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Ulrike tomó entonces la palabra.

– Julia, se trata de un descubrimiento estremecedor, es cierto, pero también es una investigación que ofrece posibilidades enormes en términos de ventajas económicas para quien la explote de forma adecuada. Pasarán años antes de que otro estudio se acerque sólo remotamente a los resultados de éste. Mientras tanto China puede decidir qué quiere hacer: desarrollar tecnologías alternativas, invertir en tratamientos. También puede prohibir el uso de móviles en su territorio y esperar que se produzca una hecatombe en los demás países. Habrá comités políticos y militares que valorarán las mejores oportunidades económicas que una investigación de este tipo puede generar, sobre todo si le llevas diez años de ventaja al que venga detrás.

– ¿Y tú crees que nos quitarían de en medio? -le preguntó Julia a Andreas.

– Estoy convencido.

– ¿Y que nuestro sacrificio serviría para algo?

– Si tuviéramos los datos, podría ser. Pero si tenemos que hacer lo que he explicado antes, averiguaciones para validar la existencia de la investigación, no creo que pasáramos desapercibidos, y en ese caso estoy bastante seguro de que nos detendrían a tiempo.

No se miraban.

Reflexionaban, sabiendo que no podían permitirse desestimar ni una sola opción.

– Y si mandas copias anónimas del extracto de la investigación a centros de estudios, periódicos, políticos, ¿no crees que alguien se lo tomaría en serio? -preguntó Julia, que todavía necesitaba tiempo para digerir el panorama que Andreas había profetizado.

– Te lo repito: si lo hubiera recibido yo sin saber nada de lo que ha pasado, lo habría tirado a la papelera.

– Y, sin embargo, es real -comentó amargamente Julia. Necesitaba estar un rato a solas-. Tengo que pensarlo, quizá se me ocurran otras preguntas que haceros. Ahora me voy a la cama, se ha hecho tarde. Mañana no será un buen día. ¿Queréis el coche para volver al hotel? Podéis devolvérmelo mañana por la mañana.

– Muchas gracias, Julia, iremos dando un paseo, nos irá bien -le agradeció Ulrike.

Salieron de la casa y fueron caminando lentamente por la acera. Oyeron que se encendía el motor de un coche detrás de ellos. Se volvieron. A bordo iban dos chinos. Debía de ser su escolta.

No se dijeron nada durante el trayecto, por miedo y por cansancio.

Entraron en el hotel, cogieron las llaves y se dirigieron al ascensor. Una vez en la habitación se prepararon para irse a dormir. Fue otra noche especialmente inquieta.

El funeral empezó puntualmente en casa de Julia. Estaban todos: familiares, amigos, viejos compañeros de trabajo. Sólo entre estos últimos Andreas vio a algunos a quienes no conocía.

Hay funerales en los que se habla y otros en los que no hay nada que decir; ése pertenecía a la segunda clase. La mayor parte de la gente se conocía bien y no tenía nada que añadir al dolor del de al lado.

Después de la ceremonia hubo un pequeño refrigerio en casa, una ocasión para que alguien pudiera desahogar su dolor con alguna copa de más.

Hacia las cuatro se fue el último de los asistentes que no dormía en la casa. Julia, Andreas y Ulrike se sentaron en el estudio donde habían estado la noche anterior.

– ¿Quieres que nos quedemos unos días más? -preguntó Ulrike, solícita.

– Gracias, pero no hace falta. Los abuelos se quedarán todavía en casa dos semanas más. Si os necesito ya os lo diré.

Permanecieron en silencio un instante.

Andreas retomó la conversación.

– Estaremos siempre contigo, Julia. En todo lo que necesites, cuenta con nosotros. No tenemos hijos, los tuyos los hemos considerado siempre como nuestros. Si te parece bien, nos gustaría contribuir en los gastos de sus estudios… -tenía los ojos brillantes- y venir a veros cada vez que podamos.

Julia se acercó y lo abrazó.

– Gracias.

Ulrike salió del estudio y volvió poco después con tres copas de vino tinto. Le tendió una a Julia y otra a su marido.

– ¿Qué quieres que haga? -preguntó Andreas.

– Lo que creas que es mejor, sin poner en peligro vuestra vida ni la de mi familia. ¿Qué se podría hacer?

Andreas la miró largo rato antes de responder.

– Dame unos meses, ya te lo diré.

Héroes

Hablaron en el avión. Ya se habían dado cuenta de que los chinos se iban alternando de un aeropuerto a otro sin subir a bordo. Esa vez el vuelo también iba casi vacío, y no tenían a nadie sentado cerca de sus asientos. Empezó Ulrike.

– ¿Cómo hemos podido estar tan ciegos? Ni siquiera nos hemos acercado a unos resultados semejantes, de un efecto acumulativo tan devastador y con un debilitamiento constante de las células hasta su rotura casi simultánea, cancerígena, en la mayoría de la población. No podíamos excluir esa posibilidad, pero es distinto de como siempre lo habíamos imaginado.

En su tono de voz se apreciaba una verdadera desesperación, un sentimiento de inutilidad.

– Ulrike, hemos bombardeado con rayos células, cobayas, hemos hecho todo lo posible con las condiciones metodológicas y el apoyo financiero de que disponíamos. Y tú también lo sabes, no podíamos seguir el mismo ritmo del mercado y sus exigencias. Piensa en todos los medicamentos que salen a la venta y que luego resulta que son más dañinos que la enfermedad que pretenden curar. Si se comprobaran adecuadamente se evitarían millares de muertes. Pero, para probarlos como es debido, se necesita tiempo.

»Y nadie quiere perder el tiempo.

»Lo que hoy interesa es la comercialización, que la investigación dé beneficios. Los científicos deben ser infalibles: ésa es la imagen que la industria está obligada a dar para crear confianza en los consumidores. Pero, en realidad, tú también sabes cuántos estudios están llenos de errores. Voluntarios e involuntarios.

– Así pues, ¿crees que hasta ahora hemos estado haciéndolo mal? -lo interrumpió Ulrike.

– El camino de la ciencia está lleno de errores. La ciencia se basa en ellos. Tú has leído más a Popper que yo. Piensa por todo lo que han tenido que pasar los llamados heréticos, los que revolucionaron el statu quo, Galileo, Darwin…

»Tú también sabes que hasta mediados del siglo XIX nadie se desinfectaba las manos en los hospitales y no se veía la relación entre la falta de higiene y el elevado número de muertes que se producían.

»Hemos estudiado y comprobado en nuestra piel lo difícil que es cambiar las cosas. Hoy estamos convencidos de que la radiofrecuencia no es perjudicial porque no es ionizante y tiene una densidad de potencia en vatios muy baja. Por otro lado, todos sabemos que no podemos descartar completamente su peligrosidad.

»No existe otra investigación como la que se ha realizado en la India, y se necesitarán años para reproducirla. Además, ¿cómo reproducirías una cosa así? ¿Quién haría un experimento en el que se condenara a muerte a personas, suponiendo que el resultado del primero sea cierto?

»Cambiar las cosas corresponde a los verdaderos héroes. Si quisiéramos serlo tendríamos que aceptar las consecuencias.

– ¿Cuáles? -preguntó Ulrike.

– Sacrificar nuestra vida y quizá la de Julia.

– ¿Qué?

– Ya lo sabes, Ulrike. Lo has sabido siempre. Es la suerte que a menudo les toca correr a los revolucionarios.

– ¿Nos protegerán?

– ¿Quiénes? ¿Los alemanes? Quizá, si hacemos suficiente ruido en los medios de comunicación. Pero lo dudo. Nadie saca provecho si nos ayuda. Será un sacrificio.

– Y, entonces, ¿qué piensas hacer?

– Dejemos pasar unos meses, veamos cómo se desarrollan los acontecimientos, después decidiremos.

Andreas echó un vistazo al Frankfurter Allgemeine que la azafata le había entregado nada más subir a bordo y que tenía sobre las rodillas desde que habían despegado.