»Pudimos conseguir que Kluge regresara de China.
»Ya le he hablado de su final y de sus motivos. No hay día que no piense en tomar la misma decisión. Quizá llegue la hora en que lo siga, por el momento estoy intentando maximizar el dinero que me han asignado para limitar el desastre inminente, a pesar de saber que mi modo de actuar es gris, gris como la concepción de la política que me ilustró mi amigo.
– No ha hecho nada por detenerlos -objetó Andreas con un escalofrío.
– No he hecho nada. Al igual que no he hecho nada por Kluge.
Permanecieron callados durante unos instantes que parecieron interminables.
Lee retomó la palabra.
– En realidad, doctor Weber, Kluge y yo lo intentamos, arriesgamos nuestras vidas y fracasamos.
»No nos estamos enfrentando a gente sencilla, doctor. Vaya usted a denunciarlos. ¿Dispone de los datos de la investigación?
Andreas no dijo nada. Negó con la cabeza, no tenía sentido mentirle a Lee.
– Doctor Weber, no le permitirán hacer nada. Yo he intentado informarle sobre cómo se desarrollaron los hechos y sobre las personas con las que se enfrenta. Sepa que después de esta conversación es probable que alguien se ponga en contacto con usted.
– ¿Me matarán? -preguntó Andreas en un murmullo.
– Hablarán con usted. Deme mi tarjeta de visita, por favor, le anotaré mi número privado. Puede llamarme a cualquier hora.
Andreas se la tendió y, cuando Lee hubo terminado de escribir, se la metió en el bolsillo. Había llegado el momento de irse. Estaba aturdido, sentía que todavía le quedaban muchas cosas por decir, que la conversación no había acabado. Pero se dio cuenta de que necesitaba pensar, analizar todo cuanto Lee le había dicho.
Se levantó, no le tendió la mano, ni siquiera lo miró a los ojos.
– Hasta la vista, doctor Lee.
Hofgarten
Instantes después se encontró en la pequeña plaza de delante del edificio. Hacía frío y soplaba viento. Tenía escalofríos pero no le molestaban. Necesitaba aire, mucho aire. Le zumbaban en la cabeza las frases que Lee había pronunciado, los recuerdos de Jan, complots de todas clases, reales o imaginarios. Las Torres Gemelas. El desastre aéreo de Ustica. Terroristas «suicidas» en las prisiones alemanas durante los años setenta, la muerte de Kennedy. Nunca había creído en las teorías del complot político, siempre había confiado en el Estado. Al menos en su Alemania.
Necesitaba una cerveza.
Decidió ir al Tambosi, en Odeonsplatz. Llegó al cabo de pocos minutos. Se sentó fuera, a una de las muchas mesas que había dentro del parque de Hofgarten.
No se veía a nadie. La camarera tardó un poco en aparecer. Andreas pidió un vodka doble y una cerveza. Era insólito en él, era la primera vez que lo pedía, pero ya nada era lo mismo. También pidió un paquete de cigarrillos.
Escribió un sms a Ulrike. Volvería a casa más tarde de lo normal, necesitaba pensar y estaba sentado en la terraza del Tambosi tomando el fresco.
La camarera llegó con la bandeja.
Vodka doble, cerveza y cigarrillos. La mujer era rumana y estaba acostumbrada a la gente que bebía así. Al principio se había sorprendido, nunca habría dicho que el doctor, porque así lo había clasificado por su aspecto, fuera un borrachín.
Además, en el pasado se había equivocado muchas veces con las costumbres alcohólicas de sus clientes.
Andreas pidió en seguida una segunda ronda de lo mismo, pero sin cigarrillos. La camarera lo miró a los ojos antes de asentir y entrar de nuevo en el bar.
No, no era un borrachín: era un hombre desesperado. Le inspiró ternura y pena. Le habría gustado abrazarlo, como a menudo habría deseado que alguien la abrazara a ella. Andreas cogió el móvil y llamó a Ulrike, que en ese momento acababa de leer su mensaje.
– No te emborraches, esta noche me gustaría ir al cine, si te apetece -le dijo su mujer.
– Claro que me apetece, pero me lo dices demasiado tarde. Ya estoy borracho.
Ulrike se lo tomó como una broma.
Andreas se terminó el vodka en dos tragos. Horrible.
La camarera notó la expresión de repugnancia en su cara y se le acercó.
– ¿No está bueno el vodka? -preguntó.
– Sí, sí, gracias. Está bien. No soy un gran bebedor de vodka, creo -respondió Andreas con una cálida sonrisa.
Encendió un cigarrillo. Dio una calada, le daba vueltas la cabeza. Se lo pasó entre los dedos mirándolo con disgusto. Después de una segunda calada las cosas fueron mejor. Se terminó la primera cerveza al mismo tiempo que el cigarrillo. Encendió otro, lo esperaba el vodka. Hizo tres inspiraciones profundas, acercó el vaso a los labios pero no pudo beber. El sentimiento de repugnancia era demasiado fuerte. Dio otra calada al cigarrillo, intensa. Ahora podría hacerlo. Se tragó la mitad del vaso. Tenía que hacer un descanso. Atacó la segunda cerveza. Empezaba a encontrarse mejor.
No pasaba mucha gente. Alguna madre con sus hijos, un par de turistas. Intentó concentrarse de nuevo. Repasó toda la conversación con Lee. No había muchas esperanzas, si se creía todo lo que le había contado. Tendría que resignarse. Evidentemente era algo demasiado grande para cualquiera.
Decidió que había llegado el momento de acabarse el vodka. Esa vez lo encontró más bueno, primera señal de que estaba casi borracho. La camarera fue a recoger los vasos vacíos.
– ¿Quiere otro? -preguntó.
– No, gracias. En su lugar, ¿tienen tequila?
– Claro. ¿Cómo lo quiere?, ¿solo?
– Sí, con sal y limón, por favor. Doble -precisó Andreas.
El tequila. Recordó un fin de semana con Jan en el que bebieron mucho tequila. Como al día siguiente no habían tenido dolor de cabeza, lo escogieron como su bebida favorita.
Debería haber pedido tequila desde el principio, pero no se había acordado. Quizá porque, en el fondo, le había vuelto a la memoria un artículo donde se explicaba que el vodka es la bebida preferida de los alcohólicos, ya que, según parece, no se nota en el aliento.
¿Qué debía hacer?
Lee le había revelado que a Jan lo habían matado porque alguien que trabajaba para el Estado así lo había decidido. Pero ¿el gobierno lo sabía? ¿El primer ministro alemán había sido informado del asesinato de su mejor amigo? ¿Lo aprobaba? Andreas no podía creerlo.
Entendió que precisamente por eso la política delegaba el poder en la burocracia. Garantizaba la impunidad. En los casos más desagradables sólo había que echar al director de turno.
¿Qué esperanzas había de que aquellos asesinos pagaran por lo que habían hecho?
Llegó el tequila. Pidió otra cerveza y, ya puestos, otro tequila.
La camarera respondió que estaba a punto de acabar su turno y le llevaría el pedido, pero tenía que cobrar la cuenta. La siguiente camarera le haría una cuenta nueva. Era un método bastante frecuente para sacar una propina sin correr el riesgo de que se la quedara la compañera que llegaba después y que quizá sólo se ocupaba de llevarle la cuenta al cliente.
Después del tequila con sal y limón, Andreas estaba oficialmente bebido. La camarera regresó con la última ronda y Andreas pagó. Le dio diez euros de propina, lo que en una cuenta de cuarenta y cinco no estaba mal, y se alegró al constatar que llevaba cien euros más en la cartera. Podría hacer dos veces más todo lo que acababa de hacer. No habría sido capaz, pero la idea lo tranquilizaba. Podía permitirse hacer estragos. Encendió otro cigarrillo y se bebió el tequila en dos tragos, después de mojarse la mano entre el pulgar y el índice con un poco de limón y esparcir por encima un poco de sal. Se lamió la mano, bebió el Don Julio y se comió la rodaja de limón. El paraíso. Cuántas cosas había vivido con Jan. En la mente se le agolparon los recuerdos. Recordó la historia del conejo blanco, la triste analogía que la enlazaba con la muerte de su mejor amigo.