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– Debemos salir para el aeropuerto a las diez.

– Aún faltan dos horas.

Birgitta Roslin acompañó a Hong. Los dos hombres las seguían en todo momento. Recorrieron el pasillo que conducía a los ascensores y se detuvieron ante una puerta entreabierta. Birgitta Roslin vio que se trataba de una pequeña sala de conferencias. En un extremo de la mesa ovalada se había acomodado un señor de edad que fumaba un cigarrillo. Llevaba un uniforme de color azul oscuro con muchas medallas. Sobre la mesa estaba la gorra. Se levantó y la saludó con una breve inclinación al tiempo que le señalaba una silla que había a su lado. Hong se colocó detrás, junto a la ventana.

Chan Bing tenía los ojos inyectados en sangre y el escaso cabello peinado hacia atrás. Birgitta Roslin experimentó la vaga sensación de hallarse ante un hombre extremadamente peligroso. Chupaba con fruición el humo de su cigarrillo. Ya había tres colillas en el cenicero.

Hong dijo algo y Chan Bing asintió. Birgitta Roslin intentó recordar si había conocido a alguien con más estrellas rojas en las hombreras.

Chan Bing hablaba con voz bronca.

– Hemos atrapado a uno de los dos hombres que la atacaron. Estamos obligados a pedirle que lo identifique.

Su inglés era deficiente, pero le bastaba para comunicarse.

– Pero si no vi nada.

– Uno siempre ve más de lo que cree.

– En ningún momento se me pusieron delante. Le aseguro que no tengo ojos en la nuca.

Chan Bing la observó inexpresivo.

– Todos los tenemos. En situaciones tensas y peligrosas, uno ve incluso por la nuca.

– Puede que en China, pero no en Suecia. Jamás he sentenciado a una persona porque otra la haya acusado aduciendo que la vio con la nuca.

– Hay otros testigos. Usted no es la única que ha de identificar a alguien. Los testigos también han de identificarla a usted.

Birgitta Roslin imploró con la mirada a Hong, que observaba un punto más allá de donde ella se encontraba.

– Debo tomar el avión para volver a casa -explicó Birgitta-. Dentro de dos horas, mi amiga y yo dejaremos el hotel para ir al aeropuerto. Ya he recuperado el bolso y la policía ha actuado de forma impecable. Incluso podría escribir un artículo en la revista de los abogados suecos acerca de mis experiencias en este país, expresando mi agradecimiento. Pero no puedo señalar a ningún supuesto autor del robo.

– Nuestra solicitud de colaboración no es desproporcionada. Según las leyes de este país, usted tiene el deber de ponerse a disposición de la policía para facilitar el esclarecimiento de un delito grave.

– Pero tengo que volver a casa. ¿Cuánto tardaremos?

– No más de veinticuatro horas.

– Imposible.

Hong se había acercado sin que Birgitta se percatase de ello.

– Por supuesto, te ayudaremos a cambiar los billetes de avión -le aseguró.

Birgitta Roslin dio una palmada sobre la mesa.

– Yo vuelvo a casa hoy mismo. Me niego a prolongar mi estancia aquí veinticuatro horas.

– Chan Bing es un alto cargo policial. Se hará lo que él diga. Tiene poder para retenerte en el país.

– En ese caso, exijo hablar con mi embajada.

– Por supuesto.

Hong le dio un teléfono móvil y una nota con un número de teléfono.

– La embajada abre dentro de una hora.

– ¿Por qué me obligáis a hacer esto?

– No queremos castigar a un inocente, pero tampoco permitir que un delincuente quede libre.

Birgitta Roslin la miró fijamente y comprendió que no le quedaba otro remedio que permanecer en Pekín un día más. Habían decidido retenerla. Lo mejor sería aceptar la situación, pensó resignada. «Pero nadie me obligará a señalar a un delincuente al que no he visto nunca.»

– Tengo que hablar con mi amiga -declaró-. ¿Qué será de mi equipaje?

– La habitación seguirá a tu nombre -le respondió Hong.

– Supongo que ya lo habéis arreglado. ¿Cuándo decidisteis retenerme aquí? ¿Ayer? ¿Anteayer? ¿Anoche?

Nadie le respondió. Chan Bing encendió otro cigarrillo y le dijo algo a Hong.

– ¿Qué dice? -preguntó Birgitta.

– Que debemos darnos prisa. Chan Bing es un hombre muy ocupado.

– ¿Quién es exactamente?

Hong le respondió mientras salían al pasillo.

– Chan Bing es un investigador criminal con mucha experiencia. Es responsable de los delitos que afectan a personas como tú, a los turistas que visitan nuestro país.

– Pues no me ha gustado.

– ¿Por qué?

Birgitta Roslin se detuvo.

– Si he de quedarme, exijo que tú estés conmigo. De lo contrario, dejaré el hotel antes de que abra la embajada y haya podido hablar con ellos.

– Me quedaré contigo.

Continuaron hasta llegar al comedor. Karin Wiman estaba a punto de levantarse cuando las vio entrar. Birgitta le explicó la situación. Karin la observaba atónita.

– ¿Por qué no me dijiste nada? De haberlo hecho, habríamos podido prever el inconveniente de que tuvieses que quedarte aquí un día más.

– Ya te lo he dicho, no quería que te preocuparas. Y tampoco quería preocuparme yo. Creía que todo había pasado. Incluso había recuperado el bolso. Pero, en fin, el caso es que tengo que quedarme hasta mañana.

– ¿Es absolutamente necesario?

– El policía con el que acabo de hablar no parece el tipo de persona que cambia de idea una vez ha tomado una decisión.

– ¿Quieres que me quede contigo?

– No, vete. Yo saldré pasado mañana. Llamaré a casa y les contaré lo ocurrido.

Karin seguía dudando. Birgitta la acompañó hasta la salida.

– Venga, vete. Yo me quedo y lo soluciono. Al parecer, según las leyes de este país, no puedo marcharme sin haberles prestado antes mi ayuda.

– ¡Pero si dices que no viste a quien te atacó!

– Sí, y en eso me mantendré. Anda, vete ya. Cuando llegue a casa, quedamos para enseñarnos las fotos de la Muralla.

Birgitta vio cómo Karin se alejaba hacia el ascensor. Puesto que había bajado al comedor con el abrigo, estaba lista para partir.

Se subió al coche con Hong y Chan Bing. Varias motos con las sirenas en marcha iban abriéndole paso al vehículo entre el denso tráfico. Dejaron atrás Tiananmen y continuaron por una de las amplias avenidas centrales hasta que giraron para entrar en una cochera vigilada por policías. Subieron en ascensor al décimo cuarto piso y recorrieron un pasillo custodiado por policías que la miraban curiosos. Chan Bing y no Hong caminaba ahora a su lado. «En este edificio, ella no es la importante», concluyó Birgitta. «Aquí el señor Chan Bing es quien manda.»

Llegaron a la antesala de un gran despacho donde dos policías se levantaron de inmediato poniéndose firmes. La puerta se cerró a sus espaldas cuando entraron en lo que supuso sería el despacho de Chan Bing. En la pared, detrás de su escritorio, había colgado un retrato del presidente del país. Vio que Chan Bing tenía un ordenador muy moderno y varios teléfonos móviles. El alto cargo policial le señaló una silla junto al escritorio. Birgitta Roslin se sentó. Hong aguardaba en la antesala.

– Lao San -comenzó Chan Bing-, así se llama el hombre al que pronto verá para identificarlo junto con otros nueve.

– ¿Cuántas veces tendré que repetir que no vi a los que me asaltaron?

– En ese caso, tampoco puede saber si fueron uno o dos o quizá más.

– Tuve la sensación de que eran más de uno. Demasiados brazos a mi alrededor.

De repente se asustó. Demasiado tarde cayó en la cuenta de que tanto Hong como Chan Bing sabían que ella había estado buscando a Wang Min Hao. Ésa era la razón por la que ahora ocupaba aquella silla en el despacho de un alto cargo policial. De algún modo que se le escapaba, su persona se había convertido en una amenaza. La cuestión era, ¿para quién?

«Ambos lo saben», pensó. «Y Hong no ha entrado porque ya sabe de qué va a hablar conmigo Chan Bing.»