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Desde allí, un ferri los llevó a Elafonissos, su refugio secreto. Muchos años antes habían comprado un pequeño apartamento en el pueblo, junto al puerto. En aquella época no había turismo; ahora las cosas habían cambiado pero seguía siendo un sitio muy aislado.

Pasaron dos semanas discutiendo sobre lo que harían con sus vidas, regando la conversación con retsina y comiendo un magnífico pescado. El hecho de no tener hijos y de que todavía estuvieran enamorados como cuando se habían conocido hizo más sencillo tomar algunas decisiones. Aunque nada de lo que decidieron resultó especialmente fácil.

Habían pasado tres años desde su fuga a Elafonissos. Andreas estaba sentado en la terraza en su silla favorita. La brisa del mar le acariciaba el pelo y la vista que tenía frente a él era cautivadora. Su apartamento estaba en el último piso de un bonito edificio de Cartagena, en Colombia. Por un lado podía admirar el mar, por el otro, la fantástica ciudad colonial.

Ulrike estaba en casa escribiendo un artículo para una empresa farmacéutica norteamericana con la que colaboraba de manera externa. De vez en cuando echaba de menos Alemania, a sus amigos, a la familia. Muchos de ellos habían ido a visitarlos, pero la distancia era mucha y añoraban los ritos cotidianos de Múnich, el pan, el periódico, los paseos por el río.

Andreas estaba preparado. Por fin estaba preparado.

Colombia

A su regreso de Grecia las cosas se habían calmado, en los periódicos ya no quedaba rastro de su caso.

Encontraron centenares de cartas: la mayoría eran insultos de personas que consideraban justo expresar lo que pensaban de los profesores que falsificaban las investigaciones.

Y ¿cómo no darles la razón?

Las semanas siguientes las pasaron como una pareja normal de desocupados sin problemas económicos a corto plazo.

Gimnasio, largas caminatas por la montaña, libros, amigos.

Pero hicieran lo que hiciesen, el sentimiento de malestar que los acompañaba desde el día que Andreas había tenido el encuentro con Lee y Hamme no parecía disminuir.

No podían seguir viviendo en ese país, en su país.

Tenían que volver a empezar en alguna otra parte.

Vendieron su casa de Múnich.

Vendieron los coches y los muebles que el nuevo propietario no quiso quedarse.

Andreas invirtió su capital en varios fondos internacionales de pensiones y lo que sacaron de la venta de la casa en un fondo de inversión con sede en Panamá, gestionado por un compañero de estudios del MBA.

Pocos días antes de su partida organizaron una fiesta de despedida en el Brenner. Aquella noche todos tuvieron que beber mucho antes de poder empezar a divertirse.

Fue un adiós triste, con la remota esperanza de que sólo se tratara de un hasta pronto.

Se marcharon llevando dos maletas cada uno con destino a Miami, donde un amigo los alojó en Cayo Vizcaíno.

Descansaron allí durante dos semanas más antes de proseguir su camino hacia Ciudad de México.

El vuelo de la American Airlines aterrizó puntualmente, después de dos horas y media de vuelo, en el aeropuerto Benito Juárez.

Fue a recogerlos Óscar Gonzales, un mexicano que había hecho el doctorado con Andreas en Alemania. Óscar se había tomado unos días libres y los llevó a visitar la ciudad y sus museos.

Fue él quien se encargó de comprar un coche de segunda mano para la pareja. Sin su ayuda les habría costado el doble.

Desde Ciudad de México partieron hacia Acapulco para luego proseguir casi en seguida hacia Centroamérica.

Estuvieron dos meses viajando por Nicaragua, Costa Rica, Honduras, Panamá.

Visitaron lugares maravillosos, de una naturaleza impoluta, conocieron a gente muy agradable. Seguramente fue el viaje más bonito de su vida.

Atravesaron Colombia y llegaron hasta Bogotá, donde Ulrike tenía un amigo al que había conocido durante unas conferencias internacionales que dirigía el Centro Nacional para la Investigación contra el Cáncer.

Fernando Valencia les mostró toda la hospitalidad colombiana. Visitaron el fantástico Museo Botero y el del Oro. Comieron en restaurantes excepcionales y conocieron al círculo de amigos más íntimos de Fernando. Quedaron impresionados por el país.

Andreas y Ulrike preguntaron a varias personas qué lugar de Colombia escogerían para vivir si tuvieran la oportunidad. Fernando los convenció de que Cartagena podía ser una opción que tener en cuenta. Después de una semana en Bogotá y algunas salidas por los alrededores de la capital, ambos decidieron visitar aquella ciudad colonial al norte del país. A pesar de que habían estado estupendamente en Bogotá, Andreas y Ulrike se alegraron de irse: ninguno de los dos se había aclimatado completamente a la altura.

Al llegar a Cartagena se alojaron en el Sofitel, en el centro de la ciudad antigua. El hotel era maravilloso. Tenía un bonito vestíbulo con jardín, dos tucanes encaramados en los respaldos de las butacas de mimbre, habitaciones espaciosas, piscina y un bar que no tenía nada que envidiar a los de las grandes ciudades del mundo.

Se quedaron una semana, durante la cual visitaron la ciudad de arriba abajo, incluidas algunas islas a las que sólo se tardaba una hora en barco en llegar.

Decidieron que era un sitio en el que podían quedarse a vivir.

Cuando Fernando supo lo que habían decidido cogió un avión y se reunió con ellos, tal como habían quedado. Durante el fin de semana estuvieron viendo una docena de apartamentos.

Se decidieron por uno cerca del Sofitel, un bonito apartamento de noventa metros cuadrados con una terraza de iguales dimensiones que gozaba de una vista espectacular. La pareja no tuvo ninguna duda y Fernando aprobó su decisión. Él se encargó de negociar el precio y las condiciones.

Antes de firmar el contrato, su amigo quiso inspeccionar una vez más la casa minuciosamente para asegurarse de que todo estuviera realmente en orden, un detalle que Andreas y Ulrike no dejaron de agradecerle.

Pasaron las tres semanas siguientes organizándose. Compraron muebles, abrieron una cuenta corriente y transfirieron suficiente dinero para poder vivir durante un año. Encontraron a una mujer de servicio que también los ayudaría a aprender español.

Cartagena era perfecta. Y era más internacional de lo que imaginaban. Había turistas, pero también muchos inmigrantes sudamericanos. Venezolanos, ecuatorianos, panameños, peruanos.

Durante el primer año no hicieron gran cosa, estudiaron el idioma y empezaron a establecer contacto con algún ente americano y canadiense para comprobar la posibilidad de trabajar en proyectos a distancia.

Transcurrida la fase de aclimatación, Andreas preparó la documentación. En el sobre metió un informe, un CDROM con la grabación de las amenazas recibidas en el Tambosi de Múnich y el archivo copiado del ordenador de Pamira.

Escribió la carta de acompañamiento a mano. Le salió de una tirada, hacía doce meses que la tenía en mente.

Era un día ventoso y no demasiado cálido. Perfecto. Se metió el sobre bajo la camiseta, por la parte de la espalda, y la sujetó con el cinturón de los pantalones.

Le dio un beso a Ulrike y salió. Se encaminó al Sofitel, donde se entretuvo hablando con el portero.

Esperó a que dos turistas cogieran el primer taxi e hizo señal de detenerse al que venía detrás. El taxista lo llevó en pocos minutos a la terminal de autobuses, un lugar muy transitado en cualquier lugar de América Latina.

Durante el recorrido Andreas mantuvo una apasionada conversación con el taxista sobre el fútbol europeo, sin olvidar mencionar a Higuita, el gran portero colombiano al que todo el mundo adoraba gracias a su estilo extravagante.

Antes de bajar del taxi hizo lo que había ensayado en casa varias veces. Su español era casi perfecto.