Que Dios nos perdone por lo que hemos hecho.
Doctor Bashir
Ulrike cerró el documento y apagó el ordenador intentando parecer lo más indiferente posible. Temblaba. Andreas le puso una mano sobre la pierna.
– ¿Tienes también los datos de la investigación?
– No.
Ulrike sacudió la cabeza.
– ¿Han matado a Jan por culpa de este documento? -preguntó con un hilo de voz.
– Creo que sí, no lo sé.
Ella empezó a llorar.
– Así pues, también nos matarán a nosotros.
– No. Nadie sabe que tengo una copia -intentó calmarla Andreas.
– ¿Y ahora qué quieres hacer? -preguntó ella.
– Hablaremos de ello con Julia, lo decidiremos juntos. -Le cogió la mano y se la besó-. Ahora borra el documento, por favor.
El piloto anunció que empezaban a descender hacia Milán.
Aterrizaron en Malpensa dentro del horario previsto. Como sólo llevaban el equipaje de mano, fueron directamente a la parada de taxis. Emplearon más de una hora y una increíble cantidad de euros para llegar a Monza, en los alrededores de Milán.
Julia y sus dos hijos vivían allí.
Se registraron en el hotel De la Ville, un pequeño establecimiento cerca de la Villa Reale. Sólo subieron a la habitación a dejar las maletas, después salieron en dirección a casa de Julia.
Cuando cruzaron la puerta de entrada al hotel giraron a la derecha. Iban a tardar una buena media hora. Siguieron por la acera que bordeaba el parque. Estaban solos, no había nadie por allí.
Andreas puso un brazo alrededor de los hombros de su mujer, la estrechó y empezó a hablar. Le contó en voz baja todo lo que había pasado, desde que Jan le había explicado cómo había cogido el ordenador hasta que se había encontrado con Jasmine, en Múnich, por segunda vez.
Ulrike no hizo ninguna pregunta, aterrorizada por lo que estaba oyendo.
Llegaron frente a la casa de Julia. El lugar del famoso episodio del conejo blanco. En la casa estaban tanto los padres de Jan como los de Julia. Dormían allí desde que Jan había muerto. Eran una ayuda indispensable, sobre todo con los niños.
Después de preguntarle a su esposa si estaba preparada para entrar, Andreas tocó el timbre.
Julia abrió la puerta, se abrazaron.
– Has podido venir, estoy contenta -dijo ella dirigiéndose a Andreas.
– Sí, he podido venir.
– ¿Significa que tienes la respuesta?
– Sí, la tengo -confirmó Andreas con un hilo de voz.
– Venid, están todos repartidos por la casa. Ahora los llamo.
Andreas pasó las dos horas siguientes jugando con los niños y hablando con los abuelos: se conocían desde hacía mucho tiempo, era como de la familia. Ulrike intentaba permanecer apartada, había recibido demasiada información y todavía tenía que digerirla.
Comieron algo que había preparado la madre de Julia. Nadie tenía apetito, estaban todos muy tristes.
El funeral estaba previsto para las diez de la mañana del día siguiente.
Después de cenar, los abuelos llevaron a los niños a la cama, y Julia, Ulrike y Andreas se trasladaron al estudio que había sido de Jan.
– Cuenta -impuso Julia.
Andreas la miró.
– Es una historia compleja, necesitaremos algo de tiempo. ¿Estás segura de que quieres oírla ahora? Mañana es el funeral.
– Precisamente por eso quiero hacerlo ahora. Tenemos toda la noche. De todos modos, tampoco podría dormir.
– Gracias al código que nos dio Jasmine he conseguido acceder a los datos que había en el ordenador.
»Uno de esos archivos es el memorándum escrito por un médico que dirigió un experimento en la India.
»No es un documento técnico, puedes leerlo y lo entenderás todo. Enciende el ordenador y te transferiré el archivo, lo he guardado en mi móvil.
Reflexiones
El doctor Kluge estaba sentado en su despacho, mirando fijamente la pantalla del ordenador.
Desde que le había ocurrido el incidente a su hija, se había portado bien.
Había hablado con Lee, le había prometido seguir siendo fiel a la causa. Se acabó lo de querer ir a contracorriente.
Desde entonces lo habían dejado tranquilo.
Kluge terminó de redactar un documento en el ordenador e imprimió cuatro copias.
Ordenó los pocos papeles desparramados que tenía sobre la mesa y se puso la americana. Dobló las hojas que había cogido de la impresora y se las metió en el bolsillo interior.
Al salir se despidió de las secretarias, que le devolvieron el saludo respetuosamente.
Una vez fuera del edificio se encaminó hacia Ostbahnhof, la estación de trenes, en cuyas cercanías se encontraba la filial de su banco: tenía que resolver un asunto.
Tardó diez minutos en llegar. Hacía años que no iba a la sede bancaria, normalmente enviaba a una de las secretarias.
El director del banco lo reconoció en seguida y se apresuró a saludarlo. Se sentaron en un despacho apartado.
Kluge le dio claras instrucciones, mientras el banquero tomaba nota.
Después pidió al director un favor personal. Sacó las copias del documento que había imprimido poco antes en su despacho. El director lo leyó con atención. Sólo le sorprendió una cláusula. Y bastante. Pero frente a él tenía a uno de los hombres más poderosos e influyentes de Alemania, en ningún caso le haría preguntas.
– Ningún problema, doctor Kluge, como desee.
El director llamó a uno de sus empleados: para un asunto como ése se necesitaban dos firmas. Los cuatro documentos fueron firmados por todos los presentes.
Kluge dejó una copia al director, dobló las suyas y se las metió en el bolsillo interior de la americana.
Salió del banco, dobló a la derecha, luego otra vez a la derecha en la primera calle, y se detuvo poco después delante de un quiosco y estanco donde se podía jugar a la loto.
Rellenó dos boletos.
Sonreía, era algo en lo que nunca había creído, estadísticamente hablando.
Compró tres sobres, tres sellos para correo urgente, dos paquetes de Marlboro e hizo validar los boletos.
Como no había jugado nunca con anterioridad, no se dio cuenta de que en realidad había escogido combinaciones múltiples de doscientos euros cada una. No parpadeó cuando el dependiente le comunicó el importe. Abrió la cartera y pagó en metálico. Era de la vieja escuela, siempre llevaba encima una notable suma de dinero. Las tarjetas de crédito eran cómodas, pero no siempre funcionaban.
Antes de salir se apoyó en la mesita donde poco antes había rellenado el boleto de la loto e introdujo en cada sobre uno de los documentos que había firmado en el banco. A dos de ellos les añadió también los boletos que acababa de jugar.
Cerró los tres sobres, escribió las direcciones de los destinatarios, copiando una de un papel que había sacado del bolsillo de la americana, y pegó los sellos.
Después saludó al vendedor del quiosco y salió. Cerca del establecimiento había un buzón. Miró a su alrededor, no había nadie. Echó las cartas y siguió andando por la misma calle. Algo más adelante estaba Augustiner, una vieja cervecería de Múnich, además de su marca de cerveza favorita.
Entró. Conocía el lugar, no iba a menudo pero había estado con anterioridad. Se sentó a una mesa para dos, de esas redondas con taburetes altos, cerca de la puerta. La camarera le preguntó qué quería tomar. Una helles y un schnaps de pera.
Bebía y pensaba.
Si alguien lo estuviera observando, le resultaría difícil saber en qué estaba pensando. Sonreía, luego se entristecía, seguidamente volvía a sonreír, y hubo un momento que a la camarera le pareció que estaba llorando. Pero fue sólo un momento. Cuando terminó con la primera ronda salió y se fumó dos cigarrillos. Hacía treinta años que lo había dejado. Y, sin embargo, en todo ese tiempo, cada vez que veía a alguien fumar, su cerebro le decía: «Enciéndete uno.» ¡Qué droga tan increíble, si después de treinta años todavía podía crear dependencia!