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La reunión con el presidente Robert Mugabe duró cuatro horas. Por su aspecto, cuando lo vio entrar en la sala le pareció un maestro de escuela bonachón. Le estrechó la mano a Hong sin mirarla apenas, un hombre de otro mundo que la rozaba con premura. Después de la reunión no le quedaría el menor recuerdo de su persona. Hong se acordó de que a aquel hombrecillo, que emanaba fortaleza pese a ser mayor y frágil, se lo describía como un tirano sanguinario que atormentaba a sus propias gentes destruyendo sus casas y ahuyentándolas de sus tierras cuando a él le convenía. Otros, en cambio, lo veían como a un héroe que jamás abandonaba la lucha contra los vestigios de las fuerzas coloniales que, según él se empeñaba en afirmar, se hallaban tras todos los problemas de Zimbabue.

¿Qué pensaba ella al respecto? Sabía demasiado poco para tener una opinión determinada. Aunque Robert Mugabe era un hombre que, por muchas razones, merecía su admiración y respeto, pese a que no todo lo hiciese bien, era un hombre convencido de que las raíces del colonialismo eran profundas y debían cortarse no una, sino muchas veces. Asimismo, lo respetaba por los violentos ataques que contra él publicaban constantemente los medios de comunicación occidentales. Hong había vivido lo suficiente como para saber que las airadas protestas de los acaudalados y sus diarios solían servir para acallar los gritos de dolor de quienes aún sufrían los males causados por el colonialismo.

Zimbabue y Robert Mugabe estaban sitiados. Occidente reaccionó con virulencia cuando Mugabe, hacía unos años, mandó sus fuerzas para anexionarse todas las extensas fincas del país, a la sazón dominadas por grandes latifundistas que dejaban sin tierras a cientos de miles de habitantes pobres de Zimbabue. El odio contra Mugabe crecía cada vez que un granjero blanco era víctima de pedradas o tiroteos en confrontaciones abiertas con los negros indigentes.

Pero Hong sabía que ya en 1980, cuando Zimbabue se liberó del gobierno fascista de Ian Smith, Mugabe se ofreció a un diálogo abierto con los granjeros blancos a fin de resolver aquella cuestión crucial de un modo pacífico. Respondieron a su oferta con el silencio, tanto en aquella primera ocasión como en los quince años siguientes. Mugabe repitió su oferta de negociaciones una y otra vez, sin recibir nada más que un humillante silencio por respuesta. Al final, no pudo esperar más y un buen número de grandes latifundios fueron traspasados a los habitantes sin tierras. Aquel gesto fue condenado y vituperado por todo el mundo.

A partir de ese momento, la imagen de Mugabe se transformó y, de ser un héroe de la lucha por la libertad, pasó a considerárselo un tirano africano. Aparecía retratado como los antisemitas solían retratar a los judíos, le arrebataron el honor y la honra a un hombre que había guiado a su pueblo a la libertad. Nadie mencionó en ningún momento el hecho de que permitió que los antiguos gobernantes del periodo de Ian Smith y el propio Ian Smith siguieran viviendo en el país. Tampoco los hizo pasar de los tribunales a la horca, como hicieron los británicos con los rebeldes negros de las colonias. Claro que un rebelde blanco no era lo mismo que un rebelde negro.

Escuchó con atención el discurso de Mugabe. Hablaba despacio, con voz suave que nunca alzaba, ni siquiera cuando mencionó las sanciones que incrementaron el índice de mortalidad infantil, que hicieron que se extendiera la hambruna y que los ciudadanos se viesen obligados a buscar solución en Sudáfrica como inmigrantes ilegales entre otros tantos millones como ellos. Mugabe habló de la oposición que existía en el país. Cierto que se habían producido incidentes, observó, «pero los medios de comunicación occidentales nunca informan sobre los ataques dirigidos contra aquellos que son fieles a mí y a mi partido. Siempre somos nosotros los que arrojamos piedras o utilizamos palos, nunca se dice que ellos lanzan bombas incendiarias, mutilan y golpean a mi pueblo».

Mugabe se explayó, pero habló bien. Hong pensaba que aquel hombre habría alcanzado ya los ochenta años. Como tantos otros líderes africanos, había pasado gran parte de su vida en la cárcel, durante el prolongado periodo en que los poderes coloniales creían que podrían rechazar los ataques contra su soberanía. Ella sabía que Zimbabue era un país corrupto, que aún les quedaba un largo camino por recorrer, pero juzgar a Mugabe como único culpable resultaba demasiado fácil. La verdad era mucho más compleja.

Hong veía a Ya Ru sentado al otro extremo de la mesa, cerca del ministro de Comercio y del podio desde el que hablaba el presidente Mugabe. Su hermano garabateaba algo en su bloc, lo hacía desde niño, siempre estaba dibujando muñequitos mientras pensaba o escuchaba, por lo general diablillos rodeados de hogueras. «Sin embargo, seguramente es el que con más atención escucha», pensó Hong. «Va absorbiendo las palabras y procesando la información con el fin de ver qué puede darle algún tipo de beneficio en futuros negocios: ésa es la verdadera razón de este viaje. ¿Qué materias primas hay en Zimbabue que nosotros podamos necesitar? ¿Cómo conseguirlas al mejor precio?»

Una vez terminada la reunión y cuando el presidente Mugabe había abandonado la sala, Ya Ru y Hong se tropezaron en la salida. En realidad, su hermano estaba esperándola. Tomaron un plato con algo para picar que había en una larga mesa. Ya Ru bebía vino, en tanto que Hong se contentó con un vaso de agua.

– ¿Por qué me mandas una carta a medianoche?

– De pronto tuve la irrefrenable sensación de que era importante y no pude esperar.

– El hombre que llamó a mi puerta sabía que yo estaba despierta -señaló Hong-. ¿Cómo es posible?

Ya Ru enarcó las cejas sorprendido.

– La gente llama de forma distinta si sabe que la persona que está dentro está despierta o dormida.

Ya Ru asintió.

– Vaya, hermanita, qué lista eres.

– No olvides que yo también veo en la oscuridad. Anoche estuve un buen rato sentada en el porche y entreví rostros a la luz de la luna.

– Pero si anoche no había luna.

– Las estrellas emiten una luz que yo soy capaz de intensificar si quiero. Así, el brillo de las estrellas se convierte en luz de luna.

Ya Ru la observó pensativo.

– ¿Estás midiendo tus fuerzas con las mías? ¿Es eso?

– Y tú, ¿no haces lo mismo?

– Tenemos que hablar. Tranquilamente. Con calma. Están produciéndose grandes cambios. Nos hemos acercado a África con un ejército grande, pero con buena disposición. Y ahora estamos asentándonos.

– Hoy vi a dos hombres que colocaban un saco de cemento de cincuenta kilos sobre la cabeza de una mujer. Mi pregunta es muy sencilla: ¿qué pretendemos hacer con el ejército que hemos traído? ¿Ayudaremos a que a esa mujer se le alivie la carga? ¿O pretendemos formar parte de los que cargan sacos sobre su cabeza?

– Una cuestión importante que no me disgustará discutir contigo. Pero no ahora. El presidente está esperando.

– A mí no.

– Disfruta del porche esta tarde. Si, para medianoche, no he llamado a tu puerta, ya no te visitaré y podrás acostarte.

Ya Ru dejó la copa de vino y se marchó con una sonrisa. Hong se dio cuenta de que había empezado a sudar durante la breve conversación. Una voz anunció en voz alta que su autobús partiría dentro de treinta minutos. Hong volvió a llenar su plato y, cuando terminó de comer, se encaminó a la parte posterior del palacio, donde esperaba el autobús. Hacía mucho calor y los rayos del sol se reflejaban contra las paredes de piedra blanca del edificio. Se puso las gafas de sol y un sombrero blanco que llevaba en el bolso. Estaba a punto de subir al autobús cuando alguien se dirigió a ella. Hong se dio media vuelta.

– ¿Ma Li? ¿Qué haces tú aquí?

– Vine a sustituir al viejo Tsu. Le dio una embolia y no pudo asistir, así que me llamaron para que acudiese en su lugar. Por eso mi nombre no figura en la lista.