La puerta lateral se abrió silenciosa y una sirvienta vestida de blanco entró con la taza de té que había pedido. La muchacha era muy joven y hermosa. Sin pronunciar una palabra, dejó la bandeja y salió de la habitación.
Llegado el momento, Yan Ba contempló su rostro en el espejo y le sonrió a su imagen. Ya estaba preparado para poner el pie y determinar el curso del río.
Yan Ba se sentó en la tribuna en medio del más absoluto silencio. Ajustó el micrófono, ordenó los folios y miró al público que entreveía en la semipenumbra de la sala.
Comenzó a hablar del futuro. La razón por la que estaba allí, por la que el presidente y el Politburó lo habían requerido para explicar los grandes cambios necesarios. Y les reveló lo que le había dicho el presidente cuando le encomendó aquella misión.
– Hemos alcanzado un punto en que es preciso enfrentarse a una nueva y dramática encrucijada. Si no lo hacemos y si no elegimos lo correcto, existe un gran riesgo de que estalle el caos en distintas regiones del país. Ni siquiera la lealtad de los militares podrá detener a cientos de millones de campesinos iracundos cuando éstos decidan rebelarse.
Así era como Yan Ba había entendido su misión. China arrostraba una amenaza que debía encarar con contramedidas inteligentes y audaces. De lo contrario, el país se vería abocado al mismo caos vivido en tantas ocasiones anteriores a lo largo de su historia.
Tras aquellos hombres y aquellas pocas mujeres que asistían sentados a la media luz de la sala se ocultaban cientos de millones de campesinos que esperaban impacientes hacer suya la posibilidad de otra vida, como había hecho la creciente clase media de las zonas urbanas. Su paciencia se agotaba e iba transformándose en una ira inconmensurable expresada en repentinos estallidos en que exigían acción. Había llegado el momento, la manzana no tardaría en caer del árbol y, si nadie la recogía, terminaría pudriéndose.
Yan Ba comenzó su discurso formando con las manos una simbólica encrucijada. «Nos hallamos aquí», declaró. «Nuestra gran revolución nos trajo a un punto que nuestros padres no tuvieron oportunidad de soñar siquiera. Por un instante, podemos detenernos en esta encrucijada y darnos la vuelta. Allá lejos atisbamos la miseria y el sufrimiento del que venimos. No está tan lejos como para que la generación que nos precede no recuerde el dolor de vivir igual que ratas. La época en que los ricos latifundistas veían al pueblo como alimañas sin alma que no servían más que para llevar su carga hasta morir como culis o pobres siervos sin tierra. Podemos y debemos admirarnos de lo que hemos conseguido bajo la dirección de nuestro gran partido y de los distintos líderes que nos han conducido por vías distintas pero siempre acertadas. Sabemos que la verdad es cambiante, que debemos adoptar nuevas decisiones para que sobrevivan las viejas directrices de socialismo y solidaridad. La vida no espera, se nos imponen exigencias siempre nuevas y debemos encontrar nuevos conocimientos y hallar nuevas soluciones a los nuevos problemas. Sabemos que nunca alcanzaremos un paraíso que sea eternamente nuestro. Si nos lo creemos, el paraíso se convertirá en una trampa. No existe realidad sin combate, futuro sin lucha. Hemos aprendido que la oposición entre las clases resurge siempre, del mismo modo en que las circunstancias cambian en el mundo, los países pasan de una posición de fuerza a otra de debilidad antes de volver a la primera. Mao Zedong solía decir que bajo el cielo reinaba un gran desasosiego y sabemos que tenía razón y que nos hallamos en un barco que nos exige navegar por vías marítimas de cuya profundidad nada sabemos de antemano. Pues también el fondo marino se mueve, también en lo invisible existen amenazas contra nuestra existencia y nuestro futuro.»
Yan Ba pasó la hoja. Percibía la absoluta concentración reinante. Nadie se movía, todos ansiaban que continuase. Había calculado en cinco horas la duración del discurso. Y eso era también lo que se les había dicho a los asistentes. Cuando informó al presidente de que estaba listo y el discurso preparado, éste le aseguró que no se permitiría ninguna interrupción. Los asistentes debían permanecer en sus puestos las cinco horas.
– Han de ver el todo -observó el presidente-. El todo no puede dividirse. Con cada pausa existe el riesgo de que surja la duda, de que se produzcan grietas en la comprensión global del imperativo que determina lo que hemos de hacer.
Continuó toda la hora siguiente con una revisión histórica de las profundas transformaciones sufridas por China no sólo en la última centuria, sino durante todos los siglos pasados, desde que el emperador Qin sentó las bases de la unificación del país. Era como si el Reino del Centro se hubiese fundido gracias a una larga serie de cargas explosivas colocadas secretamente. Tan sólo los mejores, los dotados de la visión más perspicaz, pudieron prever los instantes en que iban a producirse las voladuras. Algunos de esos hombres, entre los que se contaban Sun Yatsen y, desde luego, Mao, tuvieron lo que el pueblo inculto consideraba casi una capacidad mágica de adivinar el futuro y provocar ellos mismos las explosiones que algún otro -que podemos llamar la Némesis, la divina venganza de la Historia – colocó a lo largo del camino invisible del hombre chino.
Yan Ba se ciñó la mayor parte del tiempo, como es lógico, a Mao y su época, pues era inevitable. En efecto, con Mao se estableció la primera dinastía comunista. Y no es que se utilizase la denominación de dinastía, claro está, pues habría constituido una asimilación repugnante con el precedente imperio del terror, pero todos sabían que bajo esa luz veían a Mao los campesinos pobres que llevaron a cabo la revolución. Mao era un emperador; cierto que permitía que la gente normal y corriente entrase en la Ciudad Prohibida y no la obligaba a apartar la vista cuando él pasaba, por lo que no corrían el riesgo de morir decapitados si miraban al Gran Líder, al Gran Timonel, mientras éste saludaba desde un estrado remoto o nadaba en alguno de los caudalosos ríos. Había llegado el momento, explicó Yan Ba, de retomar a Mao y, con humildad, admitir que tenía razón en sus previsiones de cuál sería el desarrollo, el que ahora se estaba viviendo, pese a que llevaba muerto treinta años exactamente. Su voz seguía viva, tenía la capacidad del adivino, del vaticinador y, ante todo, del científico, para ver el futuro, para arrojar una luz propia al espacio tenebroso en que los decenios venideros, las explosiones venideras, se prepararían con las fuerzas de la historia.
Mas ¿en qué había acertado Mao? También había errado mucho. El líder de la primera dinastía comunista no siempre consideró y trató a su tiempo como debía. Él encabezaba la marcha cuando se liberó el país, aquella primera y larga marcha a través de las montañas que se vio sustituida después por otra marcha muy larga, tan larga y trabajosa como la primera como mínimo: el camino para salir del feudalismo y entrar en una sociedad industrial y una sociedad campesina colectivizada donde hasta el más pobre de los pobres tuviese derecho a unos pantalones, una camisa, un par de zapatos y, por supuesto, a ser respetado y valorado como ser humano. El sueño de la libertad, el verdadero contenido espiritual de la lucha por la liberación, aseguró Yan Ba, consistía en el derecho a que incluso el campesino más pobre pudiese soñar sus propios sueños de un futuro mejor sin correr el riesgo de que un odioso latifundista le cortase la cabeza. Ellos, los latifundistas, serían ahora decapitados; ahora sería su sangre y no la de los pobres campesinos la que regara la tierra.
Pero Mao se equivocó al decir que China sería capaz de dar un gran salto económico en pocos años. Sostenía que las industrias del metal estarían tan cerca unas de otras que las humaredas de sus chimeneas se fundirían unas con otras. El gran salto que llevaría a China al presente y al futuro fue un error de proporciones descomunales. Así, en lugar de trabajar en las grandes industrias, la gente fundía viejas cacerolas y tenedores en primitivos hornos situados en la parte trasera de sus casas. El gran salto no se produjo, cayó el listón, porque se había colocado demasiado alto. Nadie podía negar ya, por más que los historiadores chinos debiesen aplicar mesura a la hora de tratar ese periodo, que millones de personas murieron de hambre. Fue un periodo en que la dinastía de Mao empezó a asemejarse, durante unos años, a las viejas dinastías imperiales. Mao se encerró en sus dependencias de la Ciudad Prohibida, jamás aceptó el fracaso del gran salto, nadie podía hablar de ello. Sin embargo, nadie sabía tampoco qué pensaba el propio Mao. En los escritos del Gran Timonel había siempre un tema que brillaba por su ausencia, él escondía sus más hondos pensamientos, nadie sabe si Mao se despertaba a las cuatro de la madrugada, a la hora más solitaria, preguntándose por el desastre que había ocasionado. Durante esa hora de vigilia, ¿vería las sombras de aquellos que morían de hambre sacrificados en el altar de un sueño imposible, el sueño del gran salto?