En Odeonsplatz tomó un taxi.
El taxista vio en seguida que era un pasajero de alto riesgo, no en balde llevaba veinte años de servicio a la espalda y siempre había trabajado durante la Oktoberfest. Una vez que Andreas le indicó la dirección, el hombre le explicó muy secamente que vomitar en el taxi estaba multado con doscientos euros, el dinero necesario para limpiar el vehículo e indemnizarlo por todas las horas de trabajo perdidas. Andreas consiguió prometerle que no sería necesario. El taxi arrancó.
¿Qué podrían hacerle?, pensaba.
Lo convertirían en un elemento inocuo, pero sin violencia.
¿Lo encerrarían en una especie de gulag? Quizá todos los países tenían uno, donde eran confinados los enemigos del Estado. Tenía la cabeza apoyada en el cristal. El taxista había bajado una de las ventanillas delanteras, a pesar de la baja temperatura, y el aire le llegaba a la cara. Tenía frío, era como si lo viera todo desde fuera. Nunca se había sentido de ese modo.
Sacó el móvil.
Hoy en día los teléfonos son capaces de hacer de todo. Incluso de grabar conversaciones. Pulsó la tecla «Stop». En casa escucharía lo que había podido obtener.
No tardó mucho en llegar. Pagó al taxista y se arrastró hasta la puerta. Entró en casa, se desnudó y se metió debajo de la ducha. Primero con agua hirviendo, después fría.
Salió y se secó lo más de prisa que pudo. Temblaba. Se puso el chándal que normalmente llevaba en casa: le daba un aire deportivo, a pesar de que hacía años que no practicaba ningún deporte. Cogió el móvil y regresó al baño. Abrió el grifo del lavabo y se puso los auriculares en los oídos. Apretó la tecla «Play» seleccionando el último archivo grabado: se oía bien. Las amenazas eran claras.
Se quitó los auriculares y se metió el móvil en el bolsillo. Lo que haría con ello no lo sabía, probablemente nada.
Ulrike llegó a casa. Andreas esperó a que también se pusiera cómoda antes de reunirse con ella y explicarle su jornada.
No tenía prisa, estaba convencido de que no podía hacer nada para cambiar el curso de los acontecimientos futuros.
Se sentía completamente vacío.
Estuvieron hablando durante toda la noche. Andreas relató meticulosamente a su esposa su encuentro con Lee y el de después con el caballero del gobierno. No se preocuparon por el hecho de que la casa estuviera llena de micrófonos. No importaba.
Ahora Ulrike lo sabía todo. Incluso que a su marido se le había pasado por la cabeza agredir a un emisario del gobierno con un cuchillo de carne. Estaba conmocionada.
– ¿Qué nos harán?
– No lo sé. Ha dicho que no nos harán daño, si es que la palabra de ese tipo sirve de algo. Quizá nos desacrediten hasta el punto de que cualquier comentario que hagamos pase a ser irrelevante porque la fuente no es fidedigna.
Fue una larga noche.
A la mañana siguiente se despertaron hechos trizas. Habían dormido poco y mal. Pusieron en seguida la televisión para ver las noticias de las siete. No se habían convertido en estrellas, no mencionaban sus nombres. Desayunaron, se dieron un fuerte abrazo. Irían a trabajar como si fuera un día normal, de momento no tenían alternativa.
Andreas cogió dos aspirinas, la resaca de la noche en el Tambosi le había provocado un fuerte dolor de cabeza. Cogió el transporte público, no se veía con ánimos de ir a pie.
Una vez en la oficina no le costó mucho comprender que algo no iba bien. Hubo una serie de reuniones entre el director financiero y el director de investigación, y además a Andreas le pareció entrever a dos de los tres miembros del consejo de administración. El hecho de que él, como director del centro, no estuviera invitado lo ponía nervioso. No es que tuviera que participar en todas las reuniones, pero quedaba claro que algo ocurría. Llamó a Ulrike.
En su oficina también estaban pasando cosas.
Andreas no tuvo que esperar mucho.
A las dos, Klaus Steiner, uno de los miembros del consejo de administración, entró en su despacho. Querían hablar con él, si tenía tiempo. Una manera amable de dar una orden.
Se dirigieron hacia una de las salas de reuniones más alejadas, donde estaban sentados el director financiero, el director de recursos humanos y el otro miembro del consejo. También llegó el director de investigación. El ambiente era tenso, las caras, serias. No presagiaban nada bueno.
– Siéntate, Andreas, por favor -empezó Klaus.
El mensaje
Andreas estaba recogiendo sus efectos personales de su despacho. A su lado tenía al director de recursos humanos. No les quedaba nada por decirse. Andreas había falsificado los datos de una investigación. Gracias a esa investigación el centro había recibido fondos gubernamentales. El gobierno quería que le devolvieran el dinero y la cabeza de Andreas. El centro estaba negociando el tema financiero, pero respecto a la posición de Andreas, no había nada que negociar.
Todos estaban conmocionados, pero la maquinaria administrativa se había puesto en marcha. No podían hacer nada. Hubo grandes muestras de aprecio, palabras de ánimo, pero no era el momento adecuado para defender los derechos menoscabados por las agencias del gobierno. Era un sistema extremadamente pragmático.
Andreas se despidió de sus colegas más próximos entre lágrimas y la incredulidad general.
En cuanto salió del edificio, llamó a Ulrike. Ella no contestó. Le devolvió la llamada una hora después, cuando ya se encontraba en casa y estaba arreglando las cosas que se había llevado de su oficina.
La habían despedido: según ellos había falsificado una investigación. Las pruebas eran irrefutables, según el consejo. El hecho de que fueran todas inventadas era un detalle que el consejo no consideró necesario comprobar.
En Alemania, muchos periódicos están ya en la calle al final de la tarde del día anterior al de salida. A las cinco, Andreas y Ulrike aparecían en todos los rotativos. No era una noticia de primera página, pero sí una página de crónica suficiente para que la comunidad científica alemana e internacional los crucificara.
Ese tipo de noticias siempre se expanden como una mancha de aceite.
Se mantuvieron debates en los periódicos: la ética de la investigación, la responsabilidad de los entes de control, la responsabilidad de quien solicita el estudio, las posibles penas y métodos de disuasión. Pero todo eso no interesaba en absoluto al matrimonio, ya que desde el punto de vista ético ellos no habían hecho nada mal.
En los días sucesivos se pasaron mucho tiempo al teléfono. Amigos, familiares, colegas, todos querían saber qué había pasado. La versión de Ulrike y Andreas coincidía y no cambió nunca. Eran víctimas, no verdugos. Una vez descubierta la falsificación de los datos, habrían presentado su dimisión de todos modos, ya que ambos desempeñaban papeles de primera responsabilidad en sus respectivos institutos, pero el verdadero problema era la falta de ciertos controles y la presencia de alguna persona deshonesta.
Julia, obviamente, quería saber más cosas. Por teléfono no era posible, hablarían de ello personalmente.
Viajó a Múnich al día siguiente de recibir la llamada. Dejó a los niños con unos amigos. Llegó por la tarde y volvió a marcharse a la mañana siguiente.
La pusieron al corriente de todo durante el largo paseo que dieron por el centro; ya no tenía sentido esconderse, todos lo sabían todo. Al igual que cuando estuvo en China, durante el viaje de regreso no se quitó las gafas de sol en ningún momento. No estaba presentable.
Andreas y Ulrike se marcharon a Grecia a la semana siguiente de su despido. No había denuncias contra ellos, eran libres de ir donde quisieran. Aterrizaron en Atenas por la tarde. Durmieron en el Radisson que había junto al aeropuerto. A la mañana siguiente recogieron el coche que habían reservado en Sixt y se dirigieron a uno de los istmos del Peloponeso.