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– De todos modos, la hipótesis de un accidente parece algo inverosímil, ¿no cree? -preguntó Andreas, escéptico.

– Es cierto. Pero últimamente estaba muy cansado. No podía asumir el peso de lo que sabíamos. No dormía por la noche, tomaba fuertes somníferos que lo dejaban de un humor inestable. Estaba buscando una solución. ¿Sabe por qué se cerró el centro de la India? -Lee se calló, esperando una respuesta.

– Para destruir los datos de la investigación -contestó Andreas.

– Según usted, ¿es necesario cerrar un centro, despedir a más de doscientas personas para destruir el contenido de un par de servidores? No, señor Weber.

»Desde que los datos del estudio empezaron a poner de manifiesto una tendencia alarmante, el doctor Kluge intentó de todas las maneras oponerse a que la investigación prosiguiera.

»Cuando se dio cuenta de que no era posible, hizo de todo para mitigar los efectos que estaba teniendo.

»Fue él quien convenció al responsable de ventas y al director de marketing de que íbamos a vender más móviles si los equipábamos con radio y lector de archivos de música. De este modo hizo que en cada caja se incluyeran unos auriculares, que también podían utilizarse para las llamadas.

»Además, con la excusa oficial de controlar los gastos, introdujo criterios muy rígidos sobre el uso del móvil en la empresa, y así las líneas fijas siempre eran las más utilizadas en las oficinas. Últimamente se había concentrado en el problema de la exposición a la radiofrecuencia por parte de los ingenieros que se ocupaban de la investigación y desarrollo de los productos.

»Durante uno de esos análisis se había convencido de que trasladando el centro de la India a China podría reducir el número de personas expuestas, ya que, según su opinión, la productividad en China sería muy superior a la del centro indio. Al no poder decir la verdad, se inventaba historias cada vez más inverosímiles.

»El asunto se había convertido en una obsesión.

»La muerte de su amigo y los intentos de intimidación que sufrió él y su familia fueron la última gota que lo empujó a la decisión final.

»A Jan Tes lo asesinaron como señal de advertencia a Kluge, no por lo poco que había descubierto.

A Andreas se le encogió el estómago. Intentó controlar la rabia dándose un puñetazo en el muslo.

Lee continuó.

– A consecuencia de todo ello, Kluge se quitó la vida.

»He visto el vídeo del S-Bahn docenas de veces. Se tiró encima del hombre que tenía al lado. No se lo he dicho a nadie, pero se arrojó a las vías voluntariamente. Y la policía también se dio cuenta. A mi parecer, fue un gesto muy humano por su parte respetar las últimas voluntades de mi amigo comunicando a la prensa la versión del accidente.

Hizo una larga pausa. Se sirvió un vaso de agua y bebió un par de sorbos.

Andreas estaba sobrecogido por todas aquellas revelaciones.

Lee siguió hablando.

– Como sabe, la investigación empezó en el año 2000. Hasta 2004 no sucedió nada anormal, hasta el punto de que estuve discutiendo con Kluge sobre la posibilidad de terminarla al año siguiente. Parecía dinero tirado a la basura.

»En 2006 me llegó el informe del doctor Bashir con el resultado: aproximadamente el 11 por ciento de los empleados había enfermado. Era un dato alarmante.

»No sabía qué hacer. Estaba aterrorizado.

Andreas lo interrumpió impetuosamente.

– ¿No podía suspenderla? ¿Qué más necesitaba saber? Los datos ya eran relevantes estadísticamente. El mismo doctor Bashir indicaba la necesidad de ponerle fin de inmediato.

– Tiene razón. No necesitábamos saber nada más para pararla. -Lee bajó los ojos-. Pero cometí el mayor error de mi vida: hablé de ello con un amigo.

»Me dijo que no hiciera nada, que ya me diría algo.

»Me llamó al día siguiente.

»Debía encontrarme con él en Berlín. Pasé tres días en un subterráneo, sede de algunas oficinas del Ministerio del Interior.

»Me presentaron a un grupo de trabajo. Estaba compuesto por tres investigadores como usted, también había un economista, un analista financiero del sector, un experto militar, un sociólogo, un representante político y un moderador.

»Este último fue quien dirigió los trabajos de aquellos tres días, con una lucidez y un control fuera de lo normal.

»Mi amigo me dijo que ninguno de ellos estaba al corriente de los resultados obtenidos hasta el momento por el estudio. Estaban convencidos de que formaban parte de un proyecto de simulación sobre qué habría que hacer si se produjera lo que yo ya daba por cierto.

»Fueron tres días intensos, tras los cuales regresé a Múnich.

»Al día siguiente me llamó mi amigo, en acto de servicio. Habían decidido que la investigación debía continuar. Tendría que mantenerlos constantemente informados de los resultados.

»Me negué.

»Les comuniqué que haría públicos los resultados y que, si lo deseaban, podían repetir la investigación cuando y donde quisieran, pero no con mis empleados.

»Me convenció para que esperara un día más antes de tomar cualquier decisión.

»Vinieron a verme a casa la noche siguiente. Una llamada de mi amigo por la tarde sirvió para concertar el encuentro. Aparte de él vinieron el moderador de las «tres jornadas» de Berlín, a quien nunca lo llamaron por su nombre, y un hombre de unos cincuenta años que me presentaron como Matthias Hamme, de los servicios secretos alemanes.

»Nos sentamos en mi estudio. Estábamos solos en casa, mi mujer había ido al teatro aquella noche. Nadie quiso tomar nada, todos estábamos muy tensos. Mi amigo abrió la conversación. Explicó a los otros dos la decisión que había tomado, como si no estuvieran al corriente, y me preguntó si tenía la amabilidad y la paciencia de escuchar la opinión que sus dos acompañantes tenían al respecto.

»Empezó a hablar el moderador.

»Lo hizo con mucha tranquilidad.

»Aquel hombre poseía una capacidad de oratoria superior a la de cualquier persona que hubiera conocido nunca. Era difícil no quedar fascinado.

»Y, además, era un tipo guapo: alto, elegante, casi perfecto. Más bien molesto, ¿no le parece? -Lee sonrió nerviosamente a Andreas. Cogió el vaso de agua y volvió a beber un par de sorbos.

– Lo que me molesta es todo lo que me está contando, doctor Lee.

– Tiene razón. Me explicó que era el responsable de un departamento que se ocupaba de dar directrices al gobierno. Así lo definió, «directrices al gobierno». Creía que me estaba tomando el pelo. Con el paso del tiempo entendí que no era un mediador.

»Era un hombre poderoso que no necesitaba mediar. Se encargaba de la dirección estratégica del país.

»Cualquier cosa pasaba por el filtro de su departamento.

»Él y su equipo no pertenecían a ningún partido y no eran elegidos, eran contratados. Prácticamente no tenían limitaciones de fondos ni de poder sobre cualquier organización de naturaleza pública. Me explicó por qué hacer públicos los resultados de la investigación podía ser una mala idea.

»Habló ininterrumpidamente durante una hora.

»No irradiaba patriotismo, pero se notaba que se sentía bien en su papel de comandante del barco alemán.

»Podrían haber hecho pública la investigación. El gobierno podría haber tomado una decisión valiente, prohibir el uso del móvil.

»Algunos gobiernos amigos también habían puesto a prueba esa solución. Hicieron una simulación similar a la que se había hecho en Berlín con algunos grupos internacionales: qué pasaría si un país hiciera público un estudio como el que conocemos y prohibiera el uso del móvil.

»El resultado fue que ningún otro país adoptaría la misma medida.

– Quizá la misma medida no, pero también resulta poco creíble que no hubieran hecho nada -se entrometió Andreas.

– No he dicho eso. En aquel momento las investigaciones oficiales estaban muy lejos de los resultados que conocemos. La incredulidad que suscitaría obligaría a confirmar de alguna manera su validez realizando más estudios, antes de tomar una decisión así. Y, respondiendo a su objeción, seguramente se acabaría limitando el uso prolongado del móvil y se impondría la utilización de auriculares no Bluetooth confiando en el juicio de cada persona.