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– Vicecomisario adjunto De Luca, señor -se presentó, aferrándose al respaldo-, si lo permite, me gustaría…

– Ah, abogado De Luca… Me han hablado mucho de usted, y bien. Estupendo, estupendo…

Levantó la mano, De Luca se dejó engañar por el gesto y tendió la suya justo cuando el jefe doblaba el brazo, dejándolo con la diestra en el aire.

– No soy abogado -dijo, como para excusarse-, y si lo permite, señor, con respecto a su disposición sobre el destacamento del personal de los departamentos…

– Sí, sí, estupendo, De Luca. Tema cerrado, D’Ambrogio, sé bien que Orlandelli era un pez gordo, amado y estimado por una parte pero muy odiado por la otra…

– … y, si me lo permite, señor, puesto que mi departamento dispone de todo el personal y está relativamente poco ocupado…

– … parecería una provocación, D’Ambrogio, me sorprendo de que me lo pidas tú, que no eres ningún novato…

– … pues, si me lo permite, señor, sería útil que me destacara a la Móvil para ocuparme del homicidio de esta mañana.

El jefe entornó los ojos, mirando primero a De Luca y luego a D’Ambrogio:

– ¿Ha habido un homicidio esta mañana?

– Ermes Ricciotti… -empezó De Luca, con arrojo, pero D’Ambrogio lo interrumpió, con un gallo agudo de la voz, dos notas in crescendo, moduladas, de corista experto.

– Suicidio… el doctor Bonaga, que dirige la Escuadra Móvil, asegura que se trata de un suicidio. Crisis de conciencia de un individuo siniestro que, por otra parte, parecía simpatizar con los comunistas…

– ¡Quite, quite! Un suicidio es un suicidio… no compliquemos las cosas y, sobre todo, no demos pie a instrumentalizaciones políticas. Un celo muy loable el suyo, querido abogado De Luca, pero permanezca en su puesto a disposición de su jefe y de sus competencias. La invasión de departamentos no está bien vista aquí.

– No está bien vista -repitió D’Ambrogio, agudo, mientras el jefe volvía a levantar el brazo y daba a De Luca una palmadita en la mejilla, dejándolo con la comisura de la boca fruncida en una mueca de sorpresa y la mano todavía en el aire, en un gesto inútil que no había podido contener.

– No soy abogado, no soy abogado… -Scala había llegado por la espalda, sin que se diera cuenta-, conocí a otro que también lo decía siempre… cómo se llamaba… Germi, no, Ingravallo… el comisario Ingravallo, ¿lo conoce?

– Lo vi una vez… en Roma.

Scala asintió, sin decir nada. Siguió observándolo con su mirada divertida, como si sonriera, y tan insistente que De Luca sintió la necesidad de hablar para llenar aquel silencio frío.

– Soy un veintiochista -dijo-. Entré en la policía con la llamada especial del 28, cuando no se necesitaba título universitario para ser comisario, bastaba la oposición.

– Temía que hubiera subido de grado por méritos fascistas, en su momento -dijo Scala, y De Luca negó con la cabeza.

– No.

– Mejor para usted. ¿Cuántos años tiene, De Luca? Treinta y siete, treinta y ocho… ¿por debajo de los cuarenta, como yo? Sería joven en el 28…

– Fui el comisario más joven de la policía italiana.

– ¿Y cómo se clasificó en la oposición?

– Quedé el primero de la lista.

Otro silencio, frío y sonriente. Scala se había quedado en la puerta de la sala, ya vacía.

– Me hicieron comisario casi enseguida -dijo de Luca, apresuradamente, como para justificarse-. Resolví el caso Matera, en el 29… quizás lo recuerde…

– No -dijo Scala con brusquedad, todavía divertido, pero con brusquedad-. Estaba entre rejas en el 29. Pertenecía a la directiva clandestina del Partido Comunista y era jovencísimo también yo cuando me arrestaron en la frontera de Francia. Un chivatazo. Volvía a Italia con una maleta llena de documentos, pero en lugar de los camaradas me esperaba la policía de Mussolini. Por descontado… -los ojos de Scala se cruzaron por un momento con los de De Luca, que paseó los suyos por las sillas-, por descontado, usted habrá sido depurado…, por descontado.

– Por descontado -murmuró De Luca. Se esperaba aquella pregunta, y había deglutido para aclararse la garganta, pero la voz le salió pastosa y un poco insegura. Scala sonrió, esta vez también con los labios.

– Es una lástima que un talento como el suyo se desperdicie entre burdeles. Usted debería estar en Homicidios en lugar de ese Bonaga…, buena persona, eso sí, pero limitado, con tendencia a cerrar los casos con prisas, sobre todo cuando se trata de algún camarada. Pero a mí el de Ricciotti me parece un caso interesante, ¿no cree? -le estrechó el brazo, alejándose de la puerta y repitió-, ¿no cree? -siempre divertido, Scala, siempre divertido.

– Volvamos al colegio, inspector: deme una clase de historia.

Pugliese levantó la nariz del escritorio y por un instante miró a De Luca con la misma expresión descolocada que el presidente De Nicola, colgado en fotografía detrás de su cabeza. Dos pares de ojos muy abiertos, desconfiados y desorientados, lo miraron largamente, allí, de pie en el umbral, con una mano en la cadera y la otra en la jamba de una puerta estrecha y rectangular, como todo aquel despacho minúsculo.

– ¿Cómo? -dijo Pugliese. De Nicola guardó silencio.

– Enséñeme un poco de historia, inspector, para tener las ideas más claras… ¿cómo es que, en sólo unas horas, un falso suicidio se convierte en homicidio y luego vuelve a ser suicidio?

– Pues porque el señor Bonaga, que es mi jefe y el encargado del caso, ha leído un informe y se ha declarado convencido de que «se trata de suicidio intencional».

– ¿Suicidio intencional? ¿Eso ha dicho?

Pugliese asintió, lentamente, con la cabeza un poco inclinada sobre un hombro, como para dar mayor solemnidad al gesto.

– Palabras literales. Ha dicho: «Se trata de suicidio intencional».

– ¿Ah, sí? ¿Y cómo lo explica? ¿Qué dice el señor Bonaga…? ¿Que Ricciotti se subió a un taburete y al darse cuenta de que había atado la soga demasiado arriba para meter la cabeza se…? -De Luca se interrumpió, pues Pugliese había apartado la mirada y la dejaba planear por el escritorio, avergonzado, sin hallar nada digno de atención-. ¡Pero hombre… no es posible! ¿En serio ha dicho eso?

– No lo ha dicho, comisario: lo ha escrito. Está todo aquí, en la relación que ha firmado y que acabo de firmar yo también, como es mi deber, ¡mecachis en ese muerto!

Empujó hacia delante un folio con la punta de los dedos en un gesto violento, casi un bofetón, que lo hizo deslizarse más allá del escritorio y planear ligero hasta los pies de De Luca, como un avioncito de papel. De Luca bajó la mirada hasta las líneas negras escritas a máquina, que perforaban el papel cebolla y el sello borroso: «Comisaría de Bolonia», y que le cubría la punta de un zapato. Luego levantó la cabeza, pues Pugliese se había puesto en pie haciendo chirriar las patas de la silla contra el piso y se estaba escurriendo entre el escritorio y los salientes tiradores de un fichero. El presidente De Nicola, golpeado en su marco negro, se balanceaba.

– Vamos a tomar un café, comisario -dijo Pugliese, descolgando el sombrero de una percha clavada a la pared-, así le doy también una clase de geografía política -y luego-, no, no… dejémoslo ahí, que es su sitio -pues De Luca se había agachado a recoger el papel, y se quedó rozando la superficie lisa de la hoja con la yema del dedo corazón, un instante antes de que Pugliese lo tomara por el codo.

– ¿Se acuerda de cómo la llamaban en tiempos del régimen? Geopolítica… No, «geopolliitticca», como pronunciaba Starace. ¿Se acuerda de Starace?

De Luca asintió, expeditivo. Acodado en la barra del bar, se reflejaba en el cromado de la cafetera, una imponente Vittoria que parecía la caldera de una locomotora. Bajo un águila reluciente, encaramada en lo alto, un mozo con mandil blanco estaba apretando las palancas del tubo en espiral, encerrando el penetrante aroma, amargo y un poco metálico, del café. El bar se hallaba en la plaza Galileo, justo delante de la comisaría, pero nunca iba nadie, le había explicado Pugliese, nadie de la policía, pues no había dónde sentarse. Tenía sólo una mesita, sin silla, encajonada entre la hoja abierta de la puerta, la esquina y una fotografía grande de Bartali.