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– Puede quitarse el pañuelo y bajar.

Nos encontrábamos en el patio de una granja muy bien cuidada y rodeada por altos muros de piedra.

– ¿ Tiene móvil?

– Sí.

– Démelo.

Se lo entregué y él se lo guardó en el bolsillo. A continuación subió al automóvil y se fue. Me quedé perplejo en el centro del patio. Todas las ventanas de la casa estaban cerradas, el portalón también. Experimenté un estremecimiento de frío y volví a ponerme la chaqueta que me había quitado en el coche. El lugar debía de estar a no menos de ochocientos metros de altitud.

Empecé a arrepentirme de haber aceptado tan estúpidamente aquella invitación. De repente me asaltó una idea que me hizo sudar pese al frío: ¿y si fuera una broma organizada a mi costa? «A ver si en este momento una cámara oculta está grabando tu solemne estupidez», me dije.

Con cierto alivio, oí acercarse un automóvil. El coche entró derrapando en el patio. Se apeó un cuarentón muy elegante, jadeando como si hubiera efectuado la carrera a pie. Me tendió una mano que estreché maquinalmente.

– Soy Gianni. Perdone mi retraso. Venga, venga.

No me dijo su apellido, pero su voz era distinta de la que me había contestado por teléfono. Abrió el portalón, que estaba cerrado con varias vueltas de llave. Enseguida me di cuenta de que la granja inducía a engaño. Me explicaré mejor: la parte exterior del edificio era la propia de una casa rústica de dos plantas, muy bien cuidada, tal como he señalado, pero el interior era el de una villa aristocrática. Los pocos muebles dieciochescos del amplio vestíbulo, del que partía una escalera de madera noble que conducía al piso superior, eran, por lo poco que yo entiendo, de gran valor.

El sedicente Gianni abrió una puerta, me hizo pasar a una amplia y ordenada biblioteca, y me invitó a sentarme en un mullido sillón.

– ¿Le apetece un café?

– La verdad es que lo necesito, gracias.

Se retiró. Yo me levanté y fui a echar un vistazo a una de las cuatro estanterías. En la parte inferior, junto al escritorio, había una toma telefónica, pero no se veía el aparato. Quizá lo habían retirado por miedo a que yo hiciera una llamada.

Todos los libros de aquella estantería se referían a la historia y la cultura de la isla: estaban Vigo, Amari, Pitre, Guastella, Salomone-Marino, la Historia de Fazello… La estancia estaba caldeada por un viejo radiador de hierro colado. Empecé a sentirme más a gusto. Me di la vuelta porque alguien acababa de entrar en el estudio. Una anciana campesina portando una bandeja. La depositó encima del escritorio y se retiró sin decir palabra. Me apresuré a beberme el café, que era verdaderamente bueno.

Después oí el ruido de un nuevo coche en el patio. Y al cabo de un rato, un parloteo en la entrada. Volví a acomodarme en el sillón. Un automóvil se puso en marcha y se fue. Entró un cincuentón muy bien vestido y de aspecto muy cuidado, sujetando, cual si fuera una maleta, una caja de madera de gran tamaño con una empuñadura en el centro de la tapa. Debía de ser ligera, pero incómoda de llevar. La depositó en el suelo. Me levanté y nos estrechamos la mano.

– Es un gran placer conocerlo. Y le agradezco infinitamente que haya accedido a venir aquí. Me llamo Carlo.

Estuve seguro de que no se llamaba así, como el otro no se llamaba Gianni. Pero aquél era indudablemente el hombre con quien había hablado por teléfono.

– Mi amigo, el que lo ha recibido… -Vaciló ligeramente; quizá ya no recordaba el nombre falso de su amigo-. Gianni, eso es, ha tenido que irse deprisa y pide disculpas por no haberse despedido. Es el propietario de esta casa. ¿Vamos?

Lo seguí sin hacer preguntas. En el vestíbulo abrió otra puerta. Un comedor con una alargada mesa puesta para dos comensales. Cubiertos de plata, vasos de cristal, mantel y servilletas bordados a mano y con alguna que otra minúscula mancha amarillenta que revelaba su venerable edad. Carlo me ofreció un vino blanco espumoso e inmediatamente después la campesina nos sirvió de primero un risotto exquisito.

En cuanto nos sentamos a comer, mi anfitrión sacó de un bolsillo mi móvil y me lo devolvió.

– Pero tiene que darme su palabra de honor de que no hará ninguna llamada durante el tiempo que permanezca aquí.

– De acuerdo, se la doy. Pero usted tendría que explicarme por lo menos el porqué de todas estas precauciones, que me parecen, perdóneme, bastante ridículas.

– Ya debería haber comprendido que estas precauciones las tomo exclusivamente en su propio interés.

– ¡¿En mi propio interés?!

– Sí, para evitarle futuras molestias. No sería agradable para usted que su nombre se asociara de alguna manera al mío.

– No entiendo.

– ¿Lo entenderá mejor si le digo que desde hace más de un mes estoy, digamos, ilocalizable?

Comprendí. ¡Un fugitivo de la justicia!

El risotto que acababa de terminarse me hizo una masa en el estómago. La campesina entró, retiró los platos y al cabo regresó con el segundo: conejo a la cazadora.

– ¿Es de su gusto? Si no es así…

– No se moleste; está muy bien.

Poco después, Carlo retomó su discurso:

– Cierta investigación, que teóricamente no tendría ni que haberme rozado, me ha implicado de lleno. Por consiguiente, mis teléfonos están pinchados; mi casa y mi despacho, vigilados; la correspondencia, interceptada. Además, estoy seguro de que, en cuanto ponga un pie fuera de Sicilia, me detienen. Por eso he tenido que renunciar a ir a verlo personalmente a Roma, tal como habría deseado, y he tenido que aprovechar su breve estancia entre nosotros.

Lo miré, sorprendido.

– ¿Usted quería ir a Roma para reunirse conmigo?

– Sí. Para darle a leer una cosa.

Me sentí un poco decepcionado. Seguramente era uno de esos lectores que me mandan relatos de su vida y me exhortan a sacar de ellos una novela. En general son historias triviales, traiciones conyugales, testamentos destruidos, falsos testimonios, estafas de las que alguien ha sido víctima… Con suerte, la historia que Carlo quería contarme sería un poco más interesante que las habituales, pero nada más. De repente, sin embargo, empecé a sentir un sudor frío. ¿La caja que había llevado consigo contenía lo que pretendía hacerme leer? En tal caso, mi permanencia en la granja habría de durar necesariamente varios meses. Una especie de secuestro con propósito no de lucro sino de lectura.

– Se trata de una promesa que le hice a mi mujer -prosiguió Carlo-. Murió hace tres meses. Siempre fue una apasionada lectora suya. Sufrió mucho en los últimos tiempos. Pero la lectura de sus novelas conseguía distraerla hasta el punto de hacerla sonreír. No sé si usted podrá comprender alguna vez, perdone que se lo diga, hasta qué extremo se lo agradecía ella.

Experimenté una pizca de orgullo: o sea, que mis libros no eran tan inútiles como sostenía buena parte de la crítica, si habían servido para algo. Un efecto placebo, por supuesto, pero efecto al fin.