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Aston.-No.

Davies.-¿Por qué no?

Aston.-No duermo bien por las noches.

Davies.-Pero ¡puñeta! ¿No le he dicho que cambiemos de camas? ¡Cristo! ¡Cambiemos de camas y ya está! ¿Es que no ve el sentido de lo que le estoy diciendo? (Aston permanece en la ventana, dando la espalda a Davies.) ¿Quiere usted decir que me echa? No puede hacerme eso. Escuche, hombre. Escuche, hombre, escuche: no me importa, ¿comprende?, no me importa; me quedaré, no me importa; mire: si no quiere cambiar de cama seguiremos como antes, me quedaré en la misma cama; quizá poniendo un trozo de saco más fuerte en la ventana, quedaré a resguardo de la corriente; haremos eso, ¿qué le parece? ¿Seguimos como antes? (Pausa.)

Aston.-No.

Davies.-¿Por qué… no? (Aston se vuelve y le mira.)

Aston.-Hace usted demasiado ruido.

Davies.-Pero…, pero…; mire…, escuche…, escuche un momento…; verá…, quiero decir… (Aston se vuelve de nuevo de cara a la ventana.) ¿Qué voy a hacer? (Pausa.) ¿Qué haré? (Pausa.) ¿Dónde voy a ir? (Pausa.) Podría quedarme aquí. Podríamos construir su cobertizo. (Pausa.) Si quiere usted que me vaya…, me iré. No tiene más que decírmelo. (Pausa.) Voy a decirle una cosa, además…: los zapatos esos…, los zapatos esos que me dio… me van estupendamente…, me van muy bien. Tal vez podría… llegarme a… (Aston sigue inmóvil, dándole la espalda, delante de la ventana.) Oiga…, si… me llegara allá abajo…, si pudiera… hacerme con mis papeles…, me dejaría…, me dejaría usted…, querría…, si me llegara allá abajo… y me hiciera con mis… (Un silencio prolongado. Telón.)

Fin de «El Conserje»

Rido quia absurdum est

El ala británica del teatro del absurdo

Harold Pinter

Ann Jellicoe

N. F. Simpson

Por F. M. Lorda Alaiz

Del libro "La joven dramaturgia británica (desde 1956)"

(Artículo publicado en 1962 en la revista PRIMER ACTO)

De entre la veintena de dramaturgos ingleses que se han dado a conocer en el curso de los últimos cinco años hay algunos que forman no sólo un grupo aparte, sino un fenómeno dramatúrgico nuevo, que no es privativo, por supuesto, de la Gran Bretaña, ni siquiera ha sido este país su cuna, a pesar de que uno de sus precursores -Joyce- y uno de sus exponentes máximos -Samuel Beckett- sean anglófonos. Nos referimos, en efecto, al tipo de teatro cuyo germen se halle acaso en Joyce y Kafka y que fragua como tal en Beckett y Eugenio Ionesco. Aunque las obras respectivas de estos jóvenes ingleses difieren notablemente entre sí y ostentan unas marcadas características propias, tienen algo de común que les confiere singularidad entre la producción dramatúrgica británica actual. Tal vez lo que tienen de común se exprese, a mi juicio, con mayor ceñimiento mediante la designación de realismo exasperado.

Si nos ponemos a alambicar, la palabra realismo, de puro omnímoda, no significa nada. ¿Qué tipo de realidad designa? Pero ¿por qué damos por sentado que hay varios tipos de realidad? Será porque hemos oído hablar de ellos: realidad perceptible, sensorial, fenomenológica; realidad física y metafísica; realidad de creencia; realidad poética, de la que nos habla Novalis; realidad objetiva y subjetiva; la tautológica realidad ontológica… Se nos habla incluso de surrealismo, la super-realidad. Lo cual es ya la carabina de Ambrosio, porque, si bien se mira, la realidad es algo irreductible a grados. Tan realidad es un protón como el universo entero. No es cuestión de grados, sino, en este caso, de amplitud. Por otra parte, tan realidad es la superficie de la mesa donde trabajo como el sueño más dislocado, la más descabellada fantasía de un niño o la más absurda ocurrencia de un demente o un beodo. No es cuestión de estimativa, sino de existencia. Son cosas que existen, ergo son reales. Lo que pasa es que ciertos aspectos de la realidad nos son más familiares, más fijos y constantes, más normalizantes, que otros. El aspecto de la realidad que nos es más familiar y normal es el que percibimos con los sentidos y experimentamos en la vida cotidiana. Luego, el que penetramos y deducimos con el intelecto. Hasta aquí nos movemos como Pedro por su casa. A partir de ahí empezamos a andar a tientas.

El intento frenético de moverse en esa zona de penumbra en la que los atisbos resultan desconcertantes, cuando no pavorosos, es lo que pretende expresar el realismo exasperado. La exasperación ante la impenetrabilidad de un mundo que solamente se intuye o presiente y que, por lo tanto, no puede reconstruirse más que de una manera problemática e inarticulada, produce una especie de paroxismo en el que rigen leyes propias apenas comunicables, al borde, consiguientemente, del absurdo, al menos en apariencia. El resultado es una realidad que puede ser no sólo familiar, sino incluso ordinaria, casi sórdida; pero, al mismo tiempo, túrgida de misterio. Una especie de prodigio. En rigor, una paradoja sólo a sobre haz, porque, como escribe Martin Esslin en "The Theatre of Absurd", «no hay verdadera contradicción entre una reproducción meticulosa de la realidad y la literatura del absurdo, antes lo contrario: la mayor parte de las conversaciones reales son, si bien se mira, incoherentes, ilógicas, atentatorias contra la Gramática y elípticas. Transcribiendo la realidad con una precisión despiadada, el dramaturgo llega al desintegrado lenguaje del absurdo. Es el diálogo estrictamente lógico del drama racionalmente construido lo que es irreal y altamente estilizado. En un mundo caído en el absurdo es suficiente transcribir la realidad con minuciosa solicitud para crear la impresión de una extravagante irrealidad». Y se obtiene, a fin de cuentas, la ilusión teatral de una realidad única, clara y distinta, directa, avasallante e insustituible. Una presencia per se, inmanente. Dicho en un nombre: Samuel Beckett. Huelga decir, claro, que estos jóvenes dramaturgos ingleses que adscribimos al realismo exasperado -Harold Pinter y Ann Jellicoe son los más significativos e importantes, aparte de N. F. Simpson, que también se mueve en esta zona, aunque de un modo distinto y merece una atención especial- deben mucho a Samuel Beckett. Y a Kafka, el de las realidades alucinantes y obsesivas.

Hay una clara concomitancia entre esta manera de concebir un drama y el mal llamado arte abstracto. Mal llamado porque nada hay más concreto ni de más nítidos contornos objetivos que un cuadro de Mondrian, por ejemplo. Esa concomitancia estriba en la inmanencia del objeto artístico, en su presencia escueta.

Naturalmente, al pronto, el público, que es receloso, cuando no tosco, y el crítico, que opera a base de puntos de referencia, ante un mundo artístico que no ofrece sino lo que se ve y al paso que se ve y que, al crearse, ha ido creando sus propias leyes -aunque en modo alguno es gratuito, como se verá, sino más lógico y hondo y revelador que el aparentemente lógico y racional-, se quedan perplejos, si es que no montan en cólera. El crítico, tras su estupefacción inicial, en la que no puede permanecer porque profesionalmente le está vedado, hace un esfuerzo y aventura interpretaciones e inventa nuevas etiquetas. En puridad, lo único que debería hacer sería levantar acta, que es lo único que cabe hacer ante los hechos. En cuanto al público, si fuera capaz de advertir que lo que le pasa no es que no entiende, sino que no ve, algo habría entendido ya.