Los rumores sobre la ratificación de la pena de muerte de Shen Wixan se difundieron con rapidez en los círculos políticos de Pekín. Una de las personas a cuyos oídos llegó la noticia fue Hong Qui, que oyó la decisión del tribunal tan sólo unas horas antes de que se ejecutase. Había salido de una reunión celebrada con un grupo de mujeres camaradas del Partido cuando sonó el móvil, entonces le pidió al chófer que se detuviese junto a la acera para reflexionar sobre la noticia. Hong no conocía a Shen Wixan, sólo lo había visto hacía unos años en una recepción en la embajada francesa. Shen Wixan no le gustó, intuyó que era un hombre avaricioso y corrupto. Sin embargo, cuando se detuvo el coche, pensó en el hecho de que Shen Wixan era buen amigo de su hermano Ya Ru. Claro que Ya Ru se distanciaría ahora de él y negaría que hubiesen sido más que meros conocidos, pero ella sabía que la realidad era otra.
Tomó la decisión en unos segundos y le pidió al chófer que la llevase hasta la prisión donde Shen había de pasar las últimas horas de su vida. Hong conocía al director de la prisión. Si tenía órdenes de no dejar pasar a nadie a la celda del reo, tampoco a ella le permitirían verlo. Sin embargo, existía la posibilidad de que a ella se lo concediese.
«¿En qué pensará un condenado a muerte?», se preguntó mientras el coche se abría paso por el caótico mar de vehículos. Hong no dudaba de que Shen se encontraría en un estado de conmoción. Decían que era un hombre frío y despiadado, pero, al mismo tiempo, muy cauto. En este caso, no obstante, parecía haber calculado mal las consecuencias de sus actos.
Hong había visto morir a muchas personas. Había asistido a decapitaciones, ahorcamientos, fusilamientos. La ejecución por haber engañado al Estado se le antojaba la muerte más despreciable de cuantas podía imaginar. ¿Quién querría ser enviado al basurero de la historia con un tiro en la nuca? La sola idea la hizo estremecer. Al mismo tiempo, ella no se contaba entre las personas que condenaban la pena de muerte. La consideraba una herramienta necesaria para la protección del Estado y pensaba que era justo que los delincuentes peligrosos se viesen privados del derecho a la vida en una sociedad a la que maltrataban con sus crímenes. Los hombres que violaban o asesinaban para robar no le inspiraban la menor compasión. Aunque fuesen pobres, aunque sus abogados fuesen capaces de enumerar largas listas de circunstancias atenuantes, la vida no consistía, en definitiva, sino en asumir la responsabilidad personal. Quien así no lo hiciera, debía estar dispuesto a enfrentarse a las consecuencias que, en última instancia, suponían la muerte.
El coche se detuvo ante el portón de la cárcel. Antes de que Hong abriese la puerta del coche, escrutó la acera por la ventanilla de cristales ahumados. Vio a varias personas que, supuso, serían periodistas o fotógrafos. Después salió del coche y se apresuró en dirección a la entrada que había en el muro, cerca del gran portón. Un vigilante de la prisión le abrió y le dio paso.
Hubo de aguardar cerca de treinta minutos hasta que, conducida por otro vigilante a través de los laberínticos pasillos del edificio, llegó al despacho del director Ha Nin, que se encontraba en el último piso. Llevaban muchos años sin verse y Hong se sorprendió al comprobar lo mucho que había envejecido.
– Ha Nin -dijo extendiendo ambas manos-. ¡Cuánto tiempo ha pasado!
Él apretó en sus manos las de ella.
– Hong Qui. Veo canas en tus cabellos, igual que tú las ves en los míos. ¿Recuerdas la última vez que nos vimos?
– Cuando Deng pronunció su discurso sobre las racionalizaciones que era necesario aplicar a nuestras fábricas.
– El tiempo vuela.
– Más rápido cuanto mayores nos hacemos. Creo que la muerte nos dará alcance a una velocidad vertiginosa; tanta, que no tendremos tiempo de percatarnos de ello siquiera.
– ¿Como una granada de mano sin seguro? ¿Nos estallará en la cara?
Hong atrajo hacia sí las manos de Ha Nin.
– Como el vuelo de una bala al salir del cañón del rifle. He venido para hablar de Shen Wixan.
A Ha Nin no pareció sorprenderle. Hong comprendió que una de las razones por las que la había hecho esperar era para, entretanto, averiguar cuál podía ser el motivo de su visita. Sólo había una respuesta, no podía tratarse más que de ese condenado a muerte. Tal vez incluso hubiese llamado a alguien del Ministerio del Interior para recibir instrucciones sobre cómo tratar a Hong. Se sentaron a una mesa de reuniones bastante estropeada. Ha Nin encendió un cigarrillo y Hong fue derecha al grano. Quería visitar a Shen, despedirse y preguntarle si había algo que pudiese hacer por él.
– Resulta muy extraño -opinó Ha Nin-. Shen conoce a tu hermano. Le ha suplicado que intente salvarle la vida, pero Ya se niega a hablar con él y asegura que la sentencia es merecida. Y ahora vienes tú, la hermana de Ya Ru.
– Un hombre que merece morir no tiene por qué merecer que se le niegue un último deseo o que no se escuchen sus últimas palabras.
– Me han dado permiso para concederte que lo visites. Si él quiere.
– ¿Y quiere?
– No lo sé. El médico de la prisión está en su celda en estos momentos, hablando con él.
Hong asintió y se dio la vuelta, dando a entender que no deseaba continuar la conversación.
Otros treinta minutos más tarde llamaron a Ha Nin a la antesala de su despacho y, cuando volvió, le comunicó a Hong que Shen estaba dispuesto a recibirla.
Regresaron al laberinto y se detuvieron en el pasillo con doce celdas, en las que custodiaban a los presos que iban a ser ejecutados y entre los que se encontraba Shen.
– ¿Cuántos hay? -preguntó Hong quedamente.
– Nueve. Dos mujeres y siete hombres. Shen es el principal, el peor de los delincuentes. Las mujeres se han dedicado a la prostitución, a los hombres les han imputado robo por homicidio y tráfico de drogas. Todos ellos son individuos incorregibles de los que nuestra sociedad puede prescindir.
Hong experimentó una desagradable sensación mientras recorría el pasillo y atisbaba a los seres humanos allí encerrados, lamentándose, balanceándose de un lado a otro sentados o apáticos y tumbados en sus camas. «¿Habrá algo más aterrador que saber que vas a morir en breve?», se preguntó. «Los minutos están contados, no hay salida, tan sólo la sonda que va descendiendo, la muerte que se prepara.»
Shen estaba encerrado en la última celda del pasillo, justo donde éste terminaba. Su habitual larga y abundante cabellera negra había desaparecido, pues lo habían rapado al cero. Vestía un uniforme azul de presidiario compuesto de unos pantalones demasiado grandes y una camisa demasiado pequeña. Ha Nin se retiró para que uno de los vigilantes abriera la puerta de la celda. Una vez dentro, Hong percibió la angustia y el pánico que impregnaban el breve espacio de la celda. Shen le agarró la mano y se puso de rodillas.
– No quiero morir -se lamentó en un susurro.
Hong le ayudó a sentarse en la cama, donde había un colchón y una manta. Luego arrastró un taburete y se sentó frente al prisionero.
– Tienes que ser fuerte -lo animó-. Eso es lo que recordará la gente. Que morirás con dignidad. Se lo debes a tu familia. Nadie puede salvarte, ni yo ni ninguna otra persona.
Shen la observó con los ojos desorbitados.
– Pero yo no hice nada que no hayan hecho todos los demás.
– No todos, pero sí muchos, tienes razón. Debes admitir lo que hiciste en lugar de humillarte aún más mintiendo.