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Cuando tomó la difícil decisión de matar a Hong durante el viaje a África, aún veía en ella a su leal hermana. Claro que tenían opiniones distintas y a menudo encontradas. Precisamente en aquel despacho y el día de su cumpleaños, Hong lo acusó de aceptar sobornos.

Ese día comprendió que, tarde o temprano, su hermana se convertiría en un serio peligro para él. Ahora era consciente de que debería haber reaccionado mucho antes. Hong ya lo había abandonado.

Ya Ru meneó la cabeza despacio. De pronto, cayó en la cuenta de algo en lo que no había reparado antes. Hong estaba dispuesta a hacerle a él lo mismo que él le había hecho a ella. Cierto que no se le habría ocurrido empuñar un arma. Hong quería seguir el camino atendiendo a las leyes del país; pero, si a Ya Ru lo hubiesen condenado a muerte, ella se habría contado entre los que consideraban que la condena era justa.

Ya Ru pensó en su amigo Lai Changxing, quien, hacía unos años, se vio obligado a huir precipitadamente del país la mañana en que la policía emprendió varias redadas simultáneas en todas sus empresas. Sólo porque poseía su propio avión, siempre dispuesto para despegar, logró salir de China con su familia. Se dirigió a Canadá, que no tenía firmado ningún tratado de extradición con China. Era hijo de un campesino muy pobre y, cuando Deng liberó los solares, inició una carrera espectacular. Empezó abriendo pozos, pero luego se convirtió en contrabandista e invirtió cuanto ganaba en empresas que, en pocos años, le generaron una inmensa fortuna. Ya Ru lo visitó en una ocasión en la Finca Roja que Lai Changxing se hizo construir en su pueblo de Xiamen. Allí asumió además una gran responsabilidad social al mandar construir escuelas y residencias de ancianos. A Ya Ru le llamó ya entonces la atención la ostentosa arrogancia de Lai Changxing e incluso le advirtió que un día sería su ruina. Una noche estuvieron discutiendo sentados la envidia que despertaban los nuevos capitalistas, «La segunda dinastía», como solía llamarlos irónico Lai Changxing, pero sólo cuando hablaba a solas con personas en las que confiaba.

Así, cuando el gigantesco castillo de naipes de Lai Changxing cayó y tuvo que huir con su familia, a Ya Ru no le sorprendió lo más mínimo. Desde entonces habían ejecutado a varios hombres ricos involucrados en sus negocios. Otros, que se contaban por cientos, fueron encarcelados. Simultáneamente, perduraba el recuerdo del hombre generoso con su depauperado pueblo natal. El que a veces daba de propina a los taxistas auténticas fortunas o el que siempre andaba haciendo regalos, sin motivo, a gentes pobres cuyo nombre ni siquiera conocía. Además, Ya Ru sabía que Lai estaba escribiendo sus memorias, cosa que, claro está, tenía aterrorizados a muchos altos cargos y políticos chinos. Lai estaba en posesión de muchas verdades y, en Canadá, donde ahora se encontraba, nadie podía censurarlo.

Sin embargo, Ya Ru no tenía la menor intención de huir de su país. A él no lo esperaba ningún avión listo para despegar en alguno de los aeropuertos de Pekín.

Además, otra idea empezaba a fraguarse en su mente. Ma Li, la amiga de Hong, estuvo con ellos en África. Ya Ru sabía que habían estado conversando. Además, a Hong siempre le había gustado escribir cartas…

¿Se habría llevado de África un mensaje de Hong? Quizás algo que después le hubiese transmitido a otras personas que, a su vez, informaron a los servicios secretos… Lo ignoraba, pero pensaba averiguarlo.

Tres días después, cuando una de las numerosas y duras tormentas de invierno arrasaba Pekín, Ya Ru fue al despacho de Ma Li, próximo al parque del Dios Sol, Ritan Gongyuan. Ma Li trabajaba en la sección de análisis económico y no tenía una posición tan elevada como para poder causarle problemas. Con la ayuda de sus empleados, la señora Shen localizó a sus amigos, entre los que no halló a ninguno que tuviese contacto con el núcleo del Gobierno ni de la dirección del Partido. Ma Li tenía dos hijos. Su actual marido era un burócrata insignificante. Puesto que su primer marido murió durante la guerra de los años setenta contra los vietnamitas, nadie la criticó cuando decidió casarse por segunda vez y tener otro hijo. Ambos se habían independizado ya, la mayor era asesora de enseñanza en una academia de profesores, mientras que el hijo trabajaba como cirujano en un hospital de Shanghai. Tampoco ellos gozaban de contactos ni relaciones que inquietasen a Ya Ru. En cambio, había tomado nota de que Ma Li tenía dos nietos a los que dedicaba gran parte de su tiempo.

La señora Shen le había preparado una cita con Ma Li. No le dijo el motivo del encuentro, sólo que la reunión era urgente y que, probablemente, guardaría relación con el viaje a África. «Eso debería preocuparle», se dijo Ya Ru mientras recorría las calles contemplando la ciudad desde el asiento trasero de su coche. Había salido con tiempo, de modo que le pidió al chófer que diese un rodeo por algunas de las zonas en construcción en las que él había invertido. Se trataba ante todo de los nuevos edificios que se construían con motivo de los Juegos Olímpicos. Ya Ru tenía además un suculento contrato para demoler uno de los barrios que debían desaparecer para ser sustituidos por carreteras que conducirían a las nuevas instalaciones deportivas. Ya Ru calculaba que obtendría mil millones de beneficios con sus negocios, incluso después de restar las cantidades que pagaba a funcionarios y políticos, que suponían millones mensuales.

Contempló la ciudad, que poco a poco se transformaba ante su vista. No eran pocos los que protestaban aduciendo que Pekín perdía demasiado de su sabor original. Ya Ru exhortaba a los periodistas que trabajaban para él que escribiesen acerca de los suburbios que estaban desapareciendo y de las inversiones que, a la larga, cuando se hubiesen celebrado los Juegos Olímpicos y éstos le hubieran otorgado a China otro rostro ante el mundo, permanecerían para beneficio de los habitantes del país. Ya Ru, que prefería al creador invisible que se mantenía al margen, había caído en la vanidosa tentación de aparecer en diversos programas de televisión en los que se discutía la transformación que estaba sufriendo Pekín. En dichas ocasiones, aprovechó siempre para hacer algún comentario sobre las mejoras sociales y la conservación de ciertos parques y edificios concretos de la ciudad. Según los analistas de los medios de comunicación a los que él pagaba por distintos servicios, era una persona de buena reputación, pese a pertenecer a la elite de los más acaudalados del país.

Y él tenía intención de preservar esa reputación. A cualquier precio.

El coche se detuvo ante el modesto edificio en el que trabajaba Ma Li, que lo aguardaba en la escalera para recibirlo.

– Ma Li -la saludó Ya Ru-. Ahora, al verte, tengo la sensación de que el viaje a África y su doloroso final pertenecen a un pasado remoto.

– No transcurre un solo día sin que piense en la querida Hong -respondió Ma Li-. Aunque para mí África ha quedado atrás y, desde luego, nunca más volveré allí.

– Como sabes, cerramos nuevos acuerdos con los países africanos a diario. Estamos construyendo puentes que nos unirán por mucho tiempo.

Mientras hablaban, fueron caminando por un pasillo desierto hasta que llegaron al despacho de Ma Li, cuyas ventanas daban a un pequeño jardín rodeado de un alto muro. En el centro del jardín había una fuente cuyo surtidor cerraban en invierno.

Ma Li apagó el teléfono y sirvió el té. Ya Ru oyó una risa lejana.

– La búsqueda de la verdad es como observar un caracol que persigue a otro -aseguró Ya Ru reflexivo-. Avanza despacio, pero con tesón. -Ya Ru la miró con encono, pero Ma Li le sostuvo la mirada-. Corren rumores -prosiguió Ya Ru- que me afectan muchísimo. Sobre mis empresas y mi manera de ser. Me pregunto de dónde proceden. He de preguntarme quién querría hacerme daño. No se trata de los envidiosos de siempre, sino de alguien cuyos motivos no alcanzo a comprender.

– ¿Y por qué iba yo a querer destruir tu reputación?

– No es eso lo que quiero decir. Ni es ésa la pregunta, sino quién sabe, quién posee la información, quién está en condiciones de difundirla.

– Nuestras vidas no tienen nada que ver. Yo soy funcionaria, tú haces negocios de tal envergadura que aparecen reseñados en los diarios. Comparado conmigo, que soy una persona insignificante, tú llevas una vida que yo apenas soy capaz de imaginar.

– Pero conocías a Hong -objetó Ya Ru despacio-. Mi hermana, con la que yo mantenía una estrecha relación. Después de tantos años sin veros, os encontrasteis en África. Estuvisteis hablando y ella te hizo una apresurada visita una mañana, muy temprano. Y resulta que, cuando vuelvo a China, empiezan a circular rumores sobre mí.

Ma Li palideció.

– ¿Estás acusándome de criticarte a tus espaldas en el ámbito de la función pública?

– Debes comprender o, mejor, estoy convencido de que comprenderás que, en mi situación, no me permitiría semejante afirmación de no haber indagado antes su veracidad. He descartado varias posibilidades. Finalmente, me he quedado con la única explicación posible. Una sola persona.

– ¿Yo?

– En realidad, no.

– ¿Insinúas que fue Hong? ¿Tu propia hermana?

– No es ningún secreto que estábamos en desacuerdo acerca de cuestiones básicas relativas al futuro de China. El desarrollo político, la economía, la visión de la historia.

– Pero ¿acaso erais enemigos?

– La enemistad puede ir fraguándose a lo largo de muchos años, de forma casi imperceptible, como una elevación del terreno que cubre el mar. De repente, ahí está, una enemistad de la que no éramos conscientes.

– Me cuesta creer que Hong utilizase el recurso de una acusación anónima. Ella no era así.

– Lo sé. De ahí mi pregunta. ¿De qué hablasteis?

Ma Li no respondió y Ya Ru prosiguió, sin concederle la menor tregua para la reflexión.

– Tal vez había una carta -sugirió despacio-, que pudo darte aquella mañana. ¿Estoy en lo cierto? ¿Una carta? ¿Otro tipo de documento? Tengo que saber lo que te dijo y qué te entregó.

– Era como si presintiese que iba a morir -explicó Ma Li-. He estado reflexionando sobre ello, pero no he llegado a comprender la naturaleza del desasosiego que debía de sentir. Simplemente, me pidió que me encargase de que incinerasen su cuerpo. Y quería que esparciesen sus cenizas en el Longtanhu Gonguyan, el pequeño lago que hay en el parque. Además, me pidió que me ocupase de sus pertenencias, sus libros, que regalase su ropa y que vaciase su casa.

– ¿Nada más?

– No.

– ¿Te lo dijo de palabra o te lo dejó escrito?

– Me dejó una carta. Me aprendí su contenido de memoria antes de quemarla.

– Es decir, que no era muy extensa, ¿verdad?

– Sí.

– Pero ¿por qué la quemaste? Casi podría decirse que era un testamento.

– Me dijo que nadie cuestionaría mis palabras.

Ya Ru continuaba observando su rostro mientras meditaba sobre lo que Ma Li acababa de decirle.

– Y no te dejaría otra carta, ¿verdad?

– ¿Otra carta?

– Justo ésa es mi pregunta. Tal vez una carta que no quemaste sino que le entregaste a otra persona.

– Me dio una carta que iba dirigida a mí y yo la quemé. Y eso es todo.

– Sería lamentable que no me dijeses la verdad.

– Pero ¿por qué iba a mentirte?

Ya Ru alzó los brazos para subrayar su pregunta:

– ¿Por qué miente la gente? ¿Por qué tenemos esa capacidad? Porque hay momentos en que nos proporciona ciertas ventajas. La mentira y la verdad son armas, Ma Li, y alguien que las use con habilidad puede sacar provecho de ellas. Igual que otros son hábiles blandiendo la espada.

Ya Ru no apartaba la vista de Ma Li, que seguía imperturbable.

– ¿Nada más? ¿Algo que quieras contarme?

– No. Nada.

– Imagino que eres consciente de que, tarde o temprano, averiguaré cuanto me interesa saber.

– Sí.

Ya Ru asintió reflexivo.

– Eres una buena persona, Ma Li. Y yo también. Sin embargo, me molesta y me llena de amargura que sean deshonestos conmigo.

– No te he ocultado nada.

– Bien. Tienes dos nietos, ¿verdad? A los que amas por encima de todo.

Vio que Ma Li daba un respingo, como alarmada.

– ¿Es eso una amenaza?

– En absoluto. Sólo estoy dándote la oportunidad de decirme la verdad.

– Ya te la he dicho. Hong me habló del miedo que le infundía el rumbo del desarrollo de China. Nada de amenazas ni de rumores.

– Bien, en ese caso, te creo.

– Me das miedo, Ya Ru. ¿De verdad crees que merezco que me atemorices?

– Yo no te he asustado. Fue Hong, con su carta misteriosa. Habla de ello con su espíritu. Y pídele la paz para la zozobra que te embarga.

Ya Ru se levantó y Ma Li lo acompañó hasta la salida, donde se estrecharon la mano. Luego, él se subió al coche y se marchó, en tanto que Ma Li volvía a su despacho…, donde vomitó en el lavabo.

Acto seguido, se sentó dispuesta a memorizar palabra por palabra la carta que Hong le había entregado y que ella guardaba en un cajón de su escritorio.

«Hong murió a causa de la ira», concluyó Ma Li. «Fuera lo que fuera lo que le sucedió. En realidad nadie ha sabido aún darme una explicación satisfactoria de cómo se produjo aquel accidente.»

Antes de salir del despacho aquella noche, rompió la carta y arrojó los restos al inodoro. Seguía asustada y sabía que, a partir de aquel momento, se vería obligada a vivir con la amenaza de Ya Ru. A partir de aquel momento, él estaría siempre cerca.