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Ya Ru esperó junto a su propio jeep. Su guardaespaldas se sentó, dispuesto a poner el motor en marcha. Ya Ru se le acercó despacio por detrás y le asestó un fuerte golpe en la nuca con un garrote de acero. Repitió la acción hasta que Liu dejó de moverse, y entonces arrojó su cuerpo al fuego, que aún ardía con toda su fuerza.

Ya Ru retiró el coche, que estacionó entre los espesos arbustos, y aguardó media hora. Transcurrido ese tiempo, volvió al campamento y dio la alarma del accidente de tráfico sucedido junto a la poza. El jeep cayó rodando por la pendiente hasta estrellarse contra el agua, donde se incendió. Su hermana y el chófer murieron, y cuando Liu intentó acudir en su ayuda, murió también pasto de las llamas.

Cuantos vieron a Ya Ru aquel día comentaron lo triste que debía de estar. Sin embargo, también los llenó de admiración su capacidad para controlarse. En efecto, Ya Ru declaró que el accidente no debía entorpecer la misión tan importante que tenían entre manos. El ministro de Comercio Ke le presentó sus condolencias y las negociaciones continuaron según lo planeado.

Los cuerpos fueron trasladados en bolsas de plástico de color negro para ser incinerados en Harare. Nada se escribió al respecto en los diarios, ni en los mozambiqueños ni en los de Zimbabue. La familia de Arturo, que vivía en Xai-Xai, más al sur de Mozambique, recibió una renta vitalicia que le permitiría a su mujer comprarse una casa y un coche nuevos y pagar los estudios de sus seis hijos.

Cuando Ya Ru volvió a Pekín junto con el resto de la delegación china, llevaba consigo dos urnas con cenizas. Una de las primeras noches después de su regreso, salió a la espaciosa y alta terraza y esparció las cenizas en la oscuridad.

Ya empezaba a sentir añoranza de su hermana y de las conversaciones que solían mantener. No obstante, tenía la certeza de que aquello fue absolutamente necesario.

Ma Li lamentaba lo ocurrido, aterrorizada; pero en el fondo de su alma no se creyó ni por un instante la versión del accidente.

33

Sobre la mesa había una orquídea blanca. Ya Ru acariciaba con el dedo los suaves pétalos.

Era muy temprano, una mañana del mes siguiente a su regreso de África, tenía ante sí los planos de la casa que había decidido hacerse construir junto a la playa de Quelimane, en Mozambique. Como beneficio extraordinario por los grandes negocios que habían acordado los dos países, se le ofreció la posibilidad de comprar una gran parcela de playa virgen a muy buen precio. Su idea era, a la larga, construir allí un centro turístico de lujo para chinos acomodados que, seguramente, empezarían a viajar cada vez en mayor número.

Al día siguiente de la muerte de Hong y de Liu, Ya Ru subió a una alta duna para contemplar el océano Índico. Lo acompañaba el gobernador de la provincia de Zambeze y un arquitecto sudafricano, expresamente invitado para la visita. El gobernador señaló de pronto los arrecifes, donde se veía una ballena expulsando el aire de sus pulmones. El gobernador le contó que no era infrecuente ver ballenas en aquella costa.

– ¿Y los icebergs? -quiso saber Ya Ru-. ¿Se ha visto en alguna ocasión un bloque de hielo desgajado de la placa del Antártico flotando por aquí?

– Existe una leyenda -admitió el gobernador-. Sucedió en tiempos de nuestros antepasados, justo antes de que los primeros blancos, los marinos portugueses, arribasen a nuestras costas. Dicen que los hombres que iban remando en las canoas se asustaron del frío que emanaba del hielo. Después, cuando los blancos bajaron a tierra de sus grandes veleros, empezó a correr el rumor de que el iceberg era un presagio de lo que acontecería. La piel de los hombres blancos tenía el mismo color que el iceberg, sus ideas y sus acciones eran igual de frías. Pero no sabría decir si sucedió de verdad o no.

– Quisiera construir aquí -aseguró Ya Ru-. A estas playas jamás llegará un iceberg amarillo.

Durante todo un día estuvieron delimitando una gran zona de la playa que, más tarde, quedó registrada en una de las muchas compañías de Ya Ru. El precio de la tierra y la playa fue prácticamente simbólico. Ya Ru compró además, por una suma similar, la aprobación del gobernador y de los funcionarios más importantes, que se encargarían de que le otorgasen las escrituras de propiedad y todas las licencias de obras exigidas sin necesidad de engorrosas esperas. Las instrucciones que le dio al arquitecto sudafricano se habían concretado en aquellos planos y en varias acuarelas que daban una idea del aspecto de su palacete y las dos piscinas que pensaba llenar con agua del mar, todo rodeado de palmeras y con una cascada artificial. La casa constaría de once habitaciones, una de las cuales tendría un techo móvil, de modo que se pudiese contemplar el firmamento. El gobernador le prometió llevar el tendido eléctrico y la infraestructura necesaria para las telecomunicaciones hasta la aislada zona adquirida por Ya Ru.

Ahora, mientras admiraba lo que sería su hogar africano, se le ocurrió que una de las habitaciones sería para Hong. Ya Ru deseaba honrar su memoria. Así, decoraría un dormitorio con una cama siempre lista para un huésped que nunca se presentaría. Pese a todo lo ocurrido, ella seguiría formando parte de la familia.

El teléfono emitió un discreto zumbido. Ya Ru frunció el ceño. ¿Quién querría hablar con él a hora tan temprana?, se preguntó antes de responder.

– Lo buscan dos hombres de los servicios secretos.

– ¿Qué desean?

– Son altos cargos, jefes de la Sección Especial. Aseguran que se trata de un asunto de capital importancia.

– Déjalos entrar dentro de diez minutos.

Ya Ru colgó el auricular conteniendo la respiración. La Sección Especial era responsable de asuntos relacionados sólo con altos cargos del Gobierno o, como en su caso, con figuras que se movían entre las esferas de los poderes político y económico, los modernos constructores de puentes, a los que Deng consideraba personas decisivas para el desarrollo del país.

¿Qué querrían de él? Ya Ru se acercó a la ventana y contempló la ciudad envuelta en la bruma matinal. ¿Estaría relacionado con la muerte de Hong? Pensó en todos los enemigos que tenía, conocidos o no. ¿Y si alguno de ellos intentaba utilizar la muerte de Hong para echar por tierra su buen nombre y su reputación? ¿O sería algo que le había pasado inadvertido? Le constaba que Hong se había puesto en contacto con un fiscal, pero ese hombre pertenecía a otra institución.

Claro que Hong podría haber hablado con otras personas sin que él tuviese conocimiento de ello.

No halló ninguna explicación satisfactoria. Lo único que podía hacer era escuchar a los dos visitantes. Sabía que los hombres de los servicios secretos solían hacer sus visitas a última hora de la noche o por la mañana muy temprano. Era una rémora de la época en que la inteligencia china se creó según el modelo estalinista de la Unión Soviética. Mao había propuesto en varias ocasiones que adoptasen también las tácticas y las formas del FBI, pero jamás logró que su sugerencia hallase el menor eco.

Transcurridos los diez minutos, guardó los planos en un cajón y se sentó. Los dos hombres a los que la señora Shen dejó pasar rondaban los sesenta años, detalle que agudizó el desasosiego de Ya Ru. Lo normal era que enviasen a funcionarios más jóvenes. Aquéllos, en cambio, tendrían una amplia experiencia, lo que significaba que el asunto revestía mayor gravedad.

Ya Ru se puso de pie, se inclinó levemente y les rogó que se sentasen. No les preguntó sus nombres, pues sabía que la señora Shen ya habría comprobado a conciencia sus documentos de identidad.

Se sentaron en los sillones que había junto a los altos ventanales. Ya Ru les preguntó si podía ofrecerles un té, pero los funcionarios declinaron la invitación.

Acto seguido, tomó la palabra el que parecía de más edad. Ya Ru identificó el inconfundible dialecto de Shanghai.