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En una ocasión, San contó en secreto el dinero que guardaban en un pequeño maletín de piel. Se quedó perplejo al comprobar la enorme suma. Por un instante tuvo la tentación de llevarse el dinero y marcharse de allí. Podría llegar a Pekín y vivir de las rentas como un hombre rico.

La tentación desapareció tan pronto como pensó en Guo Si y en los cuidados que los misioneros le habían dispensado durante sus últimos días.

Él, por su parte, llevaba una vida con la que ni había soñado. Tenía una habitación con una cama, ropa limpia y no le faltaba comida. Del peldaño más ínfimo había pasado a ser responsable de los distintos sirvientes que había en la casa. Era estricto y enérgico, pero nunca les imponía un castigo físico si alguno se equivocaba.

Pocas semanas después de llegar, Elgstrand y Lodin abrieron las puertas de su casa e invitaron a entrar a cuantos sintieran curiosidad por oír lo que los extranjeros blancos tuviesen que revelarles. La explanada central se llenó hasta el punto de que no quedó un hueco libre. San, que se mantenía apartado, escuchaba cómo Elgstrand, con sus limitados recursos lingüísticos, les hablaba de aquel dios extraordinario que había enviado a su hijo para que lo crucificasen. Mientras tanto, Lodin iba pasando entre los asistentes estampas en color.

Cuando Elgstrand guardó silencio, todos se apresuraron a abandonar el lugar; pero al día siguiente ocurrió lo mismo y la gente volvió o acudió acompañando a quien repetía. Toda la ciudad empezó a hablar de los extraños hombres blancos que se habían instalado a vivir entre ellos. Lo más difícil de entender para los chinos era que Elgstrand y Lodin no se dedicasen a los negocios. No vendían mercancías ni querían comprar nada. Simplemente hablaban en su limitado chino sobre un dios que trataba a todos los seres humanos como si fuesen iguales.

Durante aquella primera época, los esfuerzos de los misioneros no conocieron límites. Sobre la puerta de acceso al patio habían colgado ya un tablero que, en chino, decía templo del dios verdadero. Parecía que los dos hombres no dormían nunca, siempre estaban trabajando. A veces, San los oía decir en chino la expresión «humillante idolatría», algo que había que combatir. Se preguntaba cómo se atrevían a creer que conseguirían que los chinos abandonasen ideas y creencias que habían pervivido a lo largo de muchas generaciones. ¿Cómo podría un dios que permitía que crucificasen a su hijo ofrecer a un chino consuelo espiritual o fuerza para vivir?

San tuvo mucho trabajo desde el día en que llegaron a la ciudad. Cuando Elgstrand y Lodin encontraron la casa que se adaptaba a sus objetivos y le pagaron al propietario lo que pedía, San recibió el encargo de buscar personal de servicio. Puesto que eran muchos los que acudían allí a buscar trabajo, lo único que tenía que hacer San era valorar al aspirante, preguntarle cuáles eran sus méritos y utilizar su sentido común para juzgar quién era el más adecuado.

Una mañana, semanas después de que se hubiesen instalado, cuando San realizaba la primera de sus tareas, que consistía en retirar la tranca y abrir el pesado portón de madera, apareció ante él una joven. Con la vista clavada en el suelo, le dijo que se llamaba Luo Qi. Procedía de un pequeño pueblo más arriba del río Mi, en las proximidades de Shuikou. Sus padres eran pobres y ella dejó el pueblo el día que su padre decidió venderla como concubina a un hombre de Nanchang que tenía setenta años. Le rogó a su padre que no lo hiciera, puesto que corría el rumor de que varias de las anteriores concubinas de aquel hombre habían muerto apaleadas una vez que él se había cansado de ellas. Su padre se negó a cambiar de idea y ella huyó del pueblo. Un misionero alemán que había llegado navegando por el río hasta Gou Sihan le contó que había una misión en Fuzhou donde ofrecían compasión cristiana a quien la necesitaba.

Cuando la mujer guardó silencio, San se quedó mirándola un buen rato. Le hizo algunas preguntas sobre lo que sabía hacer y la dejó entrar. Se quedaría unos días de prueba, ayudando a las mujeres y al cocinero responsables de preparar la comida de la misión. Si todo iba bien, tal vez le ofrecería trabajo.

La alegría con que la joven acogió sus palabras lo conmovió. Jamás había soñado con ejercer un poder tan grande, tener la posibilidad de proporcionar alegría a otra persona ofreciéndole un trabajo y una salida por la que escapar a una miseria sin fin.

Qi cumplió bien sus tareas y San le permitió quedarse. Vivía con las demás sirvientas y pronto se hizo querer por todos, pues era una persona tranquila que nunca intentaba zafarse de las tareas. San solía quedarse mirándola mientras trabajaba en la cocina o cuando cruzaba el patio con paso presuroso para hacer algún recado. Sin embargo, nunca se dirigía a ella en un tono distinto al que usaba con los demás sirvientes.

Poco antes de Navidad, Elgstrand le pidió un día que contratase a unos remeros y que alquilase una barcaza. Navegarían río abajo para visitar un buque inglés que acababa de llegar de Londres. El cónsul británico de Fuzhou le había comunicado a Elgstrand que en el barco había un paquete para la misión.

– Será mejor que vengas conmigo -le dijo Elgstrand con una sonrisa-. Para recoger una bolsa llena de dinero necesito a mi hombre de confianza.

San encontró en el puerto un grupo de remeros que aceptaron el encargo. Al día siguiente, Elgstrand y San subían a bordo. Un segundo antes, San le había susurrado al oído que tal vez fuese mejor no decir una palabra de lo que iban a recoger de la embarcación inglesa.

Elgstrand sonrió.

– Soy bastante confiado -admitió-, pero no tanto como crees.

Tres horas les llevó a los remeros alcanzar el barco inglés y varar a su lado. Elgstrand bajó por la escala junto con San. Un capitán calvo llamado John Dunn salió a recibirlos. Observó a los remeros con suma desconfianza antes de dedicarle una mirada displicente también a San, e hizo un comentario que éste no comprendió. Elgstrand negó con un gesto y le explicó a San que el capitán Dunn no tenía a los chinos en mucha consideración.

– Considera que todos sois ladrones y estafadores -dijo Elgstrand entre risas-. Un día entenderá lo equivocado que está.

El capitán Dunn y Elgstrand entraron en el camarote del primero. Minutos después, Elgstrand regresó con un maletín de piel en la mano que, con un gesto ostentoso, le pasó a San.

– El capitán Dunn piensa que estoy loco al confiar en ti. Es triste tener que admitir que el capitán Dunn es una persona extremadamente mezquina, que sabrá mucho de barcos, vientos y océanos, pero nada sobre el ser humano.

Volvieron a la barcaza con los remeros y, cuando llegaron a la misión, ya había oscurecido. San le pagó al jefe del grupo de remeros. Empezó a sentir miedo cuando se adentraron en los oscuros callejones. No podía acallar el recuerdo de aquella noche, en Cantón, cuando Zi lo engañó a él y a sus hermanos y los hizo caer en la trampa. Pero nada sucedió. Elgstrand entró en su despacho con el maletín, San trancó la puerta y despertó al vigilante nocturno que se había dormido apoyado en la fachada.

– Te pagan para que vigiles, no para que duermas -le recordó.

Sin embargo, se lo dijo con amabilidad, pese a que sabía que el vigilante era perezoso y no tardaría en volver a dormirse; pero éste tenía muchos hijos a los que mantener y una esposa que se había quemado con agua hirviendo y que yacía en cama desde hacía muchos años gritando de dolor.

«Soy un capataz con los pies en la tierra», se dijo. «No voy sobre un caballo como J.A. Además, duermo como un perro guardián, con un ojo abierto.»

Se alejó del portón y fue a su habitación. Por el camino se dio cuenta de que la luz del dormitorio de las sirvientas estaba encendida. Frunció el ceño. Estaba prohibido tener velas encendidas por la noche, pues podía provocarse un incendio. Se acercó a la ventana y miró por el claro que quedaba entre las dos cortinas. En la habitación había tres mujeres. Una de ellas, la más anciana de las sirvientas de la casa, dormía ya, en tanto que Qi y la otra muchacha, que se llamaba Na, estaban charlando sentadas en la cama que compartían. Tenían un candil en la mesa. Puesto que era una noche calurosa, Qi se había desabotonado la blusa hasta el pecho. San miraba su cuerpo como embrujado. No podía oír sus voces y supuso que hablarían en susurros para no despertar a la otra mujer de más edad.