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Para los críticos, la dramaturgia de Pinter, Simpson y Jellicoe es, pues -si prescindimos de su denominación más amplia y, por tanto, más superficial y casi frívola de «teatro del absurdo»-, «comedia de amenaza» o «teatro non sequitur», locución latina ésta que viene a querer decir, casi literalmente, «el disloque». Claro, todo lo desconocido entraña una amenaza, y todo lo que no se ve en su estructuración global, sino de un modo fragmentario, es un fenómeno dislocado. Más acertados están, a mi modo de ver, quienes la califican de «realismo trascendental» y advierten en la obra de estos jóvenes un esfuerzo por ahondar en el entresijo de la condición humana en una época como la nuestra, en que el hombre, como individuo, se ve amenazado por todas partes y, en tanto que colectividad, anda metido en un laberinto inextricable. En Pinter, Simpson y Jellicoe no interesa la trama, apenas existente, sino los personajes. Y son éstos los que, debatiéndose contra su mundo interior -dolores, frustraciones, ensueños, anhelos-, permanecen luego en nuestro recuerdo. No en su interrelación con los demás, pues apenas son capaces de comunicarse -sus palabras, más que puentes, son barreras que se levantan mutuamente-, sino solos, aislados, abandonados a su soledad, a su angustia, o, mejor aún, replegados en su soledad, en su angustia.

HAROLD PINTER

De entre estos jóvenes dramaturgos británicos, el que ha causado más amplio y hondo impacto en el público y la crítica ha sido Harold Pinter.

Pinter se dio a conocer con la obra en un acto The room, estrenada en la Universidad de Bristol en mayo de 1957. Esta pieza es ya como el embrión de todo el teatro de este autor; contiene, en potencia, casi todo el programa que ha de desarrollar en los años sucesivos, tanto en lo que se refiere a la temática -el hombre solitario y a la defensiva, asediado por el terror, o al menos ensimismado (el hombre de la mirada hostil sartriano)- como en lo que atañe a la exposición-: un estilo e idioma peculiares, pero basados en ese parloteo más que coloquial vulgar, incongruente, elíptico, rutinario, monologante, que en un mundo absurdo produce la impresión de una extravagante irracionalidad.

El título de la obra -The room («El cuarto» o «La habitación»)- es ya toda una declaración de principios. «Dos personas en una habitación -ha dicho el propio Pinter-. La mayor parte del tiempo no hago sino darle vueltas a esta imagen de dos personas en una habitación. Se levanta el telón y yo veo la escena como formulándome una pregunta sumamente imperiosa: ¿Qué va a sucederles a estas dos personas que están en la habitación? ¿Va a abrirse la puerta y va a entrar alguien?» El punto de partida de este teatro es, por consiguiente, un retorno a los elementos verdaderamente básicos del drama, la expectación creada por los ingredientes elementales de un teatro puro, anterior a toda literatura: una escena, dos personas, una puerta, una imagen poética que suscita en nuestro ánimo un temor y un «suspense» indefinidos. Al preguntarle un crítico qué era lo que temían esas dos personas, Pinter explicó: «Evidentemente, sienten miedo por lo que haya en el exterior de la habitación. En el exterior de la habitación hay un mundo que les acecha, un mundo aterrador. Estoy seguro que a usted también le aterra, no menos que a mí…»

El telón se levanta. La habitación. Un recinto cerrado. Una puerta. Es la morada de Rosa, una anciana sencilla y maternal, cuyo marido, Bert, no le dirige nunca la palabra, a pesar de que aquélla le trata con abrumadora solicitud. El aposento pertenece a una casa muy grande. En el exterior, el invierno y la noche. Rosa ve el cuarto como su único refugio, el único lugar seguro en un mundo hostil. Este cuarto, se dice a sí misma, es exactamente lo que desea. Habla del aposento con una mezcla de afecto y ansiedad. Dice que sentiría mucho tener que mudarse. Y por nada del mundo se trasladaría al sótano, que es oscuro y húmedo. La habitación se convierte, pues, en una imagen de la reducida área de luz y calidez que nuestra consciencia, el hecho de existir, abre en el inmenso océano de la nada, del que emergemos gradualmente después de nuestro nacimiento y en el que nos hundimos de nuevo al morir. Las tinieblas del exterior están erizadas de amenazas. Rosa no está segura del lugar que ocupa la habitación en la estructura de las cosas, cuál es su engarce en el plano del edificio. Lo pregunta a Mr. Kidd, al que toma por el propietario, pero que acaso no sea más que un apoderado. Las contestaciones de éste, un viejo ya decrépito y titubeante, no pueden ser más imprecisas. El marido de Rosa y Mr. Kidd se marchan. Aquel es conductor de camión y realiza un servicio nocturno. Rosa se queda sola. La puerta. Tras ella, silenciosamente ávida, se oprime con furia la amenaza. Y cuando Rosa la abre, por fin, para sacar la basura, hay allí dos personas en pie, recortándose sus siluetas sobre el fondo oscuro del exterior. Experimentamos un sobresalto, un espeluzno de terror nos recorre el cuerpo. Como a Rosa. Sin embargo, se trata simplemente de una joven pareja que busca aposento y se les ha dicho que hay uno vacante en la casa. ¿Qué habitación? La número siete. «Pero si el número siete es nuestra habitación y no queremos mudarnos», explica Rosa. La pareja se marcha. Entra Mr. Kidd. Abajo, en el portal, hay un hombre que desea ver a Rosa. Ha estado allí días enteros, esperando que se fuera el marido de Rosa. Mr. Kidd sale. De nuevo se convierte la puerta en la frágil barrera que retiene precariamente la constante e insaciable amenaza del exterior. Al fin se abre y entra un negro de gran corpulencia, ciego, que se llama Riley. Dice que trae un mensaje a la anciana del padre de ésta. El marido regresa y ataca brutalmente al negro. Rosa se queda ciega.

Esto es todo lo que cabe decir acerca de la trama de esta pieza. Cierto, desde el punto de vista realista, aunque el diálogo, los tipos y las acotaciones de tiempo y espacio son acendradamente reales, todo esto no significa gran cosa de una manera inmediata. Pero desde un principio se adivina repleto de contenido y suscita un cúmulo de preguntas. ¿Es el oscuro sótano la muerte? ¿Es el aposento, como hemos apuntado anteriormente, un símbolo de nuestra breve e incierta permanencia en este mundo? ¿Es el negro ciego el mensajero de un mundo distinto, que viene a conducir a la anciana a la casa de su padre? ¿Representa el marido silencioso la imposibilidad de comunicación incluso con los seres más queridos y próximos? Todas estas preguntas y otras muchas brotan constantemente, pero no se nos da ninguna contestación. Nos hallamos ante una mera situación, ante una atmósfera y, en último término, ante unos hechos que de un modo extraño nos afectan profundamente.

En el mismo año -1957-, Harold Pinter escribió otras dos piezas: The Dumb Waiter y The birthday party. La primera no se estrenó hasta el 21 de enero de 1960, en el Hampstead Theatre Club, de Londres. Nuevamente, una habitación con dos personas dentro. Y la puerta. Tras ésta, lo desconocido. La habitación, destartalada y sucia, está situada en los bajos de una casa, y las dos personas que la ocupan son dos asesinos a sueldo que se hallan al servicio de una organización misteriosa. Se les da unas señas, una llave, y se les dice que esperen nuevas instrucciones. Tarde o temprano llega la víctima, la matan y se van. De lo que pasa luego no tienen la más ligera idea. Ben y Gus, los dos pistoleros, están muy nerviosos. Quieren hacerse té, pero no tienen la moneda para introducir en el fogón automático de gas. En la pared posterior de la estancia se abre una especie de torno con un pequeño ascensor que comunica con el piso superior -«el camarero mudo»-, pues, a lo que parece, la pieza debió ser un día la cocina de un restaurante. De pronto, el ascensor empieza a moverse. Desciende. Ben y Gus se aproximan, ven que hay allí un papelito escrito, lo toman y leen: «Dos bistecs con patatas fritas. Dos pudins de sagú. Dos tés sin azúcar». Los dos pistoleros, despavoridos ante la posibilidad de que se les descubra, se entregan afanosamente a la tarea de cumplir, como sea, el misterioso encargo procedente de arriba. Buscan febrilmente en todos sus bolsillos y al fin envían arriba un paquete de té, una barrita de chocolate, una torta, un cucurucho de patatas fritas. Pero el «camarero mudo» desciende de nuevo, pidiendo más cosas, platos más y más complicados, especialidades chinas y griegas. Los dos hombres descubren un megáfono junto al torno. Ben establece contacto con los poderes de arriba, quienes le echan una severa reprimenda. Gus sale del aposento para ir a buscar un vaso de agua. En su ausencia, Ben recibe, a través del megáfono, las instrucciones definitivas. Tienen que matar a la primera persona que entre en la estancia. Es Gus. Despojado de la chaqueta, el chaleco, la corbata y la pistola, Gus se convierte en la nueva víctima…