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Y así, el viejo con el pequeñito recostado sobre su pecho, que aunque duro y lleno de huesos le resultaba a Quetza tan mullido y cálido como un lecho de plumas, ambos se dormían.

Quetza era hijo de prisioneros acohuas; su padre, un soldado capturado durante la campaña de conquista, había sido sacrificado al Dios de la Guerra. Su madre había muerto cubriendo con su cuerpo a sus tres hijos de la lluvia de flechas y lanzas. La guerra no era para los mexicas sólo una disputa territorial tendiente a dilatar los dominios del Imperio. Era, ante todo, la manera de mantener la fuente de ofrendas para los dioses; en cada batalla, el bando victorioso tomaba la mayor cantidad de prisioneros para ofrecerlos en sacrificio ritual. Ése fue el destino no sólo del padre de Quetza, sino también el de sus dos hermanos. Tal vez por haber sido arrancado tan tempranamente de los brazos de su madre, quizá por haber presenciado aquel acto brutal en el que fue muerta, Quetza necesitaba tener la certeza de que no iba quedar nuevamente abandonado. Todo el tiempo reclamaba la proximidad de Tepec y, cuando el viejo estaba lejos, el niño no podía evitar un sentimiento de pavor que lo sumía en un silencio tal, que ni siquiera podía llorar. Viendo que debía fortalecer el corazón temeroso de su hijo, el anciano le recitaba aquellos huehuetlatolli de sus antepasados toltecas que no buscaban la exaltación de la muerte y el miedo, sino, al contrario, llamaban a la calma frente al misterio de la existencia y a morigerar el temor ante la certeza de la muerte.

Oye, mi pequeño, no hay por qué temer a la sombra porque nos recuerda que es sombra de luz. Oye bien, mi chiquito, mi quetzal, no temas de la muerte porque ella nunca nos toca: mientras tenemos la vida, la muerte nos es ajena. Y cuando ella llega, ya no estamos ahí para recibirla.

Y a medida que Quetza crecía y aprendía a hablar, aquellas palabras se le hacían carne y su corazón se iba templando poco a poco. Tepec creía, igual que sus ancestros, que era el miedo el único enemigo del hombre y que el temor, hijo del oscurantismo, era la mejor herramienta de dominación.

Mira, oye, entiende, así son las cosas en la Tierra. No vivas de cualquier modo, no vayas por donde sea. ¿Cómo vivirás, por dónde has de ir? Se dice, niño mío, quetzal, chiquito, que la Tierra es en verdad un lugar difícil, terriblemente difícil. Pero eso sólo es verdad para quienes andan a tientas en las tinieblas, en la ignorancia. Si te encomiendas a Quetzalcóatl, Dios de la Luz, no hay nada que temer. El conocimiento, mi niño, no consiste en echar oscuridad sobre la luz, como hacen tantos, sino en caminar con la antorcha de la razón por delante. Se teme lo que se desconoce; igual a la luz de la antorcha es el afán del conocimiento y donde arde ese fuego se quema el miedo, todo miedo, para siempre.

Quetza se convirtió en un niño de porte robusto y estatura breve. Tenía una sonrisa blanca y unos ojos sagaces que, más que mirar, indagaban. Ningún vestigio quedó en su cuerpo ni en su ánimo de la vieja enfermedad. Tepec nunca le ocultó la tragedia que había signado sus días; sabía cuál había sido el destino de sus padres verdaderos y el de sus hermanos. Su espíritu, antes temeroso, se robusteció, sin que por eso se endureciera su corazón. Pese a que Quetza sabía que no era un mexica y que, al contrario, fueron ellos los que lo arrancaron de su familia y de su pueblo, jamás sintió que viviera en el seno del enemigo. Tepec lo había criado en la idea de que todos los pueblos que compartían el valle y la lengua náhuatl, alguna vez habían sido un solo pueblo y, más tarde o más temprano, debían volver a serlo, que aquellas matanzas demenciales tenían que terminar, que esas luchas para la obtención de corazones jóvenes no hacían más que cebar de sangre al Dios de la Guerra. Sin embargo, Quetza no ignoraba que sus vecinos de calpulli lo trataban como si fuese distinto de ellos. En rigor, en aquel barrio habitado por la nobleza mexica, todos aquellos que no fueran pipiltin eran considerados inferiores. Mucho más, si se trataba de oriundos de los pueblos que circundaban el lago, fuesen o no tributarios de Tenochtitlan. Por muy respetado que fuese Tepec, nadie ignoraba que el niño que había tomado bajo su cuidado era un acohua y que, por lo tanto, por sus venas no corría la sangre de los hijos de Tenoch. Quetza recibía la indiferencia, cuando no el rechazo de los demás niños del calpulli, hecho al que, desde luego, no era insensible. NcLsucedía lo mismo con los hijos de los esclavos, con quienes se sentía a gusto y lo recibían como si fuese uno de ellos. De hecho, el viejo Tepec muchas veces reunía a varios de los hijos de los esclavos e, invitándolos a que se sentaran en torno de él, les recitaba también huehuetlatolli.

Los dos grandes amigos de Quetza eran Huatequi e Ixa-ya. Ambos eran hijos de dos esclavas de la casa. Hautequi, cuyo nombre significaba "golpear madera" ya que, cuando pequeño, la única forma de calmarlo para que dejara de llorar era dándole dos palitos que hacía sonar golpeándolos una y otra vez, era todo lo contrario de Quetza: era alto, muy delgado y un tanto torpe de movimientos. Ixaya era una niña de una belleza infrecuente; tal como indicaba su nombre, tenía unos ojos muy redondos, claros y grises como las nubes después de la tormenta. Llevaba su hermosura con naturalidad, como si no le otorgara ninguna importancia. Quetza y Huatequi eran amigos inseparables; sin embargo, la presencia de Ixaya agregaba a su relación fraterna un componente de rivalidad; a veces, sin advertirlo, competían por su atención y podían hacer cualquier cosa para ganar una mirada de aquello ojos grises, desde trepar un árbol y hacer equilibrio en lo alto, hasta arrojarse de cabeza a las aguas heladas del lago en pleno deshielo.

Quetza se reunía con sus amigos en los jardines del cal-pulli y pasaban las tardes jugando Tlachfli. En rigor, se trataba de un remedo infantil del juego ceremonial reservado a los adultos. El verdadero Tlachtli se jugaba en el campo delimitado por el Templo Mayor y el recinto consagrado a los caballeros Águila. En lugar del alto aro de piedra ubicado en el muro de la pirámide, usaban una canasta colocada sobre la rama de un árbol. Y no sólo golpeaban la pelota con las caderas, el pecho, los pies y los codos, como se hacían en el juego verdadero, sino que se ayudaban con las manos. Tepec acostumbraba sentarse al borde del improvisado campo de juego y, con mucha seriedad, estudiaba el curso del juego. Por momentos instaba a los niños a que prescindieran de las manos e impulsaran la pelota como correspondía. Como si no se tratara de un simple juego infantil, el viejo los exhortaba a que planificaran tácticas y a que se distribuyeran de manera estratégica en el campo. Tal vez porque él mismo había sido jugador en su juventud, quería que, si acaso Quetza llegaba a jugar alguna vez en el campo ceremonial, estuviese preparado de la mejor forma: el equipo vencido debía honrar la derrota con la vida de sus integrantes. Y, en efecto, además de divertirse, Quetza jugaba Tlachtli como si en cada partido le fuera la vida.

Otro de los juegos era la lucha de los caballeros Águila y los caballeros Jaguar. También era un imitación pueril de otro rito que despertaba el fervor de la gente. Para los chicos se trataba de una suerte de combate entre los dos clanes guerreros; se disfrazaban con máscaras talladas por ellos mismos y se cubrían con telas pintadas que semejaban las plumas del águila y la piel del jaguar. Así ataviados, armados con espadas de madera de filo romo, Quetza y Huatequi se trenzaban en una lucha que consistía en tocar con la hoja cualquier parte del cuerpo del contrincante. Ixaya presenciaba el combate sentada con las piernas cruzadas, lo cual ciertamente exacerbaba los ánimos de los contendientes hasta la brutalidad. Si bien este juego por momentos parecía violento, el verdadero era, lisa y llanamente, atroz: eran sólo tres participantes, un caballero Águila, un caballero Jaguar y un prisionero enemigo, por lo general un tíaxcalteca, rivales tradicionales de los mexicas. Los dos primeros estaban armados con espadas de filo de obsidiana, capaces de cortar una cabeza de cuajo con un sablazo certero, mientras que el prisionero sólo tenía una espada sin filo alguno. Luego de una danza que imitaba el vuelo del águila y los saltos del jaguar, los guerreros atacaban al soldado mal armado, que se defendía tanto como le era posible. Ante los gritos fanatizados del público que previamente había apostado por uno de los dos clanes, quien conseguía dar la estocada letal resultaba el ganador. Tepec abominaba de aquel juego aunque, a regañadientes, toleraba el remedo infantil porque, finalmente, constituía una práctica temprana de las batallas reales. Y quería que, si le tocaba ir a la guerra, su hijo estuviese bien preparado.