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– El hombre que ha caído del tejado…

– Murió del golpe. El presunto ladrón.

– El presunto ladrón, sí… ¿Tenía marcas en la cara o en las manos?

El hombre en mangas de camisa sonrió:

– ¿Quiere decir arañazos? Tenía dos aquí, en la mejilla, y otro en el otro lado. Sí, es justamente como cree usted, abogado.

De Luca también sonrió:

– No soy abogado -murmuró, y cruzó la calle, justo cuando D’Ambrogio salía del edificio.

15 de abril de 1948 jueves

«Protesta en Cavezzo de Módena por una confiscación de armas: confiscados en provincia de Cesenatico un mortero del 81 con municiones, dos bombas de mano, dos metralletas, cuatro pistolas automáticas».

«Bandas fascistas armadas por la Democracia Cristiana atacan a los judíos en el gueto de Roma».

«Quiniela electoraclass="underline" todo el mundo puede jugar y ganar un premio. Con 100 liras pueden ganar millones. Los boletos se están agotando, compren antes de que sea demasiado tarde».

Por la ventana de su despacho, De Luca veía el soportal de enfrente. Estaba en el primer piso y, a través de la mancha de vaho que se ampliaba y se reducía en el cristal a cada respiración suya, De Luca veía el interior de los ojos del soportal hasta el fondo, velado por aquella niebla escasa e intermitente. Debajo del soportal, el muro estaba empapelado de carteles, pegados unos sobre otros, multicolores, un arco iris tipográfico que precedía a la lluvia en lugar de seguirla. De hecho, esa mañana el aire era terso y gris, como antes de una tormenta. Un energúmeno simiesco pintado de rojo corría por el mapa geográfico estirando un pie descalzo por la silueta de Italia, un poco por encima de la inscripción: «¡Atención! ¡El comunismo necesita una bota!». Una mano arrancaba la cruz al escudo democristiano descubriendo debajo una bayoneta, y otra inscripción: «¡Atención!», con un reborde blanco. Y había un cartel verde y amarillo con los rostros sonrientes de Rita Hayworth, Clark Gable y Tyrone Power, y encima, en letras rojas de imprenta, tan pequeñas que De Luca tuvo que entornar los ojos para leerlo: «¡¡¡Hasta los actores de Hollywood se alinean en la lucha contra el comunismo!!!» y «Vota» en grande, bajo una calavera de órbitas huecas y un gorro ruso con la estrella roja «Vota o será tu amo», el rostro de Garibaldi que salía de una estrella, «Paz libertad trabajo. Votad Fronte Democratico Popolare», y en manuscrita blanca y pastosa, como de tiza de pizarra: «¡En el secreto de la cabina Dios te ve, Stalin no!», y en amarillo y negro: «Defiéndelo, en Rusia los hijos son del Estado», y en rojo: «Impide que se cometa este crimen, vota Blocco Nazionale». «Paz trabajo libertad y justicia votad Fronte Democratico Popolare». «Quien vota Fronte le faltan dos dedos de frente», «Paz trabajo libertad votad». «Iglesia familia trabajo vota». «¡Italianos, votad, dejad votar, votad bien!».

De Luca se separó del cristal. Se sentó en el escritorio, apoyando la nuca en el respaldo de la butaquita de madera y presionó con la espalda para notar el crujir del perno giratorio. Levantó la vista hacia las palas del ventilador que estaba encima del fichero, cubiertas de una capa peluda de polvo gris, hacia el moscón muerto en el borde del mapa de Bolonia pegado a la pared, donde unos círculos en lápiz rojo señalaban las zonas de competencia: de cada comisaría. Aspiró el olor de lisoformo que el guardián había extendido por el suelo, el mismo que olió en el burdel de la Tripolina, pero más tenue; pensó en Ricciotti, en Piras, en Bonaga y en el jefe de la policía, y sacudió la cabeza, apretando los dientes. Se echó hacia delante y la madera de la butaca crujió, apoyó los codos en el escritorio y metió el rostro entre las manos, expirando entre los dedos, y habría seguido así, soplando todo el aire que tenía en los pulmones, en el corazón y en el cerebro, hasta la muerte tal vez, si Di Naccio no hubiera llamado a la puerta.

Al verlo entrar, De Luca pensó que algunas personas nacen ya con cara de policía, y que probablemente el brigadier Di Naccio ya tenía en la cuna aquella cara larga y estrecha, con esos ojos casi oblicuos, de corte triste y nariz en declive sobre el labio. Pensó que quizás también su padre tuviera esa cara, polizonte como él, pálido de piel y casi gris, de barba áspera, afeitada con prisas por la mañana temprano, y luego pensó en sí mismo, policía de siempre, y arqueó una ceja preguntándose si también él tendría cara de policía. Se tocó el mentón, que pinchaba todavía, y recordó que aquella mañana él no se había afeitado.

– ¿Qué ocurre?

Di Naccio tenía un dosier en la mano, una carpetilla finísima, tan fina que parecía vacía. Era verde, como todas las del fichero de las prostitutas, y delante ponía «Policía de Bolonia», a lápiz, y el número 18 C, en un círculo de una esquina.

– Pase de cambio -dijo Di Naccio-, cambio de quincena.

– ¿Y qué?

– Es que cada quince días las prostitutas cambian de burdel y cuando se marchan deben tener un papel que…

– Ya lo sé. Quiero decir: por qué me la das a mí. ¿Qué tengo que hacer?

– Regularmente los pases de cambio los firma el superior, tanto de salida como de entrada… aunque su predecesor, el señor Carapia, me las hacía firmar todas a mí.

De Luca asintió, cerrando los ojos. Di Naccio tenía un timbre de voz tan nasal y profundo que le molestaba. Parecía que le salieran las palabras de la nariz, como sopladas.

– Hagamos lo mismo -dijo-, fírmalas tú, me parece bien.

– Ya, pero… ¿hacemos lo mismo que hacíamos con el señor Carapia? ¿Igual igual?

De Luca abrió los ojos, mirando a Di Naccio, que tenía una mano en el picaporte de la puerta y el dosier finísimo entre los dedos de la otra, entre el pulgar y el índice, como si quemara.

– ¿Por qué? -preguntó-, ¿qué hacía el señor Carapia?

– No se andaba con chiquitas, señor comisario… cerraba la gestión aunque no tuviera todo. Aquí, por ejemplo, falta uno de los pases…

Repentinamente, la idea de aquel pase que faltaba, aquella hojita de papel cebolla agujereado a cada picotazo desteñido de una máquina de escribir de cinta gastada, idéntica a las miles de hojas y hojitas de comisaría que habían pasado por sus manos, le hizo apretar los dientes. Apretó las mandíbulas para resistir las ganas de barrer todo el escritorio y por un instante se sintió desesperado ante la idea de una vida, o aunque fuera un solo día persiguiendo 18 C extraviados, pases de cambio extraviados, sellos olvidados en cartillas sanitarias modelo 15; ante la idea de las redadas, de los cierres al público, de «La autoridad de SP conformemente ordena…» y de las discusiones enervantes e inútiles con maîtresses y prostitutas sobre las posibles interpretaciones de cada párrafo del Texto Único de Seguridad Pública, Decreto Regio del 18 de junio de 1931, Título Séptimo: «Del meretricio».

– Sí, de acuerdo -murmuró-, hagámoslo así, lo haces tú…

Cerró los ojos, volviendo a meter el rostro entre las manos abiertas, con los codos apuntalados en la mesa. Quizás se habría dormido de golpe si no hubiera sido por el tono de voz de Di Naccio que le zumbaba en los oídos, obligándolo a escuchar aunque hablara para sí.

– Di Naccio…

– A sus órdenes, señor comisario.

– ¿Qué has dicho?

– He dicho que archivo el expediente en la carpeta…

– Qué has dicho después…

– … en la carpeta del prostíbulo en cuestión. Claudia Tagliaferri, Via delle Oche, número 16.

«Fabbri, Fiorina, llamada la Wanda, hija de Larcello y María, nacida en Varese etcétera etcétera… destino Casa delle Rose, Palermo. Pistocchi, Silvana, llamada Mimí, destino L’Oriental, Venecia. Bianconcini, Erminia, llamada Gilda, destino 57, Via Mario dei Fiori, Roma…».