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Un silencioso cataclismo devastó el universo que Quetza y Keiko habían logrado concebir.

26 Un viaje sereno

No existía obstáculo que se interpusiera entre Cipango y la costa Oeste del Imperio Mexica, las tierras situadas al Norte de Oaxaca. De acuerdo con los cálculos de Quetza, la distancia entre ambos puntos era apenas mayor que la que había desde el lugar de partida en la Huasteca hasta Huelva. Las crónicas del viaje en este punto se redujeron casi hasta la extinción. Apenas unas pocas notas reflejan el ánimo desolado de Quetza al dejar a sus espaldas la isla de Cipango. Ni siquiera la idea del reencuentro con la otra mujer que amaba, su futura esposa, Ixaya, alcanzaba para confortarlo. Tampoco el hecho de saber que habría de ser recibido con honores por el tlatoani como el hombre que escribió la página más gloriosa de la historia de Tenochtitlan, sólo comparable con la remota epopeya de Tenoch, le servía de consuelo. Lo impulsaba el anhelo de encontrarse con su padre, Tepec, y la certeza de que si dilataba su arribo a la capital del Imperio Mexica por el Oeste, tal vez llegaran antes los españoles o los portugueses por el Este.

Cerca de noventa jornadas tardó la escuadra capitaneada por Quetza y Maoni en cruzar el océano. Si durante el tramo de ida hacia el Nuevo Mundo los ánimos de la tripulación, azuzados por el miedo, la desconfianza y la avaricia, habían puesto en riesgo la travesía, ahora, luego de probar su propia valentía y seguros de la sabiduría de su capitán, regresaban con el temple de los héroes. Navegaron sobre un mar sereno, sin sobresaltos, hasta que vieron flotando entre las olas algunas ramas, señal segura de tierra firme. El graznido de las gaviotas volando sobre la escuadra era la confirmación de la proximidad de la costa. Cuando al fin divisaron los acantilados del Norte de Oaxaca precipitándose al mar, en el momento mismo en que estaban buscando una playa donde desembarcar, se desató un oleaje furioso. Verdaderas paredes de agua venían desde el mar, chocaban contra las rocas y volvían con una fuerza tal que los barcos se elevaban quedando virtualmente suspendidos en el aire y luego caían como enormes peces muertos. Las olas golpeaban contra el casco de las naves haciendo que las maderas crujieran amenazando con quebrarse. El relincho de los caballos y los espantados alaridos del elefante agregaban patetismo a ese súbito pandemonio. La nave mexica comandada por Maoni y presidida por la serpiente emplumada, acaso porque era más liviana y versátil, parecía resistir mejor los embates que la carabela capitaneada por Quetza. Como un dragón luchando contra la furia del mar, pugnando por mantenerse a flote, el barco mexica ofrecía una tenaz resistencia. De pronto la nave española fue arrastrada por el oleaje y despedida contra una roca afilada que surgía desde el lecho del mar: el golpe hizo que se partiera a la mitad, convirtiendo en astillas las duras maderas del casco. La elefanta preñada intentaba desesperadamente nadar hacia la costa, pero a merced de los arbitrios de las corrientes iba y venía, giraba sobre su eje con la trompa en alto para poder respirar, hasta que desapareció por completo dentro de un remolino. Los caballos daban una lucha denodada y fue aún más penoso: uno de ellos llegó a alcanzar la orilla y subirse a un peñasco que sobresalía del acantilado. Pero viendo que no tenía modo de ascender por aquel muro de piedra, ni un resquicio por donde avanzar o retroceder, se entregó a la furia del mar, desapareciendo con una ola que lo golpeó sin piedad. Los camellos no resistieron ni un instante y se hundieron tan pronto como tomaron contacto con el agua, emitiendo un sonido doliente. En un abrir y cerrar de ojos, nada había quedado de la embarcación, de su cargamento y su tripulación.

Maoni, que había conseguido guiar su nave hacia un remanso formado por una escollera natural de piedras, ordenó a sus hombres que desembarcaran y nadaran hacia la costa. De pie en la cubierta, la palma de la mano sobre los ojos, buscaba con desesperación a los tripulantes escudriñando cada ola, viendo en el interior de las correntadas, a la vez que gritaba el nombre de su capitán. Maoni consiguió sacar del mar a cuatro hombres; el resto de la tripulación, incluido Quetza, habían desaparecido entre las aguas.

27 La lluvia bajo las aguas

La carabela obsequiada por la reina de España, aquellos animales fabulosos nunca vistos, las ruedas sobre las que se deslizaban los carros, los carros, las terroríficas armas de fuego, la pólvora que impulsaba las bolas de acero, las sedas de Oriente Medio, las semillas de las plantas más exóticas, los pájaros de Catay, los vidrios de colores, los mapas y varios de los amoxtli en los que habían quedado escritas muchas de las crónicas, luego de dar la vuelta a la Tierra, todo fue a dar al fondo del mar, justo frente a las costas de Oaxaca a las puertas mismas del gran Imperio Mexica. Si en la superficie el mar era un monstruo furioso, en las profundidades, sobre el lecho pedregoso, allí donde reposaba el cuerpo yaciente de Quetza, todo era calma. El capitán mexica, a medida que dejaba escapar de sus pulmones las últimas burbujas de aire, veía cómo a su lado caía una lluvia alucinatoria: elefantes, camellos, caballos, pedazos de barco y cuantas maravillas habían traído de su viaje, se abatían como una lluvia que tenía la lentitud de lo ilusorio. Tendido en el fondo del mar, Quetza era consciente de que estaba muriendo y aquella certeza parecía liberarlo de una congoja tan extensa como la distancia que había navegado. Solamente quería descansar, mientras veía precipitarse esa lluvia extrañamente bella. Se sentía feliz y era aquélla la muerte que habría elegido si le hubieran concedido esa gracia. Por fin, se dijo, había podido escapar para siempre de las garras de Huitzilopotchtli. Eso pensaba cuando pudo sentir un brazo que lo rodeaba. Y luego no sintió nada más.

Cuando volvió a abrir los ojos, Quetza vio un cielo diáfano y escuchó un graznido de gaviota. La arena tibia sobre la espalda lo reconfortaba un poco del frío que surgía del tuétano de sus propios huesos y se irradiaba hacia la piel. La cara de Maoni eclipsó el sol que iluminaba el rostro de Quetza y entonces él capitán mexica quiso que el recuerdo de la carabela partiéndose por la mitad no fuese más que una pesadilla. Se incorporó, giró la cabeza hacia el mar y al ver fondeada la nave presidida por la serpiente emplumada sin su compañera de escuadra, comprendió que aquella evocación era verdadera. Lloró con un desconsuelo infantil cuando supo que cinco de sus hombres habían muerto, que todo se perdió en el fondo del océano, a las puertas mismas de su patria. Tal vez, si la tragedia lo hubiese sorprendido en medio del mar, lejos de su tierra, no sentiría ese dolor inconsolable. Pero el hecho de estar él en el suelo firme de Oaxaca y sus hombres ahogados a pocos pasos, sin haber podido alcanzar la costa al fin de la hazaña, era un golpe del que jamás habría de reponerse.

El diezmado ejército mexica entró en Tenochtitlan después de haber cruzado la cadena de montañas, al cabo de una caminata que duró varias semanas. La ilusión de Quetza de entrar en la ciudad por sobre el puente que conducía a la plaza ceremonial montado a caballo ante los ojos azorados del pueblo, quedó sepultada bajo el mar. El imaginado desfile triunfal exhibiendo los camellos, el elefante y los atuendos que les obsequiaran en los distintos países, desapareció en el lecho pétreo del océano. Habían conseguido dar la vuelta completa alrededor de la Tierra y, sin embargo, llegaban como un ejército derrotado. Los pobladores que asistían al regreso de aquellos hombres fatigados, hambrientos y adelgazados hasta el hueso, salían a su encuentro para asistirlos piadosamente. Y no era piedad lo que merecían. Con sus últimas fuerzas, Quetza, Maoni y sus hombres pudieron ver, otra vez, la magnífica Tenochtitlan desde las montañas. Ahora sí tenían fundamentos para asegurar que era el sitio más sublime de la Tierra. Parecía la misma ciudad de la que habían partido hacía tanto tiempo. Pero era otra.