– Eso dicen.
– ¿Y dicen la verdad?
– Los rumores siempre son verdad. Cuando se les limpia de mentiras y de excesos, siempre queda un núcleo de verdad. Y eso es lo que uno debe buscar.
– ¿Y tú cómo lo sabes?
– El poder que no se basa en el conocimiento y en el flujo constante de información a la larga resulta imposible de defender.
– Pues a ti no te ayudó.
Shen no respondió. Hong reflexionaba sobre lo que le había revelado. No salía de su asombro.
Asimismo, recordó lo que la jueza sueca le había contado. Reconoció al hombre de la fotografía que Birgitta Roslin le había mostrado; aunque estaba borrosa, no cabía la menor duda de que se trataba de Liu Xin, el guardaespaldas de su hermano. ¿Existiría alguna relación entre lo que Birgitta Roslin le había contado y lo que acababa de descubrirle Shen? ¿Era posible? En tal caso, Ya Ru había hecho algo sorprendente. ¿Lo dominaba realmente un deseo de venganza tan irrefrenable que ni siquiera podían pararlo los cien años transcurridos?
El vigilante que aguardaba en el pasillo volvió para anunciarle que se había agotado el tiempo. De repente, Shen palideció y le agarró el brazo.
– No me dejes -le suplicó-. No quiero estar solo a la hora de morir.
Hong se zafó de sus manos, pero Shen empezó a gritar. Era como un niño aterrorizado. El vigilante lo arrojó contra el suelo. Hong salió de la celda y se marchó a toda prisa. Los gritos desesperados de Shen la perseguían. Oyó cómo resonaban en su cabeza hasta que regresó al despacho de Ha Nin.
Entonces adoptó por fin una decisión. No dejaría solo a Shen en el último instante de su vida.
Poco antes de las siete de la mañana del día siguiente, Hong se encontraba en el lugar cercado que se utilizaba para las ejecuciones. Según había oído, allí realizaban sus prácticas los militares antes de atacar Tiananmen, hacía ya quince años. Ahora, en cambio, iban a utilizarlo para ejecutar a nueve criminales. Hong se colocó entre los familiares que se lamentaban helados de frío, detrás de la cerca. Un grupo de jóvenes soldados con las armas prestas en la mano los vigilaban. Hong observó al joven que le quedaba más cerca. No tendría más de diecinueve años.
Se preguntó qué estaría pensando el soldado. Tenía la edad de su hijo.
Un camión cubierto con una lona entró en la zona de ejecución. Los nueve condenados bajaron del remolque, acuciados por los impacientes empellones de los soldados. A Hong siempre le había llamado la atención que, en estos casos, todo tuviese que suceder tan deprisa. La muerte en el frío y húmedo descampado no revestía la menor dignidad. Vio a Shen caer de bruces cuando lo obligaron a bajar. Guardaba silencio, pero Hong se dio cuenta de que estaba llorando. En cambio, una de las mujeres gritaba a voz en cuello. Uno de los soldados la reprendió, pero ella siguió gritando hasta que un oficial se acercó y la golpeó en el rostro con la culata de la pistola. Entonces la mujer dejó de lamentarse y la arrastraron hasta su puesto en la fila. Los obligaron a arrodillarse. Los soldados que llevaban los rifles se apresuraron a ocupar sus posiciones detrás de los reos. La boca del rifle quedaba a unos treinta centímetros de sus nucas. Todo sucedió muy deprisa. Un oficial rugió la orden, efectuaron los disparos y los muertos cayeron de bruces hundiendo sus rostros en el frío barro. Cuando el oficial pasó ante ellos para darles el tiro de gracia, Hong volvió el rostro. Ya no necesitaba ver más. «Esos dos disparos se les facturarán a los supervivientes», se dijo. «Las balas mortales han de pagarse.»
Durante los días que siguieron a la ejecución estuvo pensando en lo que Shen le había dicho sobre el deseo de venganza de Ya Ru. Sus palabras no dejaban de resonar en su mente. Sabía que nunca había dudado en recurrir a la violencia. Brutal, casi sádicamente. En alguna ocasión llegó a pensar que su hermano era, en el fondo, un psicópata. Gracias a las confidencias del difunto Shen, tal vez consiguiese averiguar quién era su hermano.
Había llegado el momento. Debía ir a hablar con alguno de los fiscales que se encargaban sólo de casos de corrupción.
Hong no lo dudó un instante. Shen le había dicho la verdad.
Tres días después, ya entrada la noche, Hong aterrizó en una base aérea militar a las afueras de Pekín. Dos grandes aviones de pasajeros de Air China aguardaban a una delegación compuesta por cerca de cuatrocientas personas que iban a visitar Zimbabue.
Hong se enteró de que también ella haría ese viaje a principios de diciembre. Su misión consistía en mantener conversaciones sobre una colaboración más profunda entre los servicios secretos chinos y los del país africano. Una colaboración que, en esencia, se basaría en que los chinos transmitirían conocimientos y tecnología a sus colegas africanos. Hong se alegró al recibir la noticia, pues nunca había visitado el continente africano.
Se contaba entre los pasajeros más insignes, de modo que tenía reservado un asiento en la sección anterior del avión, que eran más amplios y cómodos. Cuando el avión despegó, les sirvieron el almuerzo, y después de comer y con las luces apagadas, Hong se durmió.
La despertó alguien que fue a ocupar el asiento vacío que había a su lado. Cuando abrió los ojos, se encontró con el rostro sonriente de Ya Ru.
– ¿Sorprendida, querida hermana? Claro que no viste mi nombre en la lista de delegados que te remitieron, por la sencilla razón de que no figuran en ella todos los nombres. Aunque yo sí sabía que te encontraría aquí.
– Debería haber adivinado que no dejarías que esta oportunidad se te escapase de las manos.
– África es una parte del mundo. Ahora que los poderes occidentales están abandonando el continente, es normal que aparezca China de entre bastidores. Auguro grandes éxitos para nuestra patria.
– Y yo veo que China se aparta cada vez más de sus ideales.
Ya Ru alzó las manos en señal de protesta.
– Por favor, ahora no, a medianoche… El mundo duerme a muchos metros bajo nuestros pies. Quizás en estos momentos estemos volando sobre Vietnam, o quién sabe si no habremos llegado ya más lejos. No discutamos. Es mejor que nos durmamos. Las preguntas que quieras plantearme pueden esperar. ¿O tal vez no son preguntas, sino acusaciones?
Ya Ru se levantó y se marchó por el pasillo hasta la escalerilla que conducía al piso superior, justo detrás del morro del avión.
«No sólo viajamos en la misma nave», observó Hong para sí. «Además, llevamos con nosotros nuestro propio campo de batalla, en el que la contienda está lejos de darse por resuelta.»
Volvió a cerrar los ojos. Pensó que sería imposible evitarlo. «Se acerca el momento en que la enorme grieta abierta entre nosotros ni puede ni debe ocultarse por más tiempo. Como tampoco la enorme grieta que ha resquebrajado el Partido Comunista. La gran contienda coincide con esta otra batalla menor.»
Logró conciliar el sueño poco a poco. No estaría en condiciones de medir sus fuerzas con las de su hermano sin antes haber descansado bien.
En la parte superior del avión, Ya Ru volaba despierto, con una copa en la mano. Finalmente había admitido para sí que odiaba a su hermana Hong. Debía hacerla desaparecer. Había dejado de pertenecer a la familia que él adoraba. Se inmiscuía demasiado a menudo en asuntos que no le incumbían. La víspera del viaje, Ya Ru supo por uno de sus contactos que Hong había ido a visitar a uno de los fiscales que dirigía la investigación del caso de soborno. Y estaba convencido de que su hermana había hablado de él.
Además, su amigo, el alto cargo policial Chan Bing, le reveló que Hong se había interesado por una jueza sueca que había estado de visita en Pekín. Ya Ru decidió que volvería a hablar con Chan Bing a su regreso de África.
Hong le había declarado la guerra. Pensó que su hermana la perdería antes de que hubiese empezado siquiera.
Ya Ru no vacilaba lo más mínimo, y eso lo sorprendió. Ya nada podía interponerse en su camino. Ni siquiera su querida hermana, que volaba en el piso de abajo, en el mismo avión que él.