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El hombre se levantó y entró en la pequeña recepción. Entretanto, Birgitta Roslin volvió a pasar varias veces el fragmento de grabación del hombre chino. Detuvo la imagen en el instante en que él miraba a la cámara. «Adivinó que la cámara estaba ahí, filmándolo», se dijo Birgitta Roslin. «Luego bajó la vista y volvió la cara. Incluso cambió de posición para que no se le viese el rostro.» Todo fue muy rápido. Volvió a pasar la cinta para verla una vez más. Y le dio la impresión de que el hombre estaba alerta en todo momento, como buscando la cámara. Volvió a congelar la imagen. Un hombre con el cabello muy corto, mirada intensa y labios apretados. Movimientos rápidos, vigilante. Tal vez mayor de lo que pensó en un primer momento.

En ese instante volvió Sture Hermansson.

– Parece que tenías razón -confirmó-. Dos damas rusas se registraron con nombres falsos, como de costumbre. Y después vino el caballero chino, el señor Wang Min Hao, de Pekín.

– ¿Se podría hacer una copia de esta grabación?

Sture Hermansson se encogió de hombros.

– Puedes llevártela. Total, ¿para qué la quiero? En realidad, yo sólo instalé la cámara de vídeo para entretenerme y suelo regrabar un par de veces al año. Quédatela.

Hermansson guardó la cinta en la funda y se la tendió a Birgitta. Salieron al rellano de la escalera cuando Natascha estaba limpiando las tulipas de las lámparas que iluminaban la entrada del hotel.

Sture Hermansson pellizcó el brazo de Birgitta con amabilidad.

– Tal vez ahora sí puedas contarme por qué te interesa tanto ese chino, ¿no? ¿Te debe dinero?

– No, ¿por qué iba a deberme dinero?

– Todos le debemos algo a alguien. Si preguntamos por alguien, suele ser por cuestiones de dinero.

– Yo creo que este hombre puede responder a algunas preguntas -aclaró Birgitta Roslin-. No puedo decir más, lo siento.

– ¿Y dices que no eres policía?

– No.

– Pero tampoco eres de por aquí, ¿verdad?

– No, no lo soy. Me llamo Birgitta Roslin y soy de Helsingborg. Si volviera a aparecer, te agradecería que me avisaras.

Birgitta anotó su dirección y su número de teléfono y se lo tendió a Sture Hermansson.

Ya en la calle, notó que estaba sudorosa. Los ojos del chino aún la perseguían. Se guardó la cinta de vídeo en el bolso y miró indecisa a su alrededor. ¿Qué tenía que hacer ahora? En realidad, debería estar camino de Helsingborg, de vuelta a casa, pero ya era bastante tarde. Se dirigió a una iglesia que había cerca, entró en el fresco recinto y se sentó en uno de los primeros bancos. Había un hombre arrodillado reparando la junta de escayola de uno de los gruesos muros. Birgitta se esforzó por pensar con claridad. Habían encontrado una cinta roja en Hesjövallen. En la nieve. Por pura casualidad, ella logró localizar su procedencia, el restaurante chino. Un chino había comido allí la noche del 12 de enero. A lo largo de esa noche, o por la mañana temprano, una gran cantidad de personas aparecen muertas en Hesjövallen.

Pensó en las imágenes que había visto en la grabación de Sture Hermansson. ¿Era razonable pensar que aquella matanza fuese obra de un solo hombre? ¿Habría algún cómplice del que ella todavía no tenía noticia? Y la cinta roja, ¿habría ido a parar allí por una razón totalmente distinta, no relacionada con el asunto?

No hallaba respuesta a sus preguntas. Sacó el folleto que había en la papelera de la habitación del chino, que también la hacía dudar de que existiese conexión alguna entre Wang Min Hao y lo acontecido en Hesjövallen. Un asesino tan perverso, ¿dejaría huellas tan evidentes de su presencia?

Había poca luz en la iglesia, se puso las gafas y hojeó el folleto. En uno de los encartes que incluía se veía la imagen de un rascacielos de Pekín entre caracteres chinos. Otras páginas aparecían llenas de columnas de cifras y varias fotografías de chinos sonrientes.

Lo que más le interesaba eran los ideogramas escritos a bolígrafo en la contraportada del folleto, pues le ayudarían a acercarse a Wang Min Hao. Lo más verosímil era que fuesen de su puño y letra, ¿tal vez como recordatorio de algo? ¿Por alguna otra razón?

¿Quién podría ayudarle a descifrar el mensaje? En el preciso momento en que se planteó la pregunta supo la respuesta. En efecto, de improviso le vino a la mente su ya lejana y roja juventud. Salió de la iglesia y, móvil en mano, se dirigió al camposanto adyacente. Karin Wiman, una de sus amigas de Lund, era sinóloga y trabajaba en la Universidad de Copenhague. Karin no respondió, pero Birgitta dejó un mensaje en el contestador pidiéndole que se pusiese en contacto con ella. Después volvió al coche y buscó un hotel del centro de la ciudad, donde le dieron una habitación bastante amplia del último piso. Encendió el televisor y leyó en el teletexto que aquella noche nevaría.

Se tumbó en la cama a esperar que sonase el teléfono. De la habitación contigua se oía la risa de un hombre.

La despertó el timbre del teléfono. Era Karin Wiman, que, un tanto intrigada, le devolvía la llamada. Cuando Birgitta le explicó lo que pretendía, Karin le sugirió que buscase un aparato de fax y le enviase el texto en caracteres chinos.

Le ayudaron a enviarlo en recepción. Después volvió a su habitación. Ya había anochecido y pronto tendría que llamar a casa para avisar de que había cambiado de idea, que el tiempo había empeorado mucho y que se quedaría otra noche más.

Karin Wiman la llamó a las siete y media.

– La caligrafía es muy mala, pero creo que he podido interpretarlo. Birgitta Roslin contuvo la respiración.

– Es el nombre de un hospital. Lo he buscado y he visto que se halla en Pekín. Se llama Longfu y está en el centro de la ciudad, en una calle llamada Mei Shuguan Houije. Cerca del hospital, en la misma calle, se encuentra también el gran museo de arte chino. Si quieres, puedo mandarte un mapa.

– Sí, gracias.

– Y, ahora, ¿por qué no me cuentas para qué querías saber lo que decía el texto? Me muero de curiosidad. ¿Acaso ha resucitado tu antiguo interés por China?

– Tal vez sea eso. Ya te lo contaré más adelante. ¿Podrías mandarme el mapa al mismo número de fax que utilicé antes?

– Lo recibirás en unos minutos, pero te comportas de forma más misteriosa de lo que yo quisiera.

– Ten paciencia, te lo contaré en su momento.

– Deberíamos vernos.

– Lo sé. No lo hacemos casi nunca.

Birgitta Roslin bajó a recepción a esperar el fax. Pocos minutos después recibió un mapa del centro de Pekín. Karin Wiman le había señalado el hospital con una flecha.

Cayó en la cuenta de que tenía hambre, pero en el hotel no había restaurante y fue a buscar su abrigo para salir. Cuando volviese, se aplicaría a examinar el mapa.

Era de noche, pocos vehículos circulaban por las calles y tan sólo se veía a algún que otro peatón. El hombre de la recepción le propuso un restaurante italiano que quedaba cerca. Allí se dirigió, pues, a cenar en el poco concurrido local.

Cuando terminó y salió a la calle, había empezado a nevar. Se puso en marcha camino del hotel.

De repente se detuvo y se dio la vuelta. Sin saber por qué, tuvo la sensación de que alguien la observaba. Sin embargo, cuando miró hacia atrás, no vio a nadie.

Apretó el paso para llegar al hotel y fue directamente a la habitación, cuya puerta cerró con la cadena. Después se situó junto a la ventana para observar la calle.

Como antes, no había nadie. Tan sólo la nieve que caía cada vez más espesa.

20

Birgitta Roslin no durmió tranquila. Se despertó varias veces y se asomó a la ventana. Seguía nevando y el viento levantaba la nieve por las calles vacías. Se despertó del todo hacia las siete, debido al traqueteo de las máquinas quitanieves que pasaban delante del hotel.

Antes de irse a dormir, llamó a casa para explicar en qué hotel se alojaba. Staffan la escuchó pero habló poco. «Lo más probable es que se esté preguntando qué pasa», se dijo. «Desde luego, no dudará de que no le soy infiel pero, en realidad, ¿cómo puede estar seguro de ello? ¿No debería sospechar, como mínimo, que tal vez haya conocido a alguien que se haga cargo de mi vida sexual? ¿O acaso está convencido de que no me cansaré nunca de esperar?»