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Quetza recorría la distancia que lo separaba de su casa; tenía los pies llagados, dolientes y, así y todo, corría aunque con paso impar. El capitán mexica llegó más tarde que los rumores que, de boca en boca, anunciaban su regreso. Cuando por fin estuvo bajo el vano de la entrada de su casa, lo esperaba la más fiel de las esclavas de Tepec, la madre de Ixaya, su futura esposa. La mujer lo abrazó como si fuese su hijo y, cuando le preguntó por su padre, por toda respuesta, recibió un llanto amargo. El viejo Tepec había muerto. Quetza la separó extendiendo sus brazos, quería convencerse de que no era cierto lo que decían esas lágrimas. Pero en el rostro descompuesto de la esclava podía verse la confirmación. Y viendo aquella expresión, Quetza supo que aún había otra noticia que no se atrevía a darle. Entonces le preguntó por Ixaya. En el silencio de la mujer estaba la respuesta. El capitán, aunque quisiera convencerse de lo contrario, sabía que era el precio que debía pagar por su larga ausencia. Ixaya se había casado y esperaba un hijo de Huatequi, el mejor amigo y, a la yez, el más antiguo rival de Quetza.

28 El centinela junto a las gaviotas

Quetza había perdido uno de sus barcos, parte de la tripulación y las pruebas de su epopeya. Había perdido a su padre y a las dos mujeres que amaba. Pero aún podía perder mucho más: su patria. Tenochtitlan estaba en peligro. Debía hablar cuanto antes con el tlatoani. Con el corazón quebrado, intentando recomponer su paso enclenque y su investidura de capitán, marchó hacia el Templo Mayor.

No bien Quetza se presentó en Huey Teocalli, supo que el emperador Tízoc, quien había apadrinado su expedición, había muerto y ahora lo sucedía Ahuízotl. El nuevo tlatoani ni siquiera estaba al tanto de la empresa que su antecesor confiara al joven capitán. Quetza narró al emperador cada detalle del viaje. Le habló de las tierras que se hallaban a ochenta jornadas navegando hacia el Este, relató las ambiciones territoriales de España y Portugal y su encuentro con la reina Isabel. Con gesto impávido, buscando posición en su trono, Ahuízotl permanecía en silencio. Quetza le habló a su rey del poderío naval de los reinos de Europa, de aquellas bestias maravillosas, fuertes y sumisas, los caballos, que hacían que los ejércitos pudieran avanzar veloces y contundentes. Le describió los carros que se deslizaban sobre ruedas, las armas de fuego capaces de demoler muros y castillos de piedra. Le dijo que si las tropas mexicas contaran con una caballería y aquel armamento, no podrían ser derrotadas por ningún otro ejército. Le relató el modo en que se habían apoderado por algunas horas de la ciudad de Marsella, haciendo prisionero al cacique luego de haber derrotado a su guardia y tomado su palacio. Las palabras se le agolpaban en la boca para describirle al tlatoani las maravillas que había visto en Venecia, ciudad que definió como gemela de Tenochtitlan, en Florencia y en todos los reinos de la península itálica. Quetza intentaba no mirar a los ojos del rey, pero tal era la emoción que imprimía al relato que, por momentos, se olvidaba del protocolo. De rodillas ante Su Majestad, le habló de la Puerta de Ambos Mundos, la increíble Constantinopla, de las ciudades que se diseminaban a lo largo de los ríos de la Mesopotamia, le describió los camellos, aquellas bestias que podían cruzar desiertos llevando agua dentro de unas gibas que tenían en su lomo; le relató sus impresiones de la India y de Catay. De pronto Quetza guardó un silencio recogido para encontrar las palabras más adecuadas y entonces, por fin, incorporándose, le dijo a Ahuízotl que había estado en las lejanas tierras de Aztlan, el lugar del origen desde donde había partido el sacerdote Tenoch. El capitán mexica esperaba que en este punto el emperador dijera algo, pero ante su cerrado silencio, continuó: luego de acariciar las costas de una isla llamada Cipango, navegó hacia el Este hasta completar la vuelta a la Tierra, llegando a los territorios del Imperio por Oaxaca.

Pero el tlatoani no pronunció palabra. Sólo entonces, una silueta agostada y temblorosa surgió desde las sombras, elevándose lentamente detrás del trono de Ahuízotl. Quetza pudo reconocer en esa figura marchita a su viejo verdugo: el sacerdote Tapazolli. Apoyándose en un bastón, el religioso caminó con paso trémulo y con aquella misma voz que tanto le conocía dijo:

– Imagino que debes haber traído alguna de todas esas maravillas.

Quetza, de rodillas como estaba, se derrumbó en un llanto silencioso. Hecho un infantil ovillo de tristeza, lloraba como nunca lo hizo. No creyó necesario decir que todas las pruebas de su travesía habían quedado sepultadas en el fondo del océano. No creyó necesario decir eso ni ninguna otra cosa. De hecho, decidió no volver a pronunciar una sola palabra más.

Desterrado por segunda vez, Quetza fue nuevamente obligado a partir a la Huasteca y confinado en la Ciudadeía de los Locos. Maoni y los compatriotas que lo acompañaron fueron sacrificados en Huey Teocalíi como enemigos de Te-nochtitian. Los demás, volvieron a la misma cárcel de la que habían salido…

Quetza solía encaramarse sobre los techos, en el lugar más alto, y desde allí, en cuclillas, contemplaba el mar sin pausa desde el amanecer hasta el ocaso. Mientras abajo los demás reclusos deambulaban cargando con sus espantajos invisibles, discutiendo a los gritos con los demonios que anidaban en sus cabezas, Quetza, con los ojos abiertos, sin parpadear, esperaba el momento en que, desde el horizontey surgieran ios mástiles de las naves del almirante de la reina, trayendo consigo los dioses de la muerte y la destrucción.

Aquel centinela agazapado sobre lo alto era el único que lo sabía: la guerra de los dioses estaba por comenzar.

Federico Andahazi

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