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– Una limpiadora del hotel. Una rusa.

Robertsson respondió casi triunfaclass="underline"

– ¿No te lo decía yo? Ahora ya tenemos a Rusia. ¿Su nombre?

– La llaman Natascha, pero según Sture Hermansson su verdadero nombre es otro.

– Tal vez esté aquí ilegalmente -observó Vivi Sundberg-. A veces nos topamos en el pueblo con algún que otro ruso o polaco.

– Bueno, eso ahora no tiene el menor interés -objetó Robertsson-. ¿Alguien más que haya visto a ese chino?

– No sé de nadie más -confesó Birgitta Roslin-; pero debió de llegar y marcharse de aquí en algún medio de transporte. En autobús, quizás. O en taxi. Alguien debió de reparar en su presencia.

– Lo averiguaremos -afirmó Robertsson dejando a un lado el bolígrafo-. Si resulta que es un dato importante.

«Cosa que tú pones en duda», completó Birgitta Roslin para sí. «Cualquiera que sea la pista que tenéis, te parece más importante que ésta.»

Vivi Sundberg y Robertsson abandonaron la sala de reuniones. Birgitta Roslin se dio cuenta entonces de lo cansada que estaba. Desde luego, las probabilidades de que su descubrimiento guardase relación con el caso eran nimias. Según su propia experiencia, los datos insólitos que señalaban en una dirección concreta solían resultar pistas falsas.

Mientras esperaba presa de una impaciencia cada vez mayor, iba y venía por la sala. Su vida había estado siempre poblada de fiscales como Robertsson. Las mujeres policía solían ser testigos en sus juicios y, si bien no tenían el cabello tan rojo como Vivi Sundberg, todas hablaban despacio y acusaban cierto sobrepeso, como ella. El cinismo de la jerga existía en todos los ámbitos. Incluso entre los jueces, las conversaciones sobre los asesinos transcurrían a veces en los términos más groseros y peyorativos.

Finalmente volvió Vivi Sundberg y después Robertsson, seguido de Tobias Ludwig, que traía en la mano la bolsa con la cinta roja, en tanto que Vivi Sundberg sostenía uno de los farolillos del restaurante chino.

Extendieron las cintas sobre la mesa para compararlas. No cabía la menor duda de que coincidían.

Así pues, volvieron a sentarse a la mesa. Robertsson sintetizó rápidamente las aportaciones de Birgitta Roslin. La jueza comprendió enseguida que Robertsson debía de ser muy bueno a la hora de pronunciar un alegato.

Nadie tenía una sola pregunta sobre la información recibida y el único que se pronunció fue Tobias Ludwig.

– ¿Supone esto algún cambio en relación con la conferencia de prensa de esta tarde?

– No -respondió Robertsson-. Trabajaremos con esta información, pero en su momento.

Dicho esto, Robertsson dio la reunión por concluida. Se despidió con un apretón de manos y se marchó. Cuando Birgitta Roslin se levantó, observó que Vivi Sundberg le dedicaba una mirada que ella interpretó como un ruego de que se quedase un momento.

Una vez solas, Vivi Sundberg cerró la puerta y fue derecha al grano.

– Me sorprende que sigas insistiendo en mezclarte en la investigación. Claro que es un descubrimiento interesante el tuyo, ahora ya sabemos de dónde procede la cinta roja. Y lo investigaremos; pero supongo que habrás comprendido que, en estos momentos, tenemos otras prioridades.

– ¿Tenéis otra pista?

– Lo explicaremos en la conferencia de prensa de esta tarde.

– Ya, pero, a mí tal vez puedas adelantarme algo, ¿no?

Vivi Sundberg negó con un gesto.

– ¿Nada de nada?

– Nada.

– ¿Tenéis un sospechoso?

– Ya te digo, lo anunciaremos en la conferencia de prensa. Quería que aguardases por otra razón muy distinta.

Vivi Sundberg se levantó y salió de la sala. Al cabo de un rato, volvió con los diarios que Birgitta Roslin se había visto obligada a devolver hacía unos días.

– Los hemos revisado -aseguró Vivi Sundberg-. Y, a mi juicio, carecen de interés para la investigación. De ahí que haya decidido mostrarte mi buena voluntad y permitirte que te los lleves en préstamo. Con un recibo. La única condición es que los devuelvas en cuanto te los reclamemos.

Birgitta Roslin se preguntó por un instante si no sería una trampa. Lo que Vivi Sundberg le proponía no estaba permitido, aunque no fuese claramente delictivo. Ella no tenía nada que ver con la investigación previa, ¿qué podía ocurrir si aceptaba llevarse los diarios?

Vivi Sundberg comprendió su vacilación.

– Ya he hablado con Robertsson -la tranquilizó-. Su única objeción fue que nos dejases un recibo.

– Por lo que me dio tiempo de leer, vi que había información sobre los trabajadores chinos que colaboraron en la construcción del ferrocarril en Estados Unidos.

– ¿En la década de 1860? De eso hace ya ciento cincuenta años.

Vivi Sundberg dejó sobre la mesa una bolsa con los diarios y sacó del bolsillo un recibo que Birgitta Roslin se avino a firmar.

Vivi Sundberg la acompañó a la recepción. Se despidieron ante la puerta de cristal. Birgitta Roslin le preguntó cuándo se celebraría la rueda de prensa.

– A las dos. Dentro de cuatro horas. Si tienes la credencial de periodista, podrás entrar. Son muchos los que quieren asistir y aquí no disponemos de locales lo suficientemente amplios para ello. Es un crimen descomunal para un pueblo tan pequeño.

– Espero que hayáis dado con una pista segura.

Vivi Sundberg reflexionó un instante antes de responder.

– Sí -dijo al fin-. Creo que estamos a punto de resolver esta terrible matanza. -Asintió despacio, como para confirmar sus propias palabras-. Además -añadió-, ahora sabemos que todos los habitantes del pueblo eran familia. Todos los asesinados. Existían entre ellos lazos de parentesco.

– ¿Todos, salvo el niño?

– No, él también, pero sólo estaba de visita.

Birgitta Roslin se marchó de la comisaría cavilando sobre lo que declararían en la conferencia de prensa anunciada para dentro de unas horas.

Un hombre le dio alcance mientras caminaba por la acera aún llena de nieve.

Lars Emanuelsson le sonreía. Birgitta Roslin sintió deseos de golpearlo. Al mismo tiempo, no podía por menos de admirarlo ante tanta perseverancia.

– Vaya, coincidimos una vez más -observó el periodista-. Siempre andas de visita en la comisaría, ¿no? La jueza de Helsingborg se mueve infatigable en las inmediaciones de la investigación… Comprenderás que eso despierte mi curiosidad.

– Pregunta a la policía, no a mí.

Lars Emanuelsson adoptó una expresión grave.

– Puedes estar segura de que ya lo hago. Claro que aún no me han ofrecido respuesta alguna. He llegado a un punto que resulta bastante irritante, pues me veo obligado a especular. ¿Qué hace una jueza de Helsingborg en Hudiksvall? ¿De qué modo está involucrada en la atrocidad acontecida?

– No tengo nada que decir.

– Bueno, explícame al menos por qué eres tan desagradable y reticente conmigo.

– Porque no me dejas en paz.

Lars Emanuelsson hizo un gesto al tiempo que miraba la bolsa de plástico.

– Te he visto entrar con las manos vacías. Y has salido con una bolsa llena. ¿Qué llevas dentro? ¿Documentos, un archivador, otra cosa?

– Eso es algo que no te incumbe.

– Nunca le respondas así a un periodista. A mí me incumbe todo: qué hay en la bolsa, qué no hay, por qué no quieres contestar…

Birgitta Roslin empezó a alejarse de allí, resbaló y cayó boca arriba en la nieve. Uno de los diarios se escurrió fuera de la bolsa. Lars Emanuelsson se acercó raudo, pero ella le apartó la mano y volvió a guardar el diario en la bolsa. Tenía el rostro encendido de ira cuando se marchó.

– Vaya, parecen libros antiguos -gritó Lars Emanuelsson a su espalda-. Tarde o temprano averiguaré qué son.