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Se acomodó en el asiento, que se convertía en cama, y no tardó en dormirse.

A sus pies se extendía el océano Índico y, más allá, la costa africana, aún envuelta en las tinieblas.

30

Hong estaba sentada en el porche del bungalow en el que se alojaría durante su visita a Zimbabue. El frío invierno de Pekín se le antojaba remoto, reemplazado por la calidez de la noche africana. Prestó atención a los sonidos que surgían de la oscuridad, sobre todo el intenso canto de la cigarra. Pese al calor, llevaba una blusa de manga larga, pues la habían advertido de que había gran cantidad de mosquitos de la malaria. Ella habría preferido desnudarse y sacar la cama al porche para dormir al abrigo del firmamento. Jamás había experimentado un calor como el que la sorprendió al alba, cuando salió del avión. Fue una liberación. «El frío nos tiene castigados, como maniatados», se dijo. «El calor es la llave que nos libera.»

Su bungalow estaba arropado por árboles y arbustos en un poblado artificial para los huéspedes ilustres del Estado de Zimbabue. Se construyó durante el mandato del Ian Smith, cuando la minoría blanca del país proclamó unilateralmente su independencia de Gran Bretaña para garantizar un gobierno blanco racista en la antigua colonia. Entonces sólo existía una gran casa de huéspedes con restaurante y piscina. Ian Smith solía retirarse allí algunos fines de semana con sus ministros, para discutir los grandes problemas que debía afrontar su gobierno, sometido a un aislamiento creciente. A partir de 1980, cuando cayó el régimen blanco, el país quedó liberado y Robert Mugabe accedió al poder, la zona se amplió con una serie de bungalows, paseos y una gran balconada panorámica junto al río Logo, adonde las manadas de elefantes acudían a beber a la caída de la tarde.

Entrevió la figura de un guardia por el sendero que serpenteaba entre los árboles. Hong pensó que jamás había visto una oscuridad tan compacta como la africana. Cualquiera podía confundirse y ocultarse en ella, cualquier fiera, de cuatro o de dos patas…

Súbitamente, se sobresaltó ante la idea de que su hermano pudiese andar por allí. Observándola, esperando. En aquel momento, sentada en la negra noche, sintió por primera vez terror al pensar en él.

Era como si, por primera vez, comprendiese que era capaz de hacer cualquier cosa por saciar sus ansias de poder, de más riquezas, de venganza.

La sola idea le produjo escalofríos. Un insecto se estrelló contra su mejilla y Hong reaccionó dando un respingo. El vaso que había sobre la mesa de bambú cayó y se quebró contra el suelo de piedra. Las cigarras callaron un segundo antes de reanudar su canto.

Hong movió la silla para no pisar las esquirlas. Sobre la mesa tenía el programa de los días que iba a estar en Zimbabue. Aquel día, el primero, lo habían pasado admirando la marcha y la música militar de un interminable desfile de soldados. Después la nutrida delegación fue conducida en una larga caravana de coches flanqueados por motoristas de la policía a un almuerzo donde los ministros pronunciaron largos discursos que cerraban proponiendo los correspondientes brindis. Según el programa, el presidente Mugabe debería haberlos acompañado durante el almuerzo, pero no llegó a presentarse. Una vez terminado el prolongado festín, los llevaron a tomar posesión de sus respectivos bungalows, que se hallaban a varias decenas de kilómetros de Harare, hacia el sudoeste. Hong iba contemplando por la ventanilla el árido paisaje y los tristes poblados mientras pensaba que la pobreza siempre tiene el mismo aspecto, dondequiera que impere. Los ricos pueden expresar su bienestar introduciendo variaciones en sus vidas, cambiando de casa, de ropa, de coche. O de ideas, de sueños. Para el pobre, en cambio, no existe más que el gris imperativo, la única expresión de la pobreza.

Ya bien entrada la tarde, se celebró una reunión destinada a preparar el trabajo de los próximos días. Sin embargo, Hong prefirió revisar el material a solas en su habitación. Después dio un largo paseo hasta el río, contemplando a hurtadillas por entre los arbustos los despaciosos movimientos de los elefantes y las cabezas de los hipopótamos sobre la superficie del agua. Estaba prácticamente sola junto al río, con la única compañía de un químico de la Universidad de Pekín y de uno de los economistas de mercado radicales que se había formado bajo el mandato de Deng. Hong sabía que el economista, cuyo nombre había olvidado, tenía una estrecha relación con Ya Ru. Por un instante, se preguntó si no lo habría enviado su hermano, a fin de tenerla vigilada y saber qué hacía en cada momento; pero desechó la idea pensando que eran figuraciones suyas. Su hermano era mucho más astuto.

La discusión que deseaba mantener con Ya Ru…, ¿sería posible? La grieta que dividía en dos el Partido Comunista, ¿no habría sobrepasado el punto en que era posible acercar posiciones? No se trataba de diferencias sencillas y superables, de qué estrategia política era adecuada en un momento determinado, sino de una lucha fundamental, los viejos ideales contra los nuevos, que sólo de forma superficial podían considerarse comunistas, basados en la tradición que creó la República Popular hacía cincuenta y siete años.

Hong se decía que, en más de un sentido, aquella lucha podía considerarse como la contienda final. No para siempre, sería una ingenuidad pensarlo. Siempre surgirían nuevas contradicciones, nuevas luchas de clases, nuevas revueltas. La historia no tenía fin. Sin embargo, no cabía la menor duda de que China se hallaba ante una encrucijada decisiva. Hubo un tiempo en que contribuyeron al ocaso del mundo colonial. Los países pobres de África eran libres, pero ¿qué papel podía desempeñar China en el futuro? ¿Lo haría en calidad de amigo o de nuevo colonizador?

Si la decisión quedaba en manos de hombres como su hermano, los últimos bastiones firmes de la sociedad china serían arrasados. Una ola de irresponsabilidad capitalista arrastraría consigo cualquier residuo de las instituciones y los ideales construidos sobre la base de la solidaridad y sería casi imposible recuperarlos en mucho tiempo, quizá después de varias generaciones. Para Hong, constituía una verdad incuestionable la idea de que el ser humano, en el fondo, era un ser racional; que la solidaridad era en primera instancia sensatez y no un sentimiento; y que el mundo, pese a todos los fracasos, avanzaba hacia un punto en que reinaría la razón. Sin embargo, también estaba convencida de que no había que dar nada por supuesto, y que nada, en la construcción de la sociedad humana, sucedía de forma automática. No existían leyes naturales que gobernasen el comportamiento humano.

Mao, una vez más. Era como si su rostro se entreviese en la oscuridad. Él sabía lo que iba a suceder, pensaba Hong. La cuestión del futuro nunca está definitivamente resuelta. Mao lo repetía una y otra vez, pero nosotros no lo escuchábamos. Siempre habría grupos ávidos de procurarse privilegios, siempre se producirían nuevos levantamientos.

Dejó vagar sus pensamientos, allí sentada en el porche, y se quedó adormilada hasta que un ruido la despertó. Aguzó el oído. Volvió a percibirlo. Alguien llamaba a su puerta. Miró el reloj. Medianoche. ¿Quién querría verla tan tarde? Dudaba si abrir la puerta. Volvieron a oírse los golpes. «Alguien sabe que estoy despierta», concluyó. «Alguien que me ha visto en el porche.» Fue hasta la puerta y estudió por la mirilla a quien llamaba. Era un africano con el uniforme del hotel. La venció la curiosidad y terminó por abrir. El joven le tendió una carta. Por la caligrafía del nombre escrito en el sobre supo que era de Ya Ru.

Le dio al joven unos dólares de Zimbabue, sin saber si eran muchos o pocos, y regresó al porche para leer la carta, que era muy breve.