No se había movido ni un centímetro. Se sentaron y Lars Emanuelsson encendió un cigarrillo.

– Aquí está prohibido fumar.

– Dime alguna otra cosa que no me importe lo más mínimo.

Sobre la mesa había una maceta que utilizó como cenicero.

– Uno debe buscar siempre lo que la policía no cuenta. En lo que ocultan podemos averiguar cómo piensan, en qué dirección creen que deben avanzar para dar con un criminal. Entre todas las víctimas había un niño de doce años. Saben quiénes eran sus familiares y qué hacía en el pueblo, pero se lo ocultan a la gente.

– ¿Y tú cómo lo sabes?

– Es un secreto. En una investigación criminal siempre hay una grieta por la que se fuga la información. Uno debe buscarla y aplicar el oído a ella.

– ¿Quién es ese niño?

– Hasta el momento, un factor desconocido. Yo sé su nombre, pero no te lo diré. Estaba de visita en casa de unos familiares. En realidad, tendría que haber estado en el colegio, pero había venido a recuperarse de una operación de los ojos. El pobre era bizco. Por fin le habían colocado los ojos en su sitio, podríamos decir que le habían ajustado el intermitente. Y entonces van y lo matan. Del mismo modo que a los ancianos con los que vivía. Aunque no del todo.

– ¿Cuál es la diferencia?

Lars Emanuelsson se retrepó en la silla. Su estómago se expandió sobresaliendo por encima del cinturón. Para Birgitta Roslin era un hombre completamente repugnante. Él lo sabía, pero no le importaba lo más mínimo.

– Ahora te toca a ti. Vivi Sundberg, libros y cartas.

– Soy pariente lejana de algunas de las víctimas. Le di a Sundberg un material que me había pedido.

El reportero la observó con los ojos entrecerrados.

– ¿Me lo creo?

– Puedes creer lo que quieras.

– ¿Qué tipo de libros? ¿Qué cartas?

– Se trataba de esclarecer las relaciones de parentesco entre la familia.

– ¿Qué familia?

– Brita y August Andrén.

El reportero asintió reflexivo y apagó el cigarro con inesperada energía.

– Casa número dos o número siete. La policía le ha dado un código a cada casa. La casa número dos se llama 2/3. Lo que significa, claro está, que en ella se encontraron tres cadáveres. -Siguió observándola mientras sacaba un cigarrillo a medio fumar de un paquete arrugado-. Pero eso no explica el porqué de la frialdad en la conversación que mantuviste con Vivi Sundberg.

– Ella tenía prisa. ¿Cuál era la diferencia en el caso del niño?

– No he conseguido adivinarlo del todo. He de admitir que los policías de Hudiksvall y los refuerzos del grupo de homicidios de Estocolmo saben mantener la boca cerrada. Sin embargo, creo saber que el niño no fue víctima de una violencia innecesaria.

– ¿A qué te refieres?

– ¿A qué otra cosa me puedo referir? A que lo mataron sin que le infligiesen antes un sufrimiento, un martirio y una angustia innecesarios. Claro que de ahí pueden extraerse un sinfín de conclusiones distintas a cuál más atractiva y, probablemente por ello, más errónea. Aunque en eso puedes entretenerte tú misma, si te interesa.

Se levantó después de apagar una vez más el cigarrillo en la maceta.

– Y ahora voy a seguir dando vueltas -aseguró-. Puede que volvamos a vernos. ¿Quién sabe?

Birgitta Roslin lo vio salir a la calle. Un recepcionista que pasaba por allí se detuvo al ver que intentaba despejar el humo con las manos.

– No he sido yo -declaró Birgitta Roslin-. Yo me fumé mi último cigarrillo a la edad de treinta y dos años, o sea, más o menos cuando tú naciste.

Subió a su habitación con la intención de hacer la maleta, pero se quedó mirando por la ventana, observando al esforzado padre que seguía allí con los niños en el trineo. ¿Qué era, en realidad, lo que le había dicho aquel hombre tan desagradable? Y, en el fondo, ¿era tan desagradable como ella pretendía? Él sólo hacía su trabajo. Y ella no había sido muy servicial. De haberse comportado de otra manera, tal vez él le habría proporcionado más información.