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– No. Váyase. ¡Debe usted irse! -dijo Fields.

– Un segundo más… -Pero sus dedos resbalaron otra vez de la muñeca de Fields.

– Es demasiado tarde, Wendell. Está al llegar. No queda tiempo para liberarnos, y tampoco podríamos llevar a Lowell a ninguna parte en estas condiciones. ¡Vaya a la casa Craigie! Olvídese de nosotros de momento; ¡debe usted salvar a Longfellow!

– ¡Yo no puedo hacer esto solo! ¿Dónde está Rey? -exclamó

Holmes.

Fields sacudió la cabeza.

– No se presentó, ¡y todos los patrulleros que custodiaban las casas se han ido! ¡Se los han llevado! ¡Longfellow está solo! ¡Vaya! Holmes se precipitó fuera de la cámara, corriendo por los túneles más aprisa de lo que corriera nunca, hasta que, enfrente, vio una distante chispa de luz plateada. El mandato de Fields resonaba, ampliándose, en su cabeza: VAYA VAYA VAYA.

Un detective descendió sin apresurarse los húmedos peldaños que conducían al sótano de la comisaría central. En los calabozos, separados por tabiques de ladrillos, podían oírse gruñidos y ásperos juramentos.

Nicholas Rey saltó del duro suelo de la celda.

– ¡No pueden hacer esto! ¡Hay personas inocentes que están en peligro, Dios santo!

El detective se encogió de hombros.

– Tú te crees todo lo que sueñas, ¿verdad, burro?

– Manténganme aquí si quieren. Pero devuelvan a esos patrulleros a las casas que vigilaban, por favor. Se lo ruego. Hay alguien ahí fuera que volverá a matar. ¡Ustedes saben que Burndy no mató a

Healey y a los otros! El asesino sigue libre, ¡y está esperando para actuar de nuevo! ¡Deben detenerlo!

El detective pareció interesado en dejar que Rey tratara de convencerlo. Se golpeó la cabeza como si pensara.

– Sé que Willard Burndy es un ladrón y un embustero. Eso es lo que sé.

– Escúcheme, por favor.

El detective se agarró a dos barrotes y dirigió una mirada incendiaria a Rey.

– Peaslee nos advirtió de que no te quitáramos ojo, para que no te metieras en nuestros asuntos y no te salieras de tu camino. Apuesto a que odias estar aquí encerrado, sin poder hacer nada, sin nadie que te ayude.

El detective sacó el llavero y lo agitó, con una sonrisa. -Bien, lo de hoy te servirá de lección. ¿No es así, burro?

Henry Wadsworth Longfellow emitió una serie de breves y apenas audibles suspiros mientras permanecía de pie ante su escritorio, en su estudio.

Annie Allegra había sugerido diversos juegos a los que jugar. Pero lo único que él podía hacer era permanecer junto a su mesa de trabajo con algunos cantos de Dante y traducir y traducir, para descargarse de aquel peso y penetrar en aquel mundo, como quien cruza la portada de una catedral. Allí dentro, los ruidos del exterior se apagaban hasta convertirse en un murmullo inaudible, y las palabras adquirían una vitalidad eterna. En las largas naves de aquella catedral, el traductor percibió a su Poeta en la oscuridad, y se esforzó por mantener el ritmo de trabajo. El paso del Poeta es tranquilo y solemne. Lleva una vestidura larga y flotante y se toca con un gorro. Calza sandalias. A través de congregaciones de muertos, a través de ecos que se deslizan por el aire de una tumba a otra, a través de lamentos que llegan de lo alto, Longfellow podía oír la voz de alguien que hacía avanzar al Poeta. Ella se detuvo ante los dos, en la infranqueable y dulce distancia; una imagen, una proyección con un velo blanquísimo y atuendo escarlata como el fuego, y Longfellow sintió que el hielo en el corazón del Poeta se derretía como la nieve en las alturas de la montaña: el Poeta que busca el perfecto perdón y la perfecta paz.

Annie Allegra anduvo por todo el estudio buscando una caja de papel perdida que necesitaba para celebrar adecuadamente el cumpleaños de una de sus muñecas. Así dio con una carta recién abierta de Mary Frere, de Auburn, Nueva York. Preguntó de quién era.

– Oh, la señorita Frere -dijo Annie-. ¡Encantadora! ¿Veraneará este año en Nahant, como nosotros? Es muy agradable tenerla cerca, padre.

– No creo que vaya -y Longfellow trató de sonreír.

Annie se sintió decepcionada.

– Quizá la caja esté en la salita -dijo de repente, y se marchó en busca de la niñera para que la ayudara.

En la entrada principal sonó una llamada impaciente que dejó helado a Longfellow. La llamada creció en intensidad y exigencia.

– Holmes -se oyó decir a sí mismo, exhalando aire.

Annie Allegra, la aburrida Annie Allegra, se separó de su niñera y gritó pidiendo ser ella quien abriera la puerta. Corrió y abrió. El frío intenso del exterior era terrible y lo envolvía todo.

Annie empezó a decir algo, pero Longfellow pudo percibir desde el estudio que estaba asustada. Oyó una voz que murmuraba y que no pertenecía a ninguno de sus amigos. Salió al vestíbulo y se vio frente a un soldado con uniforme de gala.

– Hágala salir, señor Longfellow -pidió Teal con voz tranquila.

Longfellow empujó a Annie al vestíbulo y se arrodilló junto a ella.

– Panzie, ¿por qué no terminas el texto del que hablamos para The Secret?

– ¿Qué parte, papá? ¿La entrevista…?

– Sí, ¿por qué no terminas ya esa parte, Panzie, mientras yo hablo con este caballero?

Trató de hacerle entender, reflejando en su expresión la orden ¡vete!» dirigida a sus ojos, lo mismo que hacía con su madre. Ella asintió lentamente y se apresuró hacia la parte posterior de la casa.

– Se le necesita, señor Longfellow; se le necesita ahora -dijo Teal mascando furiosamente.

Después escupió ruidosamente dos trozos de papel en la alfombra de Longfellow, tras lo cual mascó otros más. El suministro de fragmentos de papel en su boca parecía inagotable. Longfellow se volvió torpemente para mirarlo, y en seguida comprendió el poder que dimanaba de su violencia interior. Teal volvió a hablar:

– Los señores Lowell y Fields lo han traicionado, han traicionado a Dante. Usted también estaba allí. Usted estaba allí cuando Manning estaba a punto de morir y usted no hizo nada por ayudarme. Debe usted castigarlos.

Teal puso un revólver del ejército en las manos de Longfellow y el frío acero aguijoneó la blanda mano del poeta, cuyas palmas aún conservaban huellas de una herida sufrida unos años antes. Longfellow no había sostenido un arma desde que era niño y se presentó en casa, hecho un mar de lágrimas, después de que su hermano le enseñara cómo disparar contra un petirrojo.

Fanny despreciaba las armas de fuego y la guerra, y Longfellow daba gracias a Dios de que al menos ella no hubiera visto a su hijo Charley irse a combatir y regresar con una bala que le atravesó la paletilla. Para un hombre, ser soldado se reduce a llevar un uniforme bonito, solía decir, y olvida las armas mortíferas que ese uniforme esconde.

– Sí, señor, finalmente vas a aprender a quedarte quieto y a actuar como se te dice, esclavo fugado.

Los ojos del detective reflejaron un chispazo de hilaridad. -Entonces, ¿por qué sigue usted aquí?

Ahora Rey permanecía de espaldas a los barrotes. El detective se sintió confundido por la pregunta.

– Para asegurarme de que aprendes bien la lección, o te salto los dientes, ¿te enteras?

Rey se volvió lentamente.

– Recuérdeme esa lección.

El rostro del detective era rojo. Se apoyó en los barrotes y frunció el ceño.

– ¡Quedarte quieto por una vez en tu vida, burro, y dejar hacer a quienes saben más que tú!

Rey bajó tristemente sus ojos veteados de oro. Entonces, sin permitir al resto de su cuerpo traicionar sus intenciones, disparó su brazo y atenazó con sus dedos el cuello del detective, golpeando la frente del hombre contra los barrotes. Con la otra mano obligó a abrir la del detective, que sostenía el llavero. Luego soltó al hombre, que se agarraba la garganta para restaurar la respiración. Rey abrió la puerta de la celda, registró la chaqueta del detective y sacó una pistola. Los presos de las celdas próximas lo vitorearon.