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Aguardó un par de horas, puesto que el lugar al que quería acudir estaba cerrado. Entretanto, deambuló llena de desasosiego por la pequeña ciudad, impaciente por no poder comprobar de inmediato lo que creía haber descubierto.

A las once abrió el restaurante chino. Birgitta Roslin entró y se sentó a la misma mesa que la vez anterior. Observó las lámparas que colgaban sobre las mesas. Eran de un material transparente, un plástico muy fino, como si quisieran imitar los farolillos de papel. Eran alargados, como cilindros, y de la base colgaban cuatro cintas rojas.

A raíz de su visita a la comisaría sabía que debían medir diecinueve centímetros de largo. Iban prendidas a la lamparilla por un pequeño gancho que se introducía por el agujero de uno de los extremos de la cinta.

La joven que hablaba mal el sueco se acercó a su mesa con el menú. Le sonrió a Birgitta, pues la había reconocido. La jueza eligió el bufé, aunque no tenía hambre. Los platos que había para elegir en el expositor le daban la posibilidad de dar una vuelta por el local. Encontró lo que buscaba en una mesa para dos, situada en un rincón del fondo. A la lamparilla que colgaba sobre la mesa le faltaba una de las cintas rojas.

Se quedó petrificada y contuvo la respiración.

«A esta mesa se sentó alguien», se dijo. «En el rincón más oscuro del restaurante. De aquí se levantó, dejó el establecimiento y se dirigió a Hesjövallen.»

Miró a su alrededor. La joven seguía sonriendo. Desde la cocina se oían voces de gente que hablaba en chino.

Pensó que ni ella ni la policía podrían comprender nada de lo que había sucedido. Aquello tenía mucha más envergadura, era más profundo y misterioso de lo que habían imaginado.

En realidad, no sabían nada en absoluto.

Segunda parte Niggers and chinks (1863)

Sopla helado el viento del oeste.

Se oyen en el aire los graznidos de las ocas,

luna escarchada del amanecer.

Luna escarchada del amanecer,

retumban los cascos de los caballos,

sordo es el resonar de la trompeta.

Mao Zedong,

«El paso de Lushan» (fragmento), 1935

El camino a Cantón

10

Sucedió durante la estación más calurosa del año 1863. Y el segundo día del largo periplo de San y sus hermanos hacia la costa y la ciudad de Cantón. Aquella mañana, muy temprano, llegaron a una encrucijada donde hallaron tres cabezas clavadas en sendas varas de bambú incrustadas en la tierra. Resultaba imposible deducir cuánto tiempo llevaban allí expuestas. Wu, que era el más joven de los hermanos, creía que como mínimo una semana, pues los ojos y grandes porciones de las mejillas se veían ya picoteadas por los cuervos. Guo Si, el mayor, decía que parecían cortadas hacía tan sólo unos días, pues creía ver un resto del horror ante la muerte en la quejumbrosa expresión de sus bocas.

San no opinó. En todo caso, no dejó traslucir lo que pensaba. Aquellas cabezas cortadas eran una especie de señal de lo que podía ocurrirles a él y a sus hermanos. Habían huido de un pueblo remoto de la provincia de Guangxi para salvar sus vidas. Y lo primero que encontraban les parecía un recordatorio de que seguirían en peligro también en lo sucesivo.

Abandonaron el lugar, y San lo bautizó mentalmente con el nombre de «La encrucijada de las tres cabezas». Mientras Guo Si y Wu discutían sobre si los dueños de las mismas serían bandidos que habían sido ejecutados o unos campesinos que hubiesen disgustado a un poderoso latifundista, San reflexionaba sobre todo aquello que los había movido a emprender el camino. En lo más hondo de su ser confiaba en que, un día, sus hermanos pudiesen volver a Wi Hei, el pueblo donde habían crecido. Él no sabía muy bien qué pensar. Tal vez los campesinos pobres y sus hijos no pudiesen salir jamás de la miseria en la que vivían. ¿Qué los aguardaba en Cantón, el lugar al que se dirigían? La gente decía que allí uno podía subirse de polizón a un barco que atravesaba el mar rumbo al este y arribaba a un país donde corrían ríos que relucían por las pepitas de oro grandes como huevos de gallina que arrastraban. Incluso al pueblo de Wi Hei habían llegado historias de aquel país habitado por diablos blancos, un país tan rico donde incluso las gentes sencillas de China podían salir de la miseria y alcanzar poder y riqueza.

San no sabía a qué atenerse. La gente pobre siempre soñaba con una vida en la que ningún latifundista pudiese maltratarlos. También él había abrigado esos pensamientos cuando, de niño, inclinaba la cabeza al cruzarse con algún gran señor que pasaba en su carro bajo palio. Siempre se preguntó cómo era posible que la gente llevase vidas tan diferentes.

En una ocasión le preguntó a su padre, Pei, y éste le propinó una bofetada por respuesta. No había que formular preguntas innecesarias. Los dioses que estaban en los árboles y los arroyos y las montañas habían creado el mundo en que vivían los hombres; para que aquel universo enigmático conservase el equilibrio divino tenía que haber ricos y pobres, campesinos que empujaban el arado detrás de los bueyes y grandes hombres que apenas ponían el pie en una tierra que también los alimentaba a ellos.

Él jamás les había preguntado a sus padres cuáles eran los sueños que abrigaban cuando rezaban ante las imágenes de los dioses. Ellos vivían sus vidas inmersos en una servidumbre sin fin. ¿Habría alguien que trabajase más duro y que sacase más provecho de su esfuerzo? Jamás tuvo a quien preguntar, pues todos los habitantes del pueblo eran igual de pobres y sentían el mismo temor por el invisible latifundista, cuyo administrador sometía a los campesinos obligándolos con el látigo a ejecutar sus tareas diarias. Él había visto a muchas personas pasar de la cuna a la tumba arrastrando a lo largo de su existencia unos trabajos cuya carga crecía a medida que pasaba el tiempo. Se diría que incluso a los niños se les vencía la espalda antes de que hubiesen aprendido a caminar siquiera. La gente del pueblo dormía sobre alfombras que, por la noche, extendían sobre los fríos suelos de tierra. Apoyaban la cabeza sobre duros almohadones confeccionados con cañas de bambú. Durante el día seguían el monótono ritmo que imponían las estaciones del año. Araban tras los perezosos bueyes de agua, plantaban arroz con la esperanza de que al año siguiente, la próxima cosecha, fuese suficiente para alimentarlos a todos. En años de mala cosecha apenas si tenían de qué vivir. Cuando se acababa el arroz, se alimentaban de hojas.

O se tumbaban a esperar la muerte. No les quedaba otra opción.

Empezaba a caer el ocaso, y esto sacó a San de sus cavilaciones. Miró a su alrededor en busca de un lugar donde pudiesen dormir. Junto al camino crecía una pequeña arboleda colindante con unas rocas que parecían arrancadas de la cadena montañosa que se erguía al oeste recortándose contra el horizonte. Extendieron sus alfombras de hierba seca, compartieron el arroz que les quedaba y que debía durarles hasta Cantón. San miró de soslayo a sus hermanos. ¿Tendrían fuerzas para llegar al final? ¿Qué harían si alguno de ellos enfermaba? Él aún se sentía fuerte, pero no sería capaz de llevar a cuestas a uno de sus hermanos en caso necesario.

No hablaban mucho entre sí. San les había dicho que no debían malgastar las pocas energías que les quedaban discutiendo y peleando.

– Cada palabra que os arrojéis a la cara os robará un paso. En estos momentos lo importante no son las palabras, sino los pasos que tenéis que dar para llegar a Cantón.

Ninguno de los hermanos lo contradijo. San sabía que ellos confiaban en él. Ahora que sus padres ya no estaban vivos y que habían decidido emigrar, creían que San era el que tomaban las mejores decisiones.